La Santa Madre Iglesia está ante una crisis sin precedentes en toda su historia. Abusos de todo tipo, especialmente en la esfera sexual, han existido siempre entre el clero. Sin embargo, la epidemia actual es atípica, debido al entrecruzamiento de una crisis moral y de una crisis doctrinal, cuyas raíces son más profundas que las del simple comportamiento incorrecto de algunos miembros de la jerarquía y del clero. Es necesario raspar la superficie y excavar a más profundidad. La confusión doctrinal general el desorden moral y viceversa; los abusos sexuales han prosperado durante muchos años bajo la cobertura de la despreocupación, al punto de lograr transformar en forma silenciosa la doctrina referida a la moral sexual en un hecho simplemente anacrónico.
Sin duda, como dijo el obispo inglés Philip Egan, de Portsmouth, esta crisis se desenvuelve a tres niveles: «primero, un presunto catálogo de pecados y de crímenes cometidos contra los jóvenes por parte de miembros del clero; segundo, los círculos homosexuales centrados en torno al arzobispo Theodore McCarrick, pero presentes también en otras áreas de la Iglesia; en consecuencia, tercero, la mala gestión y el encubrimiento de todo esto por parte de la jerarquía, hasta los círculos más altos».
¿Cuán lejos deberíamos ir para identificar las raíces de esta crisis? Podemos considerar, entre otras, en forma esencial dos causas morales como raíz principal. Una está ligada en forma remota al problema hodierno que aflige a la Iglesia, la otra en forma cercana.
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Se puede individualizar la primera causa en la oposición, en el interior de la Iglesia, a la encíclica «Humanae vitae». Al oponerse a la alianza indisoluble entre el principio unitivo y el procreativo del matrimonio, se abría el camino al tolerar toda otra forma de unión, justificándola en nombre del amor. El amor debía ser puesto primero y más allá de la rigidez de la naturaleza. La anticoncepción habría de ser vista como un medio moral legítimo, mediante el cual salvaguardar la prioridad de la responsabilidad del hombre respecto a la ley de Dios, tanto natural como sobrenatural.
En realidad, el escenario que se abrió fue bastante diferente. De hecho, si la procreación no era más el fin primario del matrimonio, era necesario no sólo separarla del amor, sino, por el contrario, el amor debía ser separado de la procreación, hasta justificar una procreación sin unión, como lógica conclusión de un amor sin procreación. Un amor estéril, aislado de su contexto natural y sacramental, fue impuesto forzosamente en la sociedad y en la Iglesia.
Estaba en juego la identidad del amor. Como subrayó recientemente el obispo Kevin Doran, presidente de la Comisión de Bioética de la Conferencia Episcopal Irlandesa, había una «conexión directa entre la ‘mentalidad anticonceptiva’ y un número sorprendentemente tan alto de personas que parecían dispuestas a redefinir el matrimonio hoy como relación entre dos personas sin distinción de sexos». Agregó también que si el acto del amor puede ser separado de su fin procreativo, «entonces es también bastante difícil explicar por qué el matrimonio debe ser entre un hombre y una mujer».
La crisis actual de la Iglesia es por un lado la manifestación de una crisis de identidad sexual, una rebelión ideológica contra el magisterio anclado a una perenne tradición moral; por otro lado, la incapacidad de ver el verdadero problema, es decir, la homosexualidad y los círculos homosexuales en el interior del clero. Más del 80% de los casos de abusos sexuales conocidos y cometidos por el clero, de hecho no son casos de pedofilia sino de pederastia. La convicción que toda forma de amor debe ser aceptada se ha convertido en un lugar común, a causa de haber alentado la prohibición de la anticoncepción, aunque sin cambiar las fórmulas dogmáticas. La verdadera esencia del Modernismo consiste en cambiar la teoría con la praxis, acostumbrando a las personas a los usos aceptados por la mayoría.
«Humanae vitae» fue objeto de una protesta jamás vista, planteada desde el interior de la Iglesia. Un libro titulado «The Schism of ’68» [El cisma del ‘68] describe entre otras cosas cómo los católicos se esforzaban por una actualización sexual. «Actualización» era una de las palabras-claves para interpretar el [Concilio] Vaticano II y sus documentos.
