Tal vez –y aquí va mi fe en la humanidad– no soy el único que experimenta una profunda indignación por la manera tan luciferina en que se ha pisoteado la dignidad humana en este siglo. Que todos brincan con cartelitos de colores para defender a las ballenas, y los predicadores de la agenda progre se rasgan las vestiduras para que la sociedad reconozca que un hombre puede ser mujer si se levanta deseándolo con toda su imaginación, pero sigo aquí sentado, esperándoles para que alcen la voz por Alfie Evans, para que se opongan al asesinato público de un inocente, cuya única culpa fue haber nacido en el siglo de la posverdad.
Vengo a enterarme que Anthony Hayden (el juez que dictaminó la desconexión del bebé, para que su vida terminara en 15 minutos –como era lo esperado–, y que ahora, desgraciadamente para él y su agenda, sigue vivo, a pesar de que le ha negado la alimentación) resulta ser masón, miembro del lobby LGBTI y autor del libro «Children and Same Sex Families: A Legal Handbook», un manual donde se aborda toda la ingeniería legal que está de lado de las uniones del mismo sexo. Y es que, lo único que a mí me sorprende de todo esto, es que perfiles como éste se siguen repitiendo en quienes están detrás de atentados contra la vida similares, y, aun así, a la opinión pública le puede más el sentimentalismo progresista que la realidad misma. Basta recordar el escándalo de trafico de partes humanas del que fue protagonista Planned Parenthood, detrás del ropaje de los «cuidados de la salud reproductiva de la mujer».
Lastimosamente, Alfie Evans no tuvo la oportunidad de defender su derecho fundamental a la vida. Falleció el 28 de abril a las 02h30, fruto de posturas ideológicas que cegaron el juicio y el sentido común de las autoridades. Para Alfie ciertamente es una victoria, pues que ahora goza de la gloria del Cielo, pero para la Iglesia militante es un llamado a la acción, a salir del letargo.
Que no pretendo dar una solución y menos un plan pastoral, pero es que el cristianismo de a pie no puede quedarse indiferente, porque cada uno desde su profesión y situación –especialmente los laicos, casi como motu proprio– debe ser esa sal de la tierra y luz del mundo, que si es posible ciegue con el esplendor de la Verdad. Todo bautizado puede y debe identificarse con Jesucristo como profeta, y este tiempo sí que necesita de profetas, no de los que adivinan el futuro, sino de los que anuncian la verdad incluso a costa de su fama, de su honra, de su trabajo, de su bolsillo y de su vida. Allí donde hay un animalista que subvierte la jerarquía de la creación, poniendo a los animales como «iguales» –o peor– «superiores» al ser humano, allí, debe haber un cristiano que tenga la capacidad de aclararle el panorama, allí donde se desprecia la biología, y se pretende afirmar que con elucubraciones mentales y subjetivas se puede un hombre convertir en mujer, allí debe haber un cristiano que le aclare el panorama, allí donde la vida empieza y termina donde a la ley se le canta la gana, debe haber un cristiano que aclare los fundamentos filosóficos de la vida y el alcance precario de la ley ante una realidad que le supera. Que si en algún momento Chesterton declaró que «llegará el día en que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde», pues ese día ha llegado.