Junto a las aguas del Jordán, cuando Jesús se acercó para ser bautizado, Juan Bautista lo identifico y lo señaló diciendo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Desde el comienzo de su ministerio público, Jesús es identificado en un ambiente de pecadores arrepentidos que buscan penitencia. Y en ese contexto, Jesús es el único inocente que quita el pecado del mundo, cargando con ese pecado. «Cargado con nuestros pecados subió al leño [de la Cruz], para que muertos al pecado vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,24).
El misterio de la Redención tiene su fuente en el amor de Dios, que nos ha creado por amor y, ante la catástrofe del pecado, nos quiere redimir por el camino del amor. Un amor que incluye la justicia de la reparación, pues no sería más amor no permitir que el ofensor pueda reparar lo estropeado, si no todo, al menos lo que pueda. Así ha sucedido en la Redención, obrada por Jesucristo. Él ha devuelto al Padre lo que los hombres habíamos robado. El amor del corazón de Cristo es más grande que todos nuestros pecados. Su ofrenda en la Cruz repara todas las culpas de todos los tiempos, también las nuestras.
Ahora bien, así como el pecado aparta de Dios por hacer el propio capricho (con placer o sin él), la redención se ha realizado por el camino de la obediencia amorosa y se ha expresado en el sufrimiento lleno de amor al Padre y a los hombres. Jesucristo es el Hijo amado del Padre, envuelto en el Espíritu Santo, dado a los hombres como ofrenda agradable, como cordero sin mancha, para ser ofrecido en reparación de nuestros pecados y los del mundo entero.
En la tradición bíblica, el cordero recuerda la Pascua, recuerda el sacrificio ofrecido a Dios, recuerda al carnero que va delante del rebaño señalando el camino. La muerte de Cristo en la Cruz se produjo en el mismo instante en que los corderos eran preparados para la Pascua judía. Y, así como en el Antiguo Testamento, la ofrenda del cordero pascual recordaba con gratitud las maravillas de Dios y alcanzaba el perdón de los pecados del pueblo, así este Cordero (Jesús) al ser ofrecido en la Cruz repara los pecados del mundo entero, porque carga con ellos.
Este sacrificio redentor se actualiza constantemente en la Eucaristía, en la celebración de la Santa Misa. Aquí recordamos haciendo presente a Cristo, que se ofrece por nosotros en la Cruz y al que ha vencido la muerte resucitando. El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, es dado en comida pascual, es Cristo vivo y glorioso, que alimenta en nosotros la nueva vida del Resucitado, dándonos su Espíritu Santo, y cargando con nuestros pecados para destruirlos ante la presencia de Dios. En la Eucaristía comemos el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Y ¿cuál es pecado del mundo? Son nuestros pecados personales, por los que rompemos con Dios, prefiriendo nuestra voluntad y capricho a la voluntad de Dios, que quiere nuestra felicidad verdadera. Jesucristo ha venido para restablecer esa relación con Dios, rota por el pecado. Son nuestras rupturas con los demás, llevados por nuestro egoísmo en sus múltiples manifestaciones, poniéndonos como centro de todo y olvidando que la vida es para darla, gastarla en servicio a los demás. Jesucristo ha vivido y nos ha enseñado el amor fraterno. Tantas injusticias en el mundo son el resultado de la suma de todos nuestros pecados. El pecado social llega incluso a hacerse pecado estructural, a generar estructuras de pecado (el aborto organizado, los emigrantes explotados, los niños abusados, los prófugos y refugiados, los pobres y desheredados de la tierra). Tales estructuras de pecado no son algo anónimo, sino el resultado de nuestras malas acciones. El pecado del mundo es también el estropicio de la Creación (la contaminación del aire y de las aguas, la deforestación, los ambientes insanos generados por las grandes industrias, etc.). Cuidemos la casa común, que Dios nos ha dado para habitarla y disfrutarla, no para destruirla.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros y por tu misericordia y tu perdón haznos criaturas nuevas, con un corazón nuevo, semejante al tuyo, capaces de restaurar lo que el pecado a destrozado.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba