En mi juventud escuché un refrán de origen pagano que afirmaba que «la venganza es el placer de los dioses». Esa frase es ciertamente incompatible con los valores cristianos, pero pareciera reflejar el sentir de algunas personas en la actualidad.
En el Antiguo Testamento se leen los sucesivos episodios de la vida del patriarca José, hijo de Jacob (ver en el libro del Génesis, los capítulos 37 al 50). José sufrió la envidia y hasta el odio de sus hermanos, algunos de los cuales tramaron matarlo y, en definitiva, lo vendieron como esclavo. José llegó a ser muy poderoso en Egipto y tuvo la oportunidad de vengarse de sus hermanos. Pero no lo hizo. Al contrario, con espléndida magnanimidad, los acogió y los colmó de beneficios, llegando hasta el punto de interpretar su malquerencia como un signo de los misteriosos caminos de Dios para expresar su benevolencia hacia la descendencia de Abrahán. El perdón generoso de José fue un anticipo de la misericordia de Dios expresada con tanta frecuencia en las palabras y actitudes de Jesús y muy especialmente cuando, a punto de ser crucificado, dijo, refiriéndose a sus enemigos: «Padre, ¡perdónalos porque no saben lo que hacen!» (Lc 23, 34). Poco tiempo después, Esteban, al morir apedreado, diría, como fiel eco de su Maestro: «Señor, ¡no les tengas en cuenta este pecado!» (Hech 7, 60).
En las diversas comunidades humanas ha sido necesario establecer castigos o penas para enfrentar conductas delictuales. Ojalá no fuera necesario establecerlas y su finalidad no es experimentar el placer de ver sufrir a un ser humano, sino o bien impedir que los hechos dañinos se repitan, o bien obtener la enmienda del hechor, o bien ejercitar una acción pedagógica, de modo que la amenaza de una posible pena disuada de realizar comportamiento nocivos a quienes experimentan la tentación de cometerlos. No siempre se dan conjunta o copulativamente estas tres finalidades, sino alguna o dos de ellas. Alegrarse de la aflicción ajena es una actitud mezquina y malsana, por no decir miserable; ciertamente contraria a la vehemente recomendación de San Pablo: «¡alegraos con los que están alegres, llorad con los que lloran!» (Rom 12, 15). La envidia y la amargura pueden conducir al extremo de alegrarse de que alguien sufra o, por el contrario, a sufrir, deplorar o angustiarse porque otra persona esté alegre o logra algún éxito.
La autoridad judicial humana, tanto civil como eclesiástica, tiene el derecho e incluso el deber, de irrogar alguna pena y de aplicarla luego de un debido proceso, pero debe tener siempre presente que su juicio puede adolecer de insuficiente información o estar fundado en errores de valoración de los atenuantes o agravantes y que, por lo tanto, su veredicto no sea plenamente justo. A esto debe agregarse la consideración de la paz social, que aconseja no eternizar los conflictos, cuyas raíces son más complejas de lo que puede parecer luego de una consideración superficial. De ahí nacen las instituciones jurídicas de la prescripción, las amnistías o los indultos, que son recursos tendientes a eliminar asideros de discordia muchas veces ocasionada por diversos tipos de reales abusos. Si prevalece el espíritu de venganza, es explicable que personas carentes de fe en Dios y en su justicia, crean poder atenuar su rencor viendo sufrir a quienes les ha inferido un daño. En ocasiones la exigencia a ultranza de justicia no es más que un pretexto verbal para disimular una actitud interior de rencor y de venganza.
San Pablo se vio en la necesidad de intervenir en el caso del incestuoso de Corinto (ver 1 Cor 5, 1-5), y lo hizo, en uso de su autoridad apostólica, con gran severidad. Pero dejó en claro que la dureza de su intervención no era la de afligir al culpable, sino para, por medio del sufrimiento, obtener su conversión. Cuando en el Nuevo Testamento se habla de algún castigo sin fin, más allá de la muerte, esa situación no se debe al deseo de Dios de ver sufrir a sus creaturas, sino al endurecimiento de quienes perseveran en el rechazo de Dios.
Son muchísimos los textos evangélicos en los que aparece manifiesta la bondad de Dios para acoger y perdonar a quien se convierte, cualesquiera hayan sido sus pecados. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios a condición de que su arrepentimiento sea sincero y que haga suyas las palabras de Jesús: «perdona (Padre) nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6.12) y «¡Oh Dios! ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18, 13).
+ Jorge A. Card. Medina Estévez