Estoy recién llegado de Medjugorje, donde por cuarto año consecutivo, me he pasado dieciséis días confesando. Es indudable que allí, como en los grandes santuarios, se dan muchas conversiones de gente muy alejada, pero también es muy frecuente encontrarte con gente buena e incluso profundamente cristiana, que desea aprovechar su peregrinación para mejorar en su vida espiritual. Por ello no es nada raro encontrarte con gente que se ha confesado muy recientemente, pero desea volver a hacerlo otra vez, a fin de profundizar en algún aspecto de su vida espiritual. Son personas de una gran finura espiritual que te dicen: “Me he entregado totalmente a Jesús y María, para que dispongan de mí según su voluntad”. Son: gente generalmente muy abierta a la vida, con familias bastante numerosas, que tras unos días de oración intensa, descubre que en su vida hay como unas manchas en las que por decirlo así, la aspiradora no ha entrado nunca completamente en ellas, y sienten la necesidad de hacerlo. Oyéndoles confesarse, no podía por menos de pensar que la delicadeza de la Virgen les hacía caer en la cuenta, que, aunque anteriormente arrepentidos, su arrepentimiento en esos puntos podía y debía mejorar.
La tarea del sacerdote es ayudar al penitente a encontrarse con Dios, ayudándole a tener más claridad en sus problemas espirituales, de modo que pueda vivir más fácilmente su fe, formar su conciencia y desarrollar su vida cristiana. Debemos procurar que nuestro penitente descubra por sí mismo cómo debe obrar y qué exige de él el amor a Dios y al prójimo, favoreciendo su autonomía y no imponerle nuestra voluntad, aunque haciéndole consciente que Dios, de quien es hijo, le ama a él más que él a sí mismo. Como Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que realmente nos conviene, obedecer a Dios no significa pérdida o menoscabo de nuestra libertad, sino que, por el contrario, es lo que verdaderamente nos puede realizar como personas, pues es el amor lo que da de verdad sentido a nuestra vida y no el éxito, el placer o el sexo.
Pero la pregunta clave que podemos hacernos es: ¿cómo conocemos la voluntad de Dios? No sólo por la lectura de la Sagrada Escritura, en especial del Nuevo Testamento y las demás lecturas espirituales. Allí también encontramos pistas espirituales como cuando los Apóstoles le dicen a Jesús: “Acrecienta nuestra fe” (Lc 17,5), o cuando Pablo nos manda: “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16), porque una persona alegre hace fácilmente el bien, cosa que no sucede precisamente cuando nos dejamos llevar por la ira, o cuando Jesús en la última Cena les pide “que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde (Jn 14,27).
Por supuesto el sacerdote debe intentar comprender al penitente, sin olvidar que, aunque Dios nos ama, respeta nuestra libertad hasta el punto de no imponernos su amistad y además el crecimiento de la presencia de Dios en nuestros corazones sigue las leyes de nuestra naturaleza, porque la gracia supone ésta y la perfecciona, pero no la inventa ni la destruye. Recordemos además que el ejercicio de este ministerio no sólo sirve a la santificación del penitente, sino también, e incluso podemos decir sobre todo, a la del sacerdote confesor. ¡Cuántas veces nos hemos sentido pequeños cuando hemos tenido la ocasión de confesar a un gigante espiritual! Y no nos ha quedado más remedio que pensar que debíamos mejorar nuestra vida espiritual. En cambio cuando algún penitente me da las gracias por confesarlo, le recuerdo que los favores no son unidireccionales, sino que van siempre en ambas direcciones. Es cierto que el penitente me debe agradecimiento, pero yo también soy su deudor, entre otras cosas porque da sentido a mi sacerdocio.
En pocas palabras el sacramento de la confesión no sólo sirve para obtener el perdón de los pecados, sino que es una ayuda preciosa en el camino de mi desarrollo espiritual. Pero no termina ahí mi experiencia sobre la confesión en Medjugorje, porque por primera vez en mi vida, me encontré muy cerca de gente poseída, lo que será el tema de mi próximo artículo.
Pedro Trevijano