A partir de la década de 1740, empiezan a extenderse en Europa claramente un conjunto de ideas políticas y filosóficas que cuestionan los valores establecidos durante siglos. Las promueven sobretodo una serie de autores y filósofos franceses como Voltaire (cuyo odio por el cristianismo será manifiesto), Montesquieu, Diderot y otros que, por desgracia, alcanzarán un gran renombre. El punto más destacado de sus nuevas doctrinas ideológicas es el anticatolicismo, ya que consideran que la Iglesia es el principal obstáculo para el progreso cultural y científico en los países católicos.
Propugnan que el gobierno en los diferentes reinos europeos debe basarse en un «contrato social» entre el rey y sus súbditos donde éstos posean canales de participación en el gobierno, (aunque aún no promueven abiertamente un sistema liberal). La «razón» y el espíritu científico deben ser la guía de los gobernantes por encima de cualquier religión. De hecho, según ellos ninguna religión, (sobre todo la católica) debe ser oficial y los estados deben establecer una total libertad de cultos. El Estado debe disponer de los bienes de la Iglesia. No es difícil ver que el destierro de la religión de la vida pública, bajo capa de tolerancia total es una idea netamente masónica que hoy, por desgracia, se ha impuesto en toda Europa como una «religión oficial».
Algunas décadas más tarde, la revolución Francesa será fruto intelectual de las doctrinas ilustradas aunque los ingenuos reyes que las habían promovido en toda Europa en las décadas anteriores (incluida España, con Carlos III) no hubieran comprendido su peligro.
De hecho, en la década de 1740 personajes como el francés conde de Argenson, que será primer ministro del rey Luis XV ya consignaba en sus escritos privados que el sistema político del futuro iba a ser la «monarquía democrática» y daba como explicación de ello la impopularidad de la monarquía absoluta que ya se palpaba en Francia donde el rey Luis XV, más allá de los halagos y las alabanzas oficiales, era muy poco querido por el pueblo por su vagancia y su vida relajada junto a sus amantes y el enorme gasto de la Corte, mientras obligaba al pueblo a sufragar y soportar el reclutamiento para grandes guerras en Europa.
Se le comparaba, muy desfavorablemente, con el rey Federico II de Prusia (el núcleo de la actual Alemania), llamado Federico el Grande, que reinó entre 1740 y 1780, una figura histórica que se convirtió en el monarca más famoso de la Europa del siglo XVIII. Federico II era un singular personaje que tuvo diversos talentos al mismo tiempo. Fue un genio militar como se vio en la Guerra de Sucesión de Austria (1740-1748) y en la de los Siete Años ( 756-1763). Era un extraordinario general que dirigía personalmente a sus ejércitos. Era también un filósofo, que escribió numerosos volúmenes y un gobernante muy hábil que enriqueció e hizo próspero a su reino.
Federico II estaba plenamente identificado con las ideas «ilustradas». En teoría era protestante pero en realidad era ateo. En su reino decretó la libertad de cultos. En sus escritos se muestra desdeñoso e irónico con todas las religiones. Fue muy amigo de Voltaire, a quien de hecho tuvo durante años viviendo en su Corte como su principal consejero (aunque acabaron enfadados debido a los vicios personales del filósofo francés que el rey se cansó de sufragar). Probablemente Federico II hizo más por popularizar la «Ilustración» que todos los filósofos franceses juntos.
En España las ideas de la Ilustración alcanzaron gran influencia durante el reinado de Carlos III (1759-1788), cuando tanto el rey como sus ministros estaban identificados con ella. Pero ya antes en el reinado de Felipe V (1700-1746), diversos autores, preocupados ante la extensión de la nuevas ideas en España y Europa trataron de dar una respuesta intelectual que compaginara el interés por la ciencia, el conocimiento y el saber con los valores y principios católicos.
Un autor destacó especialmente: el fraile benedictino gallego, natural de Orense, Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764). Feijoó es una gloria para las letras y la cultura española de todos los tiempos. Era de familia rica pero con su voto de pobreza había renunciado a todo ello. Fue un ensayista que escribió numerosos y gruesos volúmenes que intentaban abarcar todo el conocimiento de la época, por lo menos a grandes rasgos. Sus obras principales son el «Teatro crítico universal», una obra en 9 volúmenes escrita entre 1726 y 1739 y las «Cartas eruditas», 5 volúmenes escritos entre 1742 y 1760.
La obra de Feijoo pretendía en cierto modo ser la respuesta católica a la famosa «Enciclopedia» de Diderot y Voltaire que ridiculizaba a la religión. En su obra, Feijoó promueve el conocimiento científico, técnico y filosófico a todos los niveles pero sin menoscabar a la Religión. En la línea de Santo Tomás de Aquino, mantiene que la Religión es perfectamente compatible con la razón, rectamente entendida, la ciencia, la técnica y la filosofía. Según el hispanista británico John Lynch, la obra de Feijoo «no era sencilla ni barata pero se vendió fácilmente a un público culto para el que contenía información global sobre una serie de temas (teología, filosofía, investigación, ciencia, medicina, historia...) en un lenguaje claro y nítido y por un autor que era crítico sin ser iconoclasta, moderno pero sin arrinconar los valores españoles.
La obra de Feijoo alcanzó renombre internacional y se tradujo al inglés, francés, alemán y portugués. Menéndez Pelayo la alabó intensamente en su «Historia de los heteroxos españoles», un siglo más tarde. Feijoo además promovió explicitamente el patriotismo español por encima de adscripciones regionales. También fue lingüista e impulsó la adaptación filológica del español para el lenguaje científico para que nuestro idioma no fuera inferior al francés como herramienta científica y técnica. Feijoo de hecho, en el mismo siglo XVIII creó escuela y tuvo una serie de dicípulos cuya obra es interesante y similar aunque de menor interés que la suya.
Fue el caso de Juan Martínez Salafranca, con sus «Memorias eruditas», Antonio Codorniu, o fray Íñigo Gómez de Barreda, entre otros. Todo ello demuestra que en la España todavía firmemente católica del siglo XVIII (por lo menos a nivel popular) también había élites intelectuales capaces de rivalizar con los autores «ilustrados» de mayor renombre europeo a quienes no tenían nada que envidiar desde el punto de vista cultural. Pero Feijoo y sus seguidores, a diferencia de ellos eran plenamente respetuosos y se sentían continuadores de la auténtica tradición cultural cristiana europea que siempre había sido plenamente compatible con la ciencia y la filosofía, rectamente entendidas. Un mensaje, el del Padre Feijoo, que sigue siendo ejemplar y de plena actualidad.
Javier Navascués