Uno de los problemas con que un adolescente ha de enfrentarse al final de sus estudios de Secundaria o de los años de escuela obligatoria es el de elección de su profesión. Por supuesto lo primero que deben hacer estos adolescentes es reflexionar sobre su porvenir y qué es lo que más les gustaría hacer en su futuro. Dios ha pensado en nosotros desde toda la eternidad y cada uno de nosotros debe decidir qué hacer con su vida, en qué consiste su vocación.
Por supuesto lo primero que hemos de tener claro que estamos en este mundo para hacer el Bien y evitar el Mal. Nuestra acción normalmente se desarrolla en tres campos: mi familia, mi trabajo y mi ayuda a los necesitados.
Lo que nos interesa ahora es el campo de mi profesión. Hemos de procurar escoger algo que nos guste, que nos permita vivir con decoro, porque del aire no vive nadie y por otra parte es triste emplear la mayor parte de mi vida en hacer algo que no nos gusta. Algo que si no necesitásemos el dinero, estaríamos dispuestos a hacerlo gratis, porque nos encanta lo que hacemos. Además, si haces lo que te gusta, no sólo disfrutas más, sino que muy probablemente lo harás bien y profesionalmente es más fácil que te vaya mejor porque crees en lo que estás haciendo.
Ante el tema del dinero un joven me comentó que él lo que quería es ser rico y que en una escuela de niños, prácticamente todos los niños habían dicho que a ellos, de mayores, lo que les gustaría es tener mucho dinero. Me ha recordado el «Moto, coche, yate», del que algunas veces mis alumnos me hablaban como sus grandes ilusiones. Evidentemente, al dinero hay que darle su valor, pero sólo su valor y a ganar dinero honradamente no hay que hacerle ascos, pero siempre he pensado que es mejor un trabajo que te guste, siempre que te permita vivir decentemente, que otro trabajo en el que ganas más, pero que no te gusta y no hablemos si el trabajo no es honrado. Recuerdo cierto señor que me dijo: «He cambiado un trabajo muy bien pagado, pero que no consideraba honrado, por otro mileurista, pero estoy encantado, porque ahora duermo como un lirón». Me impactó también la historia de Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV, que en su lecho de muerte decía: «He servido en mi vida al Rey y no a Dios. Y ahora me presento delante de Dios con las manos vacías». Está claro que a través de su servicio al Rey y a Francia, debía haber servido también a Dios.
Recuerdo también lo que escribió un joven, cuando le hicieron hacer una redacción en su examen de Reválida con el título: «Consideraciones de un joven al elegir profesión».
Esto es lo que escribió: «Si nuestras condiciones de vida nos permiten elegir cualquier profesión, vamos a elegir la que nos proporcione mayor dignidad; una profesión basada en las ideas de cuya veracidad estemos completamente seguros, que brinde las mayores posibilidades para actuar en aras de la humanidad y para aproximarnos al objetivo común, con relación al cual toda profesión es sólo un medio de acercamiento a la perfección.
«La dignidad es lo que más eleva al hombre, lo que infunde nobleza suprema a su actividad y a todos sus anhelos. Lo que le permite destacar inmaculado sobre la muchedumbre, despertando su admiración.
«Pero la dignidad puede proporcionarla únicamente una profesión en la que no seamos instrumentos serviles, sino creadores independientes en su medio; una profesión que no requiera actos despreciables, despreciables aunque sólo sea en apariencia, y que incluso el mejor pueda abrazar con noble orgullo. Una profesión que posea todo eso en grado superlativo no es siempre la más elevada, pero es siempre la más preferible.
«Si el hombre trabaja sólo para sí, puede quizá ser un científico famoso, un gran sabio, un excelente poeta, pero jamás podrá ser un hombre perfecto y verdaderamente grande.
«La historia considera grandes a los hombres que, trabajando para el fin común, se ennoblecen a sí mismos; la experiencia destaca como más feliz al hombre que ha proporcionado la felicidad al mayor número de personas.
«Si elegimos una profesión en la que podamos, más que en ninguna otra, trabajar para la humanidad, no nos doblaremos bajo su peso porque será un sacrificio en bien de todos; entonces no experimentaremos una alegría mezquina, limitada, egoísta, sino que nuestra felicidad pertenecerá a millones de seres, nuestra obra tendrá una vida tranquila, pero eternamente eficaz, y sobre nuestros restos mortales derramarán lágrimas amargas las personas nobles».
Cuando les leía este texto a mis alumnos me acostumbraba preguntarles: ¿quién creéis que es el redactor de ese texto? Solían contestarme que algún papa o algún santo de la Iglesia. Pues no, quien escribió estas líneas fue un tal Carlos Marx.
Pedro Trevijano