Responder «en el momento adecuado, con referencia a los objetos adecuados, ante las personas adecuadas, con el objetivo adecuado y del modo adecuado, es lo que es apropiado y mejor, y esto es característico de la excelencia». Lejos está la Iglesia católica en España de actuar con areté como propone Aristóteles ante el caso concreto de los abusos sexuales, preocupada por pertrecharse de un sólido y necesario armazón jurídico, pero investida de asténica sensibilidad ante el compromiso, la obligación y la exigencia de un mayor reconocimiento y comprensión efectiva hacia las víctimas. El conocimiento jurídico no debe eclipsar algo más profundo como es la respuesta al sufrimiento de los inocentes. Solapar la desgracia de las víctimas como útiles vitrinas para albergar el contenido de nuestros juicios convertirá a la Iglesia católica en una casta narcisista, en un abyecto grupo mafioso castrador del atributo de la misericordia.
Evitable se antojaba que la «comisión antipederastia» de la Iglesia pusiera al frente de ella a Juan Antonio Menéndez, obispo de Astorga, acusado de encubridor de abusos sexuales en el seminario de la Bañeza. Haber redactado el «Decreto sobre prevención y actuación frente a abusos sexuales a menores», con fecha 29 de junio de 2018, no lo capacita para presidir una Comisión donde el objeto del delito son los más inocentes, las víctimas de quienes este prelado encubre o con quienes se muestra demasiado complaciente. Ante la duda de estas acusaciones, no puede aprobarse sin reproche el trabajo, por lo demás endeble desde el punto de vista antropológico y ético, de una persona que supuestamente contribuye a configurar conductas inhumanas. ¿No hay en la Iglesia un nombramiento distinto que no contribuya al escándalo?
La falta de prudencia de la Iglesia ante las víctimas de los abusos y sus familiares con estos gestos grotescos agrava cualquier dimensión prospectiva de confianza. No siempre una institución garantiza la dignidad de las personas en ellas involucradas, el bien de la persona como valor ético sobre el que nada debe prevalecer. Es normal que las víctimas desconfíen no sólo por tanto encubrimiento, sino cuando se sufre cierta discriminación al no verse representadas en la citada Comisión. El precedente de la irlandesa Marie Collins, una de las supervivientes del abuso clerical que dimitió de una comisión creada por el papa Francisco al sugerir que los clérigos se negaron a implementar sus políticas de seguridad, no facilita una incorporación real de las víctimas. Esta concepción «tayloriana» de empresa, donde el bien de la institución prevalece sobre el bien de las personas, está infligiendo un inmenso daño que la Iglesia, más pronto que tarde, se verá obligada a reparar. No puede presentarse un Decreto sobre prevención y actuación ante los abusos y negar los derechos de las víctimas, silenciándolas con un comportamiento excluyente donde lo acertado es preservar el buen nombre de la institución sin dejarles participar en la tramitación del nudo gordiano de los abusos.
Esquilo muestra cómo el rechazo del conflicto ayuda a los ciudadanos a evitar el desgarro producido por la presencia sistemática de obligaciones opuestas. Sin embargo, indica que el coste de simplificar el conflicto puede resultar demasiado oneroso. No ver atendidas las demandas de las víctimas de un modo conveniente significará un escrutinio moral doloroso para la Iglesia. Simplificar el conflicto entre preservar el buen nombre de la institución y la necesidad de proteger a las víctimas llevará a enquistarlo con más profundidad, creará durante mucho tiempo una cultura de rechazo y enfrentamiento entre ambas partes, algo que podría interesar a muchos sectores instalados no sólo fuera de la Iglesia. El conflicto entre salvar la institución y proteger a las víctimas no puede silenciarse con la sola preocupación de aquilatar textos jurídicos para futuras actuaciones, si no van acompañados de una verdadera reparación. Es incomprensible que no se advierta la obligación fundamental respecto de las víctimas, evitar causar más daño con una respuesta inadecuada en el débil reconocimiento de una mayor atención al sufrimiento de aquellos cuyas vidas se han visto truncadas por el infortunio. La elevada propuesta jurídica se ve menoscabada por una deficiente respuesta moral a quienes son el objeto material del delito, unas víctimas sobre las que en la actualidad se ejerce y recae un preocupante tratamiento por parte de la Iglesia.
El carácter exclusivamente jurídico de la Comisión, por muy formal y apremiante que se nos presente, deja en un segundo plano lo más sustantivo, la responsabilidad preventiva, que es tanto como el deber de evitar males irreparables porque está en juego la vida del menor, su integridad o su psiquismo. Esta tarea preventiva, más allá de cualquier legislación, es una tarea educativa, un proyecto multidisciplinar capaz de promover la defensa de la dignidad de las personas, especialmente de los más vulnerables, donde educar al niño a defenderse de todo posible maltrato es tan importante como educarle en cualquier otro ámbito de su vida. Es aterrador que sea la misma Iglesia quien vulnere la Declaración Universal de los Derechos del Niño, su necesaria protección «contra toda forma de abandono, crueldad y explotación». Y todavía más espantoso es comprobar que se proteja más la conducta del verdugo que las demandas de justicia de las víctimas de abuso sexual.
Cuando Francisco se reúne con las víctimas de abusos sexuales en Irlanda recibe una «huella profunda», pronuncia la palabra «crímenes», insta a un camino de purificación estableciendo «reglas estrictas». El maltrato físico y emocional ha mantenido durante muchos años a las víctimas en un estado cataléptico que exige una respuesta ambiciosa, más ajustada a la verdad y al amor, una reformulación no sólo técnica, sino de apertura emocional y sensibilidad, de compromiso y responsabilidad con la dignidad y la fe de las víctimas y sus familiares, donde se reconozca y transite el camino acertado para salir de la encrucijada de la Iglesia ante los abusos sexuales.
Roberto Esteban Duque