El «examen de conciencia» es una parte importante de la espiritualidad católica, que siempre precede a la confesión, pero que debería practicarse al finalizar cada día: una revisión de lo que uno hizo mal, y de lo que hizo bien, como preparación para un acto de contrición y una oración de agradecimiento por las gracias recibidas. Y aunque hay diferencias obvias e importantes entre los católicos examinando su conciencia y los diplomáticos del Vaticano revisando éxitos y fracasos de la Iglesia en los densos y espinosos matorrales de la política mundial, uno podría pensar que esta disciplina espiritual tiene algún peso en la diplomacia de la Santa Sede, aunque solo fuera para cotejar la realidad.
Pero, si eso es lo que uno pensaba, le costará encontrar pruebas de ello en la historia de la relación diplomática del Vaticano con los regímenes totalitarios.
Como parte integrante de los Acuerdos de Letrán de 1929 (que también crearon la Ciudad del Vaticano como Estado, reconociendo a la Santa Sede como actor soberano en la política mundial), el Papa Pío XI hizo un concordado con la Italia de Mussolini, un tratado que debía garantizar la libertad de acción de la Iglesia católica en el Estado fascista. Dos años después, con los matones de camisa negra golpeando a los grupos de jóvenes católicos y los medios estatales llevando a cabo una campaña de propaganda agresivamente anticlerical, Pío XI denunció la política de Mussolini con la incendiaria encíclica de 1931 Non abbiamo bisogno, en la que condenada el fascismo en cuanto «culto pagano al Estado».
En 1933, mientras Hitler consolidaba el poder nazi, la diplomacia vaticana negociaba el concordato con el Reich, en otro intento de proteger a la Iglesia católica del estado totalitario por medio de una red de garantías legales. La estrategia ofreció tan pobres resultados en Alemania como había ocurrido en Italia, y en 1937, después de numerosos ataques a eclesiásticos y organizaciones católicas, Pío XI condenó la ideología racista de Hitler en otra atronadora encíclica, Mit brennender Sorge, que hubo de llegar clandestinamente a Alemania para ser leída desde los púlpitos católicos.
Luego vino la Ostpolitik a finales de los 60 y en los 70. Enfrentado a lo que una vez describió como «muralla de hielo» de la represión comunista detrás del telón de acero, el jefe de los agentes diplomáticos de Pablo VI, el arzobispo Agostino Casaroli, comenzó a negociar una serie de acuerdos con gobiernos comunistas. Esos acuerdos debían permitir la vida sacramental de la Iglesia facilitando el nombramiento de obispos, quienes a su vez podrían ordenar sacerdotes que celebrarían misa y escucharían confesiones, preservando así una mínima forma de supervivencia católica hasta que el comunismo «cambiase». Y se produjo otro desastre.
La jerarquía católica en Hungría se convirtió completamente en una propiedad subsidiaria del Partido Comunista Húngaro. En lo que entonces era Checoslovaquia, los católicos afines al régimen empezaron a destacar en la Iglesia, mientras que la Iglesia checoslovaca clandestina de los católicos fieles luchaba por sobrevivir bajo condiciones que empeoraban por lo que sus líderes consideraban errónea conciliación de Roma con el sangriento régimen. En Polonia, la Santa Sede intentó puentear, más que chocar, con el heroico cardenal Stefan Wyszynski, en un vano intento por regularizar las relaciones diplomáticas con la República Popular de Polonia. Y mientras todo esto sucedía, el mismo Vaticano estaba siendo profundamente infiltrado por la KGB, la SB polaca, la Stasi germano-oriental y otros servicios de inteligencia del bloque del Este, como pude documentar en fuentes de primera mano de la policía secreta comunista en el segundo volumen de mi biografía de Juan Pablo II, El final y el principio.
A la luz de este sombrío registro, parece que la prudencia y la cautela estarían a la orden del día en las negociaciones del Vaticano con los totalitarios que gobiernan en Pekín, cuyo más reciente congreso del Partido declaró de nuevo la religión como enemiga del comunismo. Pero no se aprecia que haya habido un examen de conciencia en los rangos más elevados de la diplomacia vaticana. Y ahora parece que va a anunciarse un acuerdo entre Roma y Pekín, en virtud del cual se concederá al gobierno comunista chino un papel en el nombramiento de obispos: un nuevo paso hacia lo que algunas figuras del servicio diplomático vaticano (antiguas figuras, pero todavía figuras-clave) han buscado desde hace tiempo, a saber, relaciones diplomáticas plenas entre la Santa Sede y la República Popular China a nivel de embajadores.
Una de esas figuras, hablando off the record, intentaba justificar el inminente acuerdo diciendo que era mejor conseguir ahora al menos algún acuerdo, porque nadie sabe cuál será la situación dentro de diez o veinte años. Lo cual resulta extremadamente obtuso.
Si la situación empeora –si, incrementando la represión, Xi Jinping consigue mantener en pie un sistema político maoísta a pesar de la emergente clase media–, ¿qué razón hay entonces para tener alguna confianza en que el régimen comunista chino no apretará las tuercas a los católicos que desafíen al Estado alegando los derechos humanos? ¿Qué razón hay para creer que los comunistas chinos romperían el patrón establecido por los fascistas italianos, los nazis alemanes y los comunistas de Europa central y oriental honrando las obligaciones contraídas? ¿No se ha aprendido nada del pasado sobre la visión bastante elástica de la legalidad que adoptan los regímenes totalitarios de cualquier sesgo ideológico?
