Jesucristo se pronunció categóricamente sobre la indisolubilidad del matrimonio, sobre todo en Mc 10,2-12. En la misma línea está 1 Cor 7,10-11. Jesús toma así posición tanto frente a la escuela laxista de Hillel como frente a la más rigorista de Shammaí para anular el permiso mosaico del divorcio, apelando contra esa concesión (Dt 24,1) a pasos antecedentes (Gén 1,27 y 2,24) y concluyendo que la intención original del Dios Creador era que el matrimonio debe perdurar hasta el fin de la vida, cimentado en el amor, la fidelidad (Mc 10,2-12) y la capacidad de perdonar (Mt 18,21-35), texto éste situado inmediatamente antes de la declaración de la indisolubilidad, siendo además para Jesús por supuesto monogámico (Mt 19,3-6). Jesús declara en nombre de Dios que el sentido original y primario del matrimonio es que «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mt 19,6; Mc 10,8), quedando así unida la indisolubilidad, es decir la fidelidad exclusiva del matrimonio, con la voluntad de Dios, por lo que Dios, y no sólo el hombre, actúaen la constitución de la pareja.
El divorcio pretende romper un matrimonio existente y supone la destrucción de un matrimonio y de una familia. El Catecismo de la Iglesia dice así: «El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de éste una verdadera plaga social» (CEC, 2385). Por ello no podemos aceptar los divorcios como uniones de alianza en Cristo, ni que tengan una celebración religiosa, muy especialmente si pueden inducir al error de que se trata de una celebración ante la Iglesia.
La indisolubilidad significa que por la propia naturaleza de la unión matrimonial, los cónyuges quedan vinculados entre sí mientras ambos vivan. El ser humano es ciertamente capaz de compromiso permanente y, de hecho, millones de matrimonios, incluso podemos afirmar la gran mayoría, son fieles y perseverantes hasta la muerte. Amar es una decisión de la persona entera: «El amor no pasa nunca» (1 Cor 13,8). Quien es incapaz de concebir el amor para toda la vida, es incapaz de amar de verdad un solo día. Casarse con la intención de hacerlo para toda la vida, es una de las bases del matrimonio. El amor necesita duración porque sólo así tendrá la oportunidad de desarrollarse transformándose debidamente de acuerdo con las circunstancias cambiantes de la vida. Por una parte, se necesita toda la vida para realizar la vocación personal de cada uno y para trabajar mutuamente en la realización común. Por otra, el hijo necesita durante largo tiempo situaciones estables, para formar adecuadamente su personalidad. Para los hijos esto es muy bueno, pues suelen ser los grandes perjudicados de las rupturas matrimoniales, cuyas consecuencias son para ellos serios problemas de todo tipo. La familia no la forman simplemente los esposos, sino también los hijos, que tienen unos derechos que deben ser tenidos en cuenta y respetados, entre ellos el derecho a desarrollarse en un hogar familiar, y, por tanto, a que no sea destruido el matrimonio que les dio vida. El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia.
Volviendo de Estados Unidos en Septiembre del 2015 el Papa en el avión ha dicho: «¿El divorcio católico? Eso no existe. O no hay matrimonio o es indisoluble».
En la visita ad limina de los Obispos chilenos, en este mes de Febrero, el Papa se les declaró contrario a la comunión, tanto de los divorciados reesposados, como de los políticos que votan a favor del aborto, poniéndoles el ejemplo de un familiar suyo, ejemplo que ya ha citado en alguna otra ocasión: «Tengo una sobrina casada con un divorciado, bueno, católico, de misa dominical y que cuando se confiesa le dice al sacerdote «sé que no puede absolverme, pero deme su bendición».
Pedro Trevijano, sacerdote