Cardenales, obispos y episcopados participaron activamente en esta rebelión. El primado de Bélgica, el cardenal Leo Joseph Suenens, después de la publicación de la encíclica logró hacer publicar por todo el episcopado belga una declaración en oposición a la «Humanae vitae», en nombre de una supuesta libertad de conciencia. Esta declaración, junto con la formulada por el episcopado alemán, sirvió de modelo para la protesta de otros episcopados. El cardenal John C. Heenan, de Westminster, describió la publicación de la encíclica del papa Giovanni Battista Montini sobre la transmisión de la vida como «el mayor shock desde los tiempos de la Reforma». El cardenal Bernard Alfrink, junto con otros nueve obispos holandeses, votó incluso a favor de una declaración de independencia, la cual invitaba al pueblo de Dios a rechazar la prohibición de la anticoncepción.
En Inglaterra, más de 50 sacerdotes firmaron una carta de protesta que fue publicada en el «Times». Entre estos sacerdotes estaba también Michael Winter, quien al describir su decisión de dejar el sacerdocio dijo que esa decisión fue desencadenada por la crisis de «Humanae vitae». Más tarde, Winter se casó y en 1985 publicó un libro titulado ««Whatever happened to Vatican II?» [¿Qué pasó con el Vaticano II?»], con el fin de revivir la enseñanza conciliar de lo que percibía como su anquilosamiento por parte de las autoridades romanas. Tal vez estaba convencido de que la raíz de la anticoncepción, aunque se la percibía como la supremacía del amor, debía encontrarse en la enseñanza del [Concilio] Vaticano II. Winter es también miembro fundador del Movimiento para un clero casado. Lo que es verdaderamente sorprendente – Winter no es el único caso – desde el punto de vista del clero es el drama que algunos de ellos vivieron cuando, según sus propias palabras, el peso de la prohibición de la anticoncepción fue puesto sobre los hombros de los laicos. ¿Cómo podían entender realmente -si era precisamente un dolor- tal sufrimiento?
Sin embargo, el punto aquí es otro: si una protesta «oficial» contra «Humanae vitae», encabezada por cardenales y obispos, fue considerada legítima a causa de su armonía con la ideología del momento – no olvidemos que en esos años el movimiento de ' 68 estaba decidido a subvertir la moral cristiana en nombre del sexo libre –, entonces es difícil no ver por qué una mentalidad «oficial» que justifica la homosexualidad en el clero y todo tipo de unión sexual no habría podido tomar la sartén por el mango y algún día convertirse en mayoría.
«Si la pregunta está frente a la barrera de la conciencia», como escribió Tom Burns en «Tablet» el 3 de agosto de 1968 (el mismo editorial fue republicado el 28 de julio de 2018), siempre puede haber una conciencia que rechaza la barrera como tal. Una conciencia sin la previa iluminación de la verdad es como un barco zarandeado por las olas del mar. Tarde o temprano se hunde. La sola conciencia – es decir, una conciencia sin la verdad – no es conciencia moral. Debe ser educada para procurar el bien y rechazar el mal.
No es un misterio que los que están trabajando para enterrar definitivamente «Humanae vitae» se regocijan por la promulgación de «Amoris Laetitia», como si se hubiera llenado finalmente el vacío del amor en la enseñanza de la Iglesia. Un cierto esfuerzo teológico actual pretende superar «Humanae vitae» con «Amoris Laetitia», de modo que esta reciente enseñanza del papa Francisco sobre el amor en la familia se vincule directamente con «Gaudium et Spes», sin ninguna referencia a «Humanae vitae» y a «Casti Connubii». La tentación de aislar el [Concilio] Vaticano II respecto a toda la tradición de la Iglesia todavía sigue siendo fuerte. Pero en cuanto a la «conciencia única», así sucede también en un único documento del Magisterio como «Gaudium et Spes» y «Amoris Laetitia». No se puede leer ningún documento a la luz de sí mismo, sino sólo a la luz de la tradición ininterrumpida de la Iglesia.
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Después de una encendida rebelión, comenzó el silencio de la doctrina comenzó. Y así llegamos a la raíz cercana de este escándalo: el ocultamiento de la doctrina del pecado. La palabra «pecado» comenzó a desaparecer ya de la predicación postconciliar. El pecado, como separación de Dios y ofensa contra él para replegarse sobre las criaturas, fue ignorado. Este extraordinario vacío dejado por la doctrina del pecado fue llenado por evaluaciones psicológicas de una multiforme condición de debilidad en el hombre. La teología espiritual fue sustituida por la lectura de Freud y Jung, verdaderos maestros de muchos seminarios. El pecado se volvió irrelevante, mientras que la autoestima y la superación de todo tabú, especialmente en la esfera sexual, se convirtieron en las nuevas contraseñas eclesiásticas de acceso.