Si, por el contrario, las cosas van mejor en una China liberalizada, creándose cada vez más espacio social para las asociaciones y organizaciones de la sociedad civil, ¿por qué los chinos interesados en explorar la posibilidad de la fe religiosa se interesarían por un catolicismo postrado ante el régimen comunista? ¿Por qué no habrían de ser una opción más atractiva los protestantes evangélicos, que habrían desafiado al régimen en un heroico movimiento de iglesias domésticas?
La diplomacia vaticana presume de su realismo. Pero en cualquier cálculo realista sobre el futuro de China (las malas noticias o las buenas noticias), la Iglesia católica sale perdiendo si cede a las exigencias comunistas de que el régimen tenga ahora un papel significativo en el nombramiento de obispos católicos.
Según lo describen las informaciones periodísticas, el nuevo acuerdo entre la Santa Sede y China viola asimismo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y la encarnación de ese magisterio en el propio derecho canónico de la Iglesia.
Durante más de un siglo, la diplomacia vaticana ha trabajado duro, y en este caso con eficacia, para liberar a la Iglesia de la interferencia del Estado en el nombramiento de los obispos católicos. Ese éxito fue reconocido por el Concilio Vaticano II en su decreto Christus Dominus «sobre el ministerio pastoral de los obispos». En él, los padres conciliares dijeron lo siguiente sobre la necesidad de que la Iglesia sea libre de elegir a sus propios pastores: «Para defender como conviene la libertad de la Iglesia y para promover mejor y más expeditamente el bien de los fieles, desea el sagrado Concilio que en lo sucesivo no se conceda más a las autoridades civiles ni derechos, ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal» (n. 20). Ese deseo conciliar tuvo luego un efecto legislativo en el Código de Derecho Canónico de 1983, donde el canon 377.5 establece sin más que «en lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de obispos».
Por supuesto, en teoría el Papa Francisco, en cuanto supremo legislador de la Iglesia, podría suspender o incluso abrogar el canon 377.5 en el caso de la República Popular China. Pero hacerlo no solo parecería una burla a la ley de la Iglesia (una tentación en la que algunos han caído demasiado a menudo en años recientes, en una campaña contra el «legalismo»). Supondría también negar la verdad que enseñó el Vaticano II: la libertas Ecclesiae, la libertad de la Iglesia para conducir su misión evangélica y caritativa según sus propios criterios y así permanecer fiel a su Señor, no se compagina fácilmente con la implicación del Estado en los nombramientos episcopales.
Los diplomáticos vaticanos, principalmente italianos, están obsesionados desde hace décadas en conseguir relaciones diplomáticas plenas con la República Popular China. Ellos y sus valedores en los medios argumentan que China es el poder mundial emergente y que la Santa Sede sea un actor en el tablero del mundo exige que mantenga un contacto diplomático formal con Pekín. Pero esto es una fantasía que se permiten los diplomáticos papales italianos, para quienes «el Vaticano» siguen siendo los Estados Pontificios, un poder europeo de tercer nivel que aspira a que poderes superiores reconozcan su estatus. Ese mundo terminó, sin embargo, con el Congreso de Viena.
La realidad del asunto es que el único poder que exhibe hoy la Santa Sede es un poder moral: la lenta acumulación de autoridad moral que ha recibido el catolicismo, encarnado en el Papa, por medio de la defensa, en ocasiones sacrificada, de los derechos humanos de todos. No está claro –por decirlo con elegancia– qué puede aportar a esa suma de autoridad moral del catolicismo o del Papa jugar al Lleguemos-a-un-Acuerdo con los totalitarios de Pekín, que en este preciso momento están encarcelando y torturando cristianos. Lo mismo podría decirse de la traición de facto a los obispos de China leales a Roma que, al parecer, deben ahora hacerse a un lado para que los sustituyan obispos elegidos por el aparato del Partido Comunista Chino. Lejos de ser realismo, esto es una especie de cinismo que encaja a duras penas en una diplomacia supuestamente basada en la premisa de que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Según cierta fuente (en ocasiones sospechosa), el Papa Pío XI dijo una vez que pactaría con el Diablo si al hacerlo conseguía algún bien que ayudase a la Iglesia en su misión. Imagino que, si lo dijo, fue durante uno de los momentos de mayor enojo de aquel irascible Papa, y como expresión de su determinación de enfrentarse a los poderes del Infierno si fuese necesario. Pero como estrategia en la crepuscular zona gris de la política mundial, negociar con el Diablo (al menos tal como lo ha hecho la diplomacia vaticana al tratar con los totalitarismos) nunca ha funcionado. Encamarse con los agentes del Diablo es un negocio arriesgado; creer en su voluntad de respetar los acuerdos (y menos aún en su buena voluntad) es una insensatez; e impregnarse de olor a azufre por un contacto excesivo con las legiones del Demonio no añade absolutamente nada a la misión evangélica de la Iglesia.
De hecho, consigue justo lo contrario.
Publicado en National Review.
Publicado y traducido por Carmelo López-Arias para Religión en Libertad