Celebramos la Pascua de Resurrección en un contexto mundial en el que se respira un gran anhelo de paz. El saludo del Resucitado, tal y como lo narran los evangelios, es precisamente expresión del deseo de que este don sea acogido por todos para ser difundido: «Paz a vosotros» (Jn 20, 21).
¿Pero acaso no será la paz una cuestión fundamentalmente política? ¿Es oportuno mezclar la resurrección de Jesucristo con una causa encomendada fundamentalmente a los gobiernos de las naciones? ¿La paz se juega, más bien, en el nivel de los retos sociales regulados por la acción política, o no estará más determinada por la educación moral interior del ser humano, que trasciende en cierta medida a las administraciones y los gobiernos?
Es verdad que el propio magisterio de la Iglesia ha subrayado la gran influencia de los condicionamientos sociales en la causa de la paz. Fue el Papa Pablo VI el primero en formular la conocida expresión: «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz» (Populorum Progressio, nº 76). Sin duda alguna, los estallidos de violencia suelen resultar predecibles a tenor del nivel de injusticia social que padezcan los pueblos.
Sin embargo, siendo lo anterior una verdad constatable, existe otro factor que es el definitivamente determinante en la causa de la paz. Me refiero a la educación moral y espiritual, en la que centró Jesucristo su predicación, llamando «bienaventurados» a los pacíficos, a los mansos, y a los que son capaces de responder al mal con el bien. Tenemos multitud de ejemplos en la historia que verifican esta realidad. Por ejemplo, el pueblo polaco estuvo sometido a una gran opresión bajo el comunismo, que fácilmente habría derivado en una reacción violenta, de no ser por los valores religiosos mayoritarios de aquel pueblo. Y lo mismo cabe decir del proceso de independencia de la India, liderado espiritualmente por Gandhi. Por el contrario, en determinados contextos históricos democráticos, incluso bajo un estado del bienestar muy consolidado, han brotado movimientos violentos, que difícilmente se pueden explicar por la falta de justicia social o por el subdesarrollo. Insisto, el factor determinante de todo proceso de pacificación es la educación moral y espiritual de los pueblos.
En esta misma línea de incomprensión de los fundamentos últimos de la paz, estamos asistiendo a la pretensión de construir los procesos de pacificación sobre la base de acuerdos «políticos», excluyendo o, cuando menos, minusvalorando la dimensión moral y espiritual de la realidad. Todos tenemos en mente el rechazo del requerimiento del arrepentimiento y de la petición de perdón por parte de los violentos a sus víctimas, bajo el argumento de que esos son conceptos religiosos y de conciencia, que no pueden ser invocados en el terreno social o político.
Pero vayamos al fondo de la cuestión, porque es importante caer en la cuenta de que uno de los obstáculos principales con el que nos enfrentamos a la hora de llevar adelante la construcción de la paz, es el «cómodo» olvido del principio de subsidiariedad por parte de la mayoría de la sociedad; al mismo tiempo que se da una continua injerencia de las administraciones públicas en el ámbito familiar y en las iniciativas sociales. De este modo caminamos hacia un modelo en el que cada vez hay «más estado» y «menos sociedad»; lo que en la práctica se traduce en «más normas» y «menos conciencia». Parece como si «mamá estado» o «papá estado», pretendiera construir, por su sola estrategia política, una sociedad justa y pacífica.
En nuestros días, llama poderosamente la atención la gran virulencia del debate político, cuando es un hecho constatable que los distintos partidos políticos caminan de una forma inexorable hacia un pensamiento único, conformado por lo políticamente correcto. Se alimenta la falsa esperanza de que un hipotético vuelco político pudiera posibilitar la justicia y la paz, olvidando la existencia del «pecado original» (permítaseme utilizar un término teológico en este artículo, en un sentido amplio). La configuración política de los gobiernos podría cambiar, ciertamente, pero el problema es que el «hombre viejo» sigue anidando en el interior de unos y de otros, sin excluir al que esto escribe. Cada uno de nosotros y de nuestras familias necesitamos una renovación espiritual, que haga posible que la política tenga «sujeto» y no solo «objeto». De lo contrario, estamos condenados a reproducir en toda su crudeza el conocido refrán: «Los mismos perros con distintos collares».
Pero más aún, si ese «hombre viejo» que anida en cada uno de nosotros no es regenerado, el problema no será solo que estemos condenados a la impotencia para transformar el mundo; sino que la misma estructura política terminará por anular al hombre, a la familia, y a la misma sociedad. Recuerdo un luminoso texto de una de las encíclicas de doctrina social escritas por San Juan Pablo II: «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que hace imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política se convierte entonces en una 'religión secular', que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo» (Centesimus Annus nº 25).
El saludo del Resucitado tiene más actualidad que nunca, y son muy significativas las palabras que lo acompañan: «Jesús les dijo otra vez: 'La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío'» (Jn 20, 21).
¡Feliz Pascua de Resurrección! Pazko zoriontsuak guztioi!
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián