Hace 100 años, en octubre de 1918, se disolvía el Imperio Austro-Húngaro con el final de la Primera Guerra Mundial. Como hace 200 años con la práctica desaparición del Imperio español, la masonería, tanto la de raíz anglosajona como la afrancesada, tuvo un papel relevante en los acontecimientos.
El 3 de octubre de 2004 era beatificado por Juan Pablo II, Carlos de Habsburgo, último emperador de Austria-Hungría. Carlos I de Austria y IV de Hungría (1887-1921) fue un personaje trágico. Reinó entre noviembre de 1916 y noviembre de 1918, cuando se produjo el hundimiento de su imperio en medio del caos que se produjo en Europa al terminar la I Guerra Mundial.
Heredó de su antecesor, su tío abuelo el emperador Francisco José, una guerra que no quería e intentó cuanto pudo por ponerla fin mediante prolongados intentos de negociación que al final no prosperaron por la mala fe de los gobiernos aliados, empeñados en una victoria total (tema que dará para otro artículo) y por la actitud de su aliado, el II Reich alemán, deseoso de satelizar y, a ser posible anexionar, a Austria –Hungría.
El complejo y multinacional imperio Austro Húngaro, heredero del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico era uno de los estados más antiguos de Europa. Situado en el centro de Europa, se extendía a lo largo de lo que hoy son Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, parte de Polonia, parte de Rumanía, zonas alpinas del noreste de Italia además de Eslovenia, Croacia y Bosnia.
El Imperio era una compleja confederación entre la Austria culturalmente germánica y el reino de Hungría, que después de numerosas rebeliones contra Viena durante siglos, había recibido finalmente una autonomía muy amplia en 1867. El resto de territorios poseía distintos grados de autonomía administrativa pero no política y estaban subordinados a Austria o a Hungría, lo que producía un grado considerable de tensiones centrífugas y problemas étnicos y territoriales.
Pese a todo, el Imperio, con su hermosa capital de Viena y sus bellas ciudades danubianas, era uno de las principales potencias de Europa y había vivido una época de progreso industrial y económico notable durante el siglo XIX. Era un imperio multirreligioso pero el catolicismo tenía un papel muy destacado, siendo la dinastía Habsburgo profundamente católica.
El beatificado emperador Carlos fue, obviamente, un católico muy sincero que nunca prescindía de su Misa diaria, procuraba siempre vivir en gracia, devoto del rezo del Santo Rosario, intachable en su vida personal y siempre preocupado por lograr la paz y el bienestar para su pueblo. Se negó a aprobar la ley del matrimonio civil a cambio de la cual, personajes vinculados a la masonería le habían prometido la ayuda de su protección e influencia.
En sus tareas de gobierno le ayudaba su esposa, la bella e inteligente emperatriz Zita de Borbón- Parma, que, como su marido no escatimaba la asistencia a los más necesitados. La Primera Guerra Mundial había supuesto la entrada en un abismo político que hacía imprevisible y problemática la supervivencia del Imperio.
Pronto iba aparecer en la escena pública un personaje que acabaría por convertirse en un enemigo letal del Imperio Austro Húngaro: Thomas G Masaryk, el líder de los nacionalistas checos, figura poco conocida por el gran público europeo hoy en día más allá de su país, al margen de historiadores y eruditos pero que tuvo una extraordinaria influencia en el destino (trágico) de Europa durante el siglo XX. Masaryk, que llegó a ser un masón de altísimo nivel había ejercido como abogado en Viena y entró en política como diputado partidario de una solución federalista para su minoría étnica, los checos, pero, iniciada la guerra se exilió y “evolucionó” hacia un nacionalismo e independentismo checo obsesivo así como un odio feroz hacia los Habsburgo.
Logró un puesto de catedrático en Oxford, fundó un gobierno checoslovaco en el exilio e incluso organizó un pequeño ejército checo dentro del francés con prisioneros checos del ejército austro húngaro. Pero lo más importante es que merced a sus contactos masónicos llegó a ejercer una extraordinaria influencia entre los gobiernos aliados, tanto el británico como el francés y más tarde el norteamericano a quienes fue convenciendo de la necesidad ineludible de desmembrar totalmente el Imperio Austro Húngaro para completar la derrota de Alemania y la desaparición de la influencia católica en Europa. Masaryk fue un genio de la organización y un político y conspirador extraordinariamente hábil, tanto que incluso consiguió atraer hacia la austrofobia a figuras católicas incluyendo a algunas del prestigio de Chesterton. Desgraciadamente para Europa, Masaryk alcanzó todos sus objetivos y tras la guerra fue el primer presidente de la república de Checoslovaquia, surgida de las ruinas del Imperio Austro Húngaro. Sus andanzas están bien trazadas en el excelente libro: «Réquiem por un imperio difunto» de Francois Fejto, una obra esencial sobre la caída del Imperio.