Por otro lado, una nueva teología de la misericordia, especialmente la promovida por el cardenal Walter Kasper, favoreció una nueva visión de la misericordia de Dios como atributo intrínseco de la esencia divina (si es así, ¿hay entonces un perdón divino de Dios consigo mismo, ya que la misericordia requiere el arrepentimiento y el perdón?), para superar la justicia punitiva, transformándola en un amor siempre perdonador. En esta nueva definición, ¿el castigo eterno en el infierno tiene todavía algo que decir? La misericordia se ha convertido en un sustituto teológico para cubrir (y esconder) el pecado, ignorándolo y aceptándolo bajo el manto del perdón. La idea de Lutero sobre la justificación no está lejos de este modo de ver.
Sería interesante preguntar entre los clérigos que cometen estos horribles crímenes qué piensan del pecado. La palabra de la Sagrada Escritura «... los que son de Cristo han crucificado su carne, con sus vicios y su lujuria» (Gálatas 5, 24), podría parecer fácilmente como moralidad revestida de un molde viejo, no porque la Palabra de Dios sea errónea o no esté inspirada por el Espíritu Santo, sino simplemente porque proponer tal enseñanza a la sociedad de hoy sería meramente anacrónico y anticuado. El espíritu del mundo – a menudo mezclado con un supuesto «espíritu del Concilio» – ha sofocado la verdadera doctrina de la fe y de la moral.
¿Es también el clericalismo una raíz de esta crisis de abusos sexuales? El papa Francisco lo ha repetido muchas veces. Es ciertamente el poder clerical que se ejerce en la esclavitud sexual de seminaristas y de hombres en formación. Pero es muy difícil entender cómo el clericalismo puede explicar la depredación de generaciones de seminaristas si la homosexualidad no juega ningún papel. Sería como decir que un gran bebedor está siempre borracho no porque tiene la costumbre de beber, sino porque tiene mucho dinero que puede gastar comprándose todo el alcohol que quiere.
El clericalismo no puede ser la única respuesta, también porque hay otra forma de ella – más sutil, pero a menudo ignorada – que es mucho peor: hacer uso del propio poder clerical para pervertir la buena doctrina. El clero se inventa fácilmente como el propietario del Evangelio, tomándose atrevimientos que prescinden de los preceptos de Dios y de la Iglesia, de acuerdo con la teología del momento. Cuando ya no se adhiere más a la recta doctrina de la Iglesia, se cae fácilmente en el barranco de la mera diversión y del pecado. Por el contrario, una vida de pecado sin la gracia de Dios que santifica es el mejor aliado en la manipulación de la doctrina. La doctrina de la fe y la vida moral siempre van juntas.
A modo de síntesis podemos decir que la raíz principal de este escándalo gravísimo es el modernismo, que hoy ya se ha convertido en postmodernismo. Hemos pasado de favorecer el cambio de las fórmulas dogmáticas con el paso del tiempo a ignorarlas completamente. La doctrina es tan segura como un libro importante en una estantería muy polvorienta, pero no tiene nada que decir al latido de la vida cotidiana.
No debería haber más ninguna duda respecto a la inmensidad de esta crisis y la necesidad de intervenir con acción de este tipo, para erradicar el mal desde la raíz. Pero esta acción drástica, que esperamos pronto pueda estar en marcha, no será eficaz si en primer lugar no volvemos a la verdad del amor, entendiendo sabiamente que la mentalidad anticonceptiva sólo ha traído un rígido invierno demográfico con una cultura de la muerte. La anticoncepción es un amor estéril que se abre a la posibilidad de un amor fuera de su contexto, más allá de sí mismo, inmaduro. Un amor muerto amenaza ahora a la Iglesia con una repercusión visible en los abusos sexuales y en los escándalos del clero. La mentalidad del mundo ha tenido un impacto violento en la vida de la Iglesia.
Por último, también debemos volver a llamar a las cosas por su nombre. El pecado sigue siendo pecado. Si no tenemos la fuerza para hacerlo, ya es signo de que ha prevalecido. Pero si llamamos al pecado por su nombre, entonces se prepara el camino para erradicarlo.
Publicado originalmente en Settimo Cielo