En estos tiempos en que las noticias falsas nos parecen algo nuevo porque las llamamos «fake news», es casi obvio recordar que las falsedades propagandísticas son un viejo fenómeno de la lucha política. La propaganda fue sin duda un arma muy eficaz en manos de los que querían desacreditar la presencia española y portuguesa en América en los siglos XVI y XVII, para acceder a las riquezas que ofrecía el nuevo continente.
Así se explica que la exagerada «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» de Bartolomé de las Casas fuera enseguida traducida al francés, inglés, holandés, alemán y latín, y utilizada como prueba de que la conquista española era sinónimo de crueldad y tiranía. A la vez servía de munición anticatólica en una Europa desgarrada por las guerras de religión, en la que los protestantes presentaban su causa como una rebelión contra la intolerancia y la corrupción de la Iglesia católica. En los Países Bajos, siempre en rebelión armada o latente contra España, las prensas calvinistas se dedicaron a reeditar la obra de Bartolomé de las Casas, incorporando el tema americano como uno de los pilares de la leyenda negra que después sería acentuada por la Ilustración.
Imbuidos por estas ideas, que aún perduran, a menudo se da por supuesto que, si en vez de la conquista española y portuguesa se hubiera dado una colonización de origen protestante, en Latinoamérica se habría impuesto la tolerancia religiosa y una pacífica influencia. Es cierto que basta echar un vistazo a las colonias de América del Norte, con su declarado anticatolicismo y su sistemática erradicación de los indios, para no hacerse muchas ilusiones sobre la tolerancia de la época. Pero no hace falta ir tan al Norte para poner a prueba el respeto a la libertad religiosa de los calvinistas holandeses que tanto arremetieron contra la tiranía católica en América.
Lo experimentaron en propia carne los 30 católicos brasileños que fueron masacrados en Rio Grande do Norte en 1645 por calvinistas durante la ocupación holandesa del nordeste del país, un episodio histórico poco recordado hoy. A todos ellos los mataron por negarse a abjurar de su fe católica y convertirse al calvinismo. Juan Pablo II los beatificó en 2000 y se espera que dentro de este año sean canonizados.
La invasión holandesa del nordeste de Brasil se produjo entre 1630 y 1645, a través de la Compañía holandesa de las Indias Occidentales. El objetivo era controlar la producción de caña de azúcar, que en aquel momento era un producto muy valorado por los europeos. Entre 1637 y 1644 la región estuvo bajo el mando del holandés Maurizio de Nassau, que destacó por su capacidad de gestión. En esos años el nordeste brasileño experimentó una serie de mejoras en salud pública y estructuras. Pero también se acentuó la persecución religiosa. La religión oficial pasó a ser el calvinismo. Numerosas órdenes religiosas fueron expulsadas de la región. Hubo destrucciones y saqueos de iglesias y conventos católicos.
Los 30 brasileños son las víctimas conocidas de dos masacres que se produjeron en 1645. La primera, en Cunhaú, tuvo lugar el 16 de julio durante una misa que celebraba el padre André de Soveral. Jacob Rabbi, que mandaba las tropas al servicio de la Compañía de las Indias occidentales, cerró las puertas de la iglesia y ordenó a los soldados que mataran a todos los fieles allí congregados.
La segunda se produjo tres meses después en Uruaçu, también por orden de Jacob Rabbi. Un grupo de unos 80 católicos se habían refugiado en una pequeña fortaleza en Potengi, pero tuvieron que rendirse a las tropas holandesas que después los mataron a orillas del río Uruaçu. Los relatos hablan de una serie de atrocidades como lenguas arrancadas, brazos y piernas mutilados, decapitaciones, niños asesinados…
En ambos episodios murieron decenas de personas, pero solo se abrió la causa de canonización de 30, cuyos nombres se han conservado. Según las fuentes históricas, los holandeses ofrecieron a los católicos la posibilidad de salvar la vida convirtiéndose al calvinismo, pero las víctimas no quisieron abjurar de la fe católica.
El dominio holandés en la región duró hasta 1654. En ese año triunfó una insurrección luso-brasileña, que logró recuperar el territorio en una guerra en la que los comandantes alentaban a sus hombres a «luchar en nombre de la fe» frente a los calvinistas.
La canonización de los 30 mártires brasileños no va contra nadie. El recuerdo de su fidelidad debería alegrar a todos los que creen que la libertad religiosa es fundamental, entonces y ahora. Pero sí puede servir para poner de manifiesto que en aquella época la tolerancia estaba lejos de ser un ideal, tanto para católicos como para protestantes, como tampoco los indígenas eran más tolerantes con otras tribus a las que tenían sometidas. Tendría que pasar mucho tiempo antes de que se reconociera el valor de la libertad de conciencia. Y, desde luego, no sería por el ejemplo que dejaron los calvinistas holandeses en Brasil.
Ignacio Aréchaga
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog El Sónar .