En una Tercera de ABC de García de Cortázar leíamos: «Una España que confunde el relativismo con la capacidad de diálogo. Lo que se ha llegado a imponer es que nada hay verdadero, nada que valga la pena conservar, que ninguna referencia ética debe considerarse permanente, ni ningún signo de civilización invulnerable. Quieren hacernos creer que ninguna tradición es realidad viva entre nosotros, ni ningún rasgo identificador de una cultura fundamento de nuestra existencia».
Pero si, como piensan los relativistas, no hay una Verdad objetiva, si el bien y el mal son intercambiables, si somos incapaces de alcanzar la Verdad o ésta está totalmente supeditada a mí mismo, entonces resulta que cada uno de nosotros es su autoridad suprema y nos encontramos con la no existencia de reglas generales universalmente válidas, por lo que es fácil, al no haber un orden moral objetivo, el caer en las mayores aberraciones. Lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, quién puede vivir o a quién se pueda dar muerte, porque es un ser humano de categoría inferior, depende de mí y haré lo que quiero, porque soy yo quien lo decide. En pocas palabras, haré lo que me parezca más conveniente, aunque ello me lleve a aplicar la ley del más fuerte, y si tengo que fastidiar a los demás que se fastidien.
En esta mentalidad, por supuesto, Dios no existe y el mundo es fruto de unas energías anónimas, impersonales, de las que ha surgido por azar el ser humano. Personalmente a mí me asombra que alguien pueda creerse que el mundo es consecuencia del azar y que detrás de él no hay un Ser muy, pero que muy, inteligente. Desde luego, si no hay Dios me escapo a su autoridad, pero uno acaba sustituyendo la obediencia a Dios y a la Iglesia, que por supuesto me ordenan nunca actuar contra mi conciencia, y respetan así mi libertad responsable, por la sumisión total y totalitaria al Estado, es decir a mis dirigentes políticos, que pueden mandar también sobre mi conciencia, violando así uno de los derechos humanos fundamentales, el de la libertad de conciencia. Y el que esto es así, lo vemos en el hecho que ninguno de los Partidos políticos con representación en nuestro Parlamento o Senado admite la objeción de conciencia, aunque parece ser que lo va a hacer ahora el PP, si bien primero quitó de las listas a todos los que la defendían y actuaron en consecuencia y en conciencia. Ello es el envilecimiento total de los parlamentarios, que pasan a ser súbditos, pero sobre todo de los jefes de los Partidos, que imponen una decisión claramente inmoral, al no admitir la orden del libro de Hechos: «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (5,29 y 4,19).
Los relativistas intentan incluso hacernos creer que los únicos demócratas son ellos, porque, como no tienen ningún principio inmutable, están abiertos al diálogo. Me recuerdan la famosa frase de Groucho Marx: «éstos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros». La realidad es, sin embargo, que no respetan los derechos humanos que quedan muy malparados, cuando no abiertamente violados, como sucede con el derecho a la vida, la protección a la familia, el derecho a la libertad de conciencia y, por tanto, a la objeción de conciencia, el derecho a la libertad de educación, y podríamos seguir con casi toda la lista. Los relativistas son unos demócratas muy curiosos, que tratan de imponernos su modo de pensar, mientras que nosotros pensamos que la defensa de los derechos humanos y de la democracia suponen saber respetar al otro, lo que es un primer paso, aunque todavía muy imperfecto, en el camino del amor.
En cambio en la concepción cristiana los valores humanos pueden, e incluso deben, ser asumidos por la conciencia, al igual que hizo san Pablo con los valores paganos de la hospitalidad, veracidad, templanza, amistad etc. Pensamos que hay una Verdad Objetiva y un Bien con mayúscula, cuyo fundamento último es Dios. El Concilio Vaticano II nos recuerda que somos seres responsables y libres, con la obligación moral de buscar la Verdad y, una vez conocida, seguirla, porque de nada vale que yo crea en la verdad, la libertad o la justicia, si no intento realizarlas ya, en el momento presente, en la historia que me ha tocado vivir.
Pedro Trevijano, sacerdote