Y es que la influencia de la masonería internacional fue muy intensa en los gobiernos aliados. Ya los contemporáneos en los países neutrales como España tuvieron la sensación de que la masonería apostaba muy fuerte por la victoria Aliada. Y así fue. La influencia masónica era muy fuerte, desde luego en el gobierno francés. Al menos 13 ministros franceses y un primer ministro fueron masones durante los años de la guerra. En palabras de Fejto: «Era la Francia republicana, de izquierdas, misionera del libre pensamiento y el laicismo». El congreso internacional masónico de los países aliados y neutrales reunidos en París los días 28, 29 y 30 de junio de 1917 incluyó la desmembración total del Imperio Austro Húngaro como objetivo político irrenunciable para la Europa de posguerra.
También la influencia masónica era fuerte en Reino Unido, a través sobretodo de los círculos académicos y universitarios. Y desde luego, era muy intensa en Estados Unidos cuyo presidente Woodrow Wilson era un masón de alto grado. Sus famosos «14 puntos» de enero de 1918 que venían a ser el programa político Aliado tenían una fuerte sabor masónico con su insistencia en la democracia liberal como único sistema político posible, el principio de autodeterminación de los pueblos y la formación de una Sociedad de Naciones como embrión de un gobierno mundial.
Cuando en el verano y el otoño de 1918, el ejército alemán cedió por fin al empuje de las superiores fuerzas Aliadas en el frente francés y se derrumbaron también las posiciones alemanas en los Balcanes, se inició la desintegración del Imperio Austro Húngaro junto al hundimiento de su ejército en el frente italiano alpino. Era el fin. El emperador Carlos vivió el terrible proceso ante el que poco pudo hacer con una resignación cristiana realmente heroica. La traición que más le dolió en aquellas dramáticas horas fue la del partido socialcristiano. Los «demócrata cristianos» del Imperio, que habían prometido «lealtad eterna» a la Corona, a la hora de la verdad no perdieron el tiempo en ponerse de acuerdo con los socialdemócratas para proclamar la República en Austria.
Mientras, en Praga se proclamaba la independencia de Checoslovaquia (4 de noviembre) iniciada con una macabra ceremonia. Los jóvenes nacionalistas checos militantes de los llamados Sókols, desfilaron ante la gran estatua de la Virgen que presidía el centro de Praga desde 1650. Armados con cuerdas rodearon la estatua y la derribaron con estrépito celebrando el hecho con cantos e himnos. Fue un acto profundamente simbólico (los regimientos del Imperio Austro Húngaro siempre llevaban la imagen de la Virgen en sus banderas). No contentos con tamaña blasfemia, el pedestal donde la Virgen había sido derribada fue decorado con banderas checas y norteamericanas. No es casualidad que la bandera checa tenga triángulo lateral, símbolo reconocidamente masónico que tienen también, por ejemplo, la bandera cubana (y su copia, la «estelada» separatista catalana).
El imperio quedó totalmente desmembrado. De sus cenizas surgieron numerosos estados entre ellos Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, etc. El emperador Carlos y Zita que durante la guerra habían sobrellevado con cristiana resignación y sin rencor malévolos rumores y calumnias que acusaban a Carlos de bebedor, mujeriego o idiota dominado por una emperatriz astuta y tiránica, dieron también muestra de su fidelidad a Dios incluso en aquellas terribles circunstancias y luego durante su exilio en España y finalmente en la isla portuguesa de Madeira donde Carlos murió como un santo en 1922 tal y como se refleja en la interesante biografía de Michel Dugast sobre Carlos de Habsburgo «El último emperador», aceptando la enfermedad que ofreció como un sacrificio por la paz y la unidad de los pueblos, y con su última mirada dirigida al Santísimo Sacramento.
Fue sintomático y hermoso que fuese beatificado por el Papa Juan Pablo II, hijo de un antiguo oficial del ejército austrohúngaro que más tarde pasó al polaco, después de la Guerra, que lo propuso como modelo de ejercicio de actividad política:
Desde el principio, el emperador Carlos concibió su cargo de soberano como un servicio santo a su pueblo. Su principal aspiración fue seguir la vocación del cristiano a la santidad también en su actividad política. Por eso, para él era importante la asistencia social. Que sea un modelo para todos nosotros, particularmente para aquellos que hoy tienen la responsabilidad política en Europa.
Javier Navascués