En la revistilla que publica la Residencia de enfermos de Alzheimer de la que soy capellán me he encontrado con esta hermosa historieta.
Poco antes de Navidad, un grupo de ejecutivos tienen una reunión preparatoria de las actividades del año siguiente. La reunión se alarga y varios tienen que correr para no perder al avión. Con las prisas uno de ellos derriba una mesa de chucherías y baratijas. Todos siguen corriendo, menos uno, que trata de ayudar a la víctima de lo sucedido, una niña ciega. Le ayuda a poner en orden las cosas, y le da una cantidad por los desperfectos ocasionados. Cuando ya se iba, le hace la niña una pregunta que le deja petrificado: «Perdone: ¿es usted Jesús?».
Debo decir que esta sencilla historieta me ha impactado y que llevo reflexionando sobre ella bastante tiempo. Creo que la contestación que este ejecutivo hubiese debido dar a la niña era ésta: «Por supuesto, no soy Jesús, pero en esta ocasión sí he sido Jesús».
Es evidente que este relato me lleva a preguntarme: ¿soy yo Jesús?, ¿cuándo y en qué ocasiones?
Como sacerdote, es evidente que hay ocasiones, especialmente cuando administro los sacramentos, en que sí me siento Jesús. En la Consagración muchas veces pienso: «La misma obediencia que tienes Tú hacia mí, cuando consagro, me gustaría que yo la tenga hacia Ti», y en el sacramento de la Penitencia, no olvido que las palabras de la absolución las digo en nombre de las Tres Personas divinas, y que con bastante frecuencia, uno se da cuenta que es Cristo quien actúa en el penitente a través mío.
Pero es indudable que cualquier cristiano, en su vida diaria, puede ser Jesús. «Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida, les dio parte en sum misión, en sus alegrías y en sus sufrimientos» (cf. CEC nº 787). Formamos parte del Cuerpo de Cristo y cada uno de nosotros tiene su propia vocación, es decir hay un plan de Dios para cada uno de nosotros, y aunque todos debemos obedecer al mandamiento del amor, es indudable que hay multiplicidad de dones y carismas, y cada uno debe pensar qué es lo que Dios espera de mí en concreto, porque «cada uno tiene su propio don de Dios, unos de un modo y otros de otro» (1 Cor 7,7), pues «a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Cor 12,7), si bien, como nos recuerda 1 Cor 13 es el amor el que da sentido a todo lo que hacemos. No nos extrañe por ello, que cuando el evangelio de San Mateo nos habla del Juicio Final, éste consista en un examen de conciencia sobre las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46).
San Pablo empieza varias de sus epístolas presentándose como apóstol de Jesucristo. Esto es lo que, pienso, Jesús espera de nosotros, que seamos sus apóstoles. Nunca me olvidaré de una de las confesiones que más me han llamado la atención. El penitente me dijo: «mire Vd, ni robo ni mato, ni hago grandes barbaridades. Lo que sí pienso es que a Dios no le quiero todo lo que tendría que quererle. ¿Vale como confesión?». Creo que uno de nuestros fallos ha sido poner demasiado el acento en que hay que evitar el mal, en lo que estoy de acuerdo, y demasiado poco en que hay que hacer el bien. En pocas palabras, realizar esa expresión de San Agustín «Ama y haz lo que quieras», que no significa vía libre para hacer toda clase maldades, sino que, por el contrario, si el amor es lo que inspira mi vida, lograré hacer el Bien y evitar el Mal. La amistad con Jesús da como fruto las buenas obra, o en otras palabras Jesús puede actuar en el mundo porque yo acepto su gracia y le permito actuar..
Con lo cual volvemos al tema del inicio del artículo. Si Dios está presente en mí por su gracia, no encontrará dificultad para actuar en el mundo a través mío. Pero si, por el contrario, lo rechazo y como dice el inicio del evangelio de San Juan «vino a su casa, y los suyos no le recibieron» (1,11), entonces no hay ninguna probabilidad que alguien piense o me pregunte: «Perdone, ¿es Vd. Jesús?
Pedro Trevijano, sacerdote