Es la casa en que viven juntos los que son familia o están emparentados. Su nombre deriva de «fuego», ese elemento indispensable para el calor humano junto a la chimenea y cocción de alimentos en la cocina.
Si en un hogar no hay fuego los residentes se enferman y mueren de frío. El más letal es el frío espiritual: no percibo razones para querer seguir existiendo. La indiferencia de los míos me mata. No les importo. No son míos. No irradian calor familiar ni tienen otro parentesco que una obligación contractual desempeñada a regañadientes. Pero cuando ese deber contractual o institucional de cuidar y calentar las vidas amenazadas de congelación se incumple, la indiferencia cambia de nombre y se llama negligencia culpable. Entonces el indiferente se expone a ser condenado por omisión del debido cuidado, o denegación del servicio que estaba obligado a prestar. Es así que el Estado indemniza el daño de muerte o lesiones provocadas por su deficiente servicio en la hora fatídica del tsunami del 27 de febrero de 2010. Y la Municipalidad responde cuando deja sin reparación ni advertencia una vereda con hoyos, una alcantarilla sin rejilla, una pasarela sin capacidad de sustentar el previsible paso de miles de fanáticos de fuegos artificiales en la bahía. La indiferencia, devenida culpable negligencia, mata cuerpos y espíritus.
Cuando su frialdad culpable mata centenares de niños desvalidos y privados de hogar, el alma nacional gime por una herida punzante y desangrante. Chile es un país que ama a los niños y los cuida más cuando los percibe abandonados y destituidos de visibles apoyos humanos. Somos el país líder en materia de espontánea resonancia y adhesión social a la Teletón. Esa iniciativa privada prendió fuego en el alma nacional porque respondió cálidamente a la fría indiferencia y negligencia del Estado en cumplir su deber de cuidar las vidas mínimas y visibilizar, para subsanarlas, las carencias de los minusválidos. Mucho antes, un hombre que renunció libremente a fundar su propia familia para consagrarse por entero al servicio de los que no tienen familia, recorría las orillas del Mapocho e invitaba, a los muchachitos que allí sobrevivían sin pan ni techo ni alegría, a disfrutar el calor de hogar y el calor de una comida preparada y servida con amor. Deliberadamente escogió, para ese refugio de vidas mínimas condenadas al frío y al hambre, el nombre de Hogar. Y Hogar de Cristo. De ese Cristo que dijo haber venido a traer fuego a la tierra, y arder El mismo en deseo de verlo prendido y extendido. Era el fuego del amor. De ese amor que prende y se aprende en el hogar familiar, irreemplazable escuela de la gratuita incondicionalidad del amor.
No será el Estado quien encienda y nutra ese fuego. Los niños desvalidos necesitan Familia.
P. Raúl Hasbún
Tomado de Viva Chile, este artículo fue publicado originalmente por Humanitas, www.humanitas.cl.