En internet se dan, cotidianamente, amplios debates sobre los más variados temas eclesiales.
Uno de los temas que suelen suscitar airadas discusiones es el referido al canto litúrgico. Hay blogs personales y páginas de grupos de música litúrgica, hay páginas de facebook y grupos que se dedican a publicar, semanalmente, diferentes opiniones.
Casi siempre los debates giran en torno a «lo que se puede» y «lo que no se puede hacer» en la liturgia. Encontrar puntos de comunión suele ser difícil, sobre todo porque el Magisterio de la Iglesia deja amplios espacios a la prudencia pastoral de obispos.
Y hay que reconocer que los obispos, por lo general, no siempre han encontrado tiempo para ocuparse de algo que aparentemente no es tan central, ni de dar normas claras para sus diócesis, y eso deriva en una cierta anarquía litúrgica.
Como un aporte a estos debates –que a veces toman un tono muy beligerante-, voy a compartir y comentar algunos pensamientos de algunos padres de la Iglesia. Aclaro, justamente, que son algunos textos de algunos, porque no soy patrólogo, y seguramente habrá muchos otros pasajes que podrían mencionarse aquí. Éstos, además, los tomo del hermoso librito «El rocío del Espíritu», del ya fallecido Mons. Luis Alessio, quien fuera secretario de la Congregación de Culto Divino.
La música como invento divino al servicio de la oración
Comienzo con un texto interesantísimo que encontramos en San Juan Crisóstomo, quien afirmaba que el canto era por así decirlo un «invento divino»:
«He aquí por qué la recitación de los salmos va acompañada de canto: Dios, viendo la indiferencia de un gran número de hombres, que no tienen ninguna afición por la lectura de cosas espirituales y no pueden soportar el trabajo serio de espíritu que ellas requieren, ha querido hacerles este esfuerzo más agradable y quitarles hasta la sensación de fatiga, ha unido, pues, la melodía a las verdades divinas, a fin de inspirarnos por el encanto de la melodía un gusto muy vivo por estos himnos sagrados».
Y en otro texto, este padre subrayaba el valor que tiene en cuanto a la memoria:
«Las respuestas que cantamos, no una sola vez, ni dos, ni tres, sino muchas veces, recordadlas con interés y entonces serán para vosotros de gran consuelo. ¡Mirad qué tesoros nos acaba de abrir un solo verso! Yo os exhorto a no salir de aquí con las manos vacías, sino a recoger las respuestas como perlas, para que las guardéis siempre, las meditéis y las cantéis a vuestros amigos».
Todos tenemos experiencia de que recordamos más fácilmente las letras de lo que cantamos que las simples palabras habladas. A veces hemos pasado años sin oírlas, pero al escuchar nuevamente un canto aprendido en nuestra infancia, su letra vuelve a sernos evidente.
San Basilio también ve esta utilidad, afirmando por lo mismo que la música es un «invento divino»:
«¡Oh sabio invento del Maestro, que ideó un arte para a la vez cantar y aprender cosas útiles; pues de esta forma los preceptos quedan impresos con más fuerza en el alma! En verdad, difícilmente permanece lo que se ha aprendido de mala gana: lo que por el contrario se ha recibido con gusto y suavidad, dura con más firmeza en nuestro espíritu».
La música expresa y suscita la unidad de la asamblea
San Ambrosio nos hace ver otro valor del canto litúrgico, también recogido por el Magisterio de la Iglesia: el de expresar y favorecer la unidad de la Asamblea:
«El salmo es el himno de todas las edades; oíd a los viejos, a los jóvenes, a las vírgenes y a las más encantadoras niñas modular al unísono aquellos dulces cánticos; los niños desean saberlos... es el himno de la concordia, ya que la armonía de un pueblo que canta unido es el vínculo de los corazones. ¿Quién se negará a perdonar a aquél que en la Iglesia une su voz a la suya?».
En el mismo sentido se expresa también San Basilio:
«El canto del salmo rehace las amistades, reúne a los que estaban separados entre sí, convierte en amigos a los que estaban mutuamente enemistados. Pues, ¿quién es capaz de considerar todavía enemigo a aquél con quien ha elevado una misma voz hacia Dios? Por lo tanto, el canto de los salmos nos procura el mayor de los bienes, la caridad, ya que él encuentra algún pensamiento o algún vínculo para realizar la concordia, y reúne al pueblo en la sinfonía de un mismo coro».
Y San Jerónimo ve en el coro un signo de una realidad mucho más profunda, expresándolo con una formulación impecable:
«Se dice que existe un coro cuando se reúnen muchos para cantar en común... Está prefigurado en ello el misterio de la Iglesia que, congregada de diversas gentes, realiza en diversos lugares, de diversas partes y de diversas costumbres, un coro para Dios».
La música en la experiencia espiritual de Agustín como ideal para la de todos los siglos.
San Agustín se destaca entre los que valoran la función del canto y la música en la liturgia. En sus escritos y homilías encontramos muchísimas referencias y profundas reflexiones, expresadas a veces con largos razonamientos, y otras en breves frases, como las conocidas: «bis orat qui bene cantat», «cantare amantis est» y «canta et ambula»
Aquí permítanme analizar solamente el texto citado por el Catecismo, tomado de sus confesiones. Agustín simplemente narra lo que le aconteció en los primeros pasos de su conversión.
Sin quizá proponérselo, creo yo expresa, además de una fuerte experiencia espiritual, la relación sublime entre la belleza, la verdad y el amor, en una secuencia interesantísima:
¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia, que suavemente cantaba! Entraban aquellas voces en mis oídos; vuestra verdad se derretía en mi corazón; con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas.
¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia, que suavemente cantaba!: el canto de la asamblea reunida (la Iglesia) lo conmueve, le provoca una emoción profunda. Agustín subraya la suavidad del canto, es un canto espiritual. Es digno de notar que lo que lo conmueve son también «las voces» del pueblo que canta. No es, en primer lugar, la música instrumental ni el arte de un eximio solista (ambos tienen su sitio en la liturgia, indudablemente) sino las voces de un pueblo, lo que impresiona a nuestro santo.
Entonces Agustín describe, casi paso a paso, como un proceso en el que queda incluido todo su ser:
1. Entraban aquellas voces en mis oídos: el sonido entra por los oídos. En la Liturgia, los sentidos ocupan un lugar irreemplazable. La dimensión sacramental –desde lo sensible a lo espiritual- es esencial de las celebraciones y el culto cristiano. Supone una concepción positiva.
2. Vuestra verdad se derretía en mi corazón: Agustín no se detiene en una simple sensación placentera. Es interesante que hable de la verdad. Se debe referir, sin duda, al «contenido» de la letra de los cantos. No son palabras sueltas, no es simple poesía, no es ideología: es la Verdad, hecha canto.
Cabe destacar que esta no llega sólo a su intelecto, sino a su centro vital, al lugar de sus decisiones, al núcleo de su personalidad. Y lo hace de un modo armonioso, lo hace «derritiéndose» en su interior, como ingresando dulcemente.
3. Con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas: esa verdad, que llega a través del «vehículo» de la belleza de la música, no lo deja igual: inflama el afecto de su piedad, lo acerca a Dios, lo ayudan a amarlo mejor. Las voces de la Iglesia provocan le hacen «arder el corazón», como las de Jesús a los caminantes de Emaús, y provocan en él lágrimas que no son solo exteriores. Son lágrimas que «sacramentalizan» todo un proceso interior.
Lo último que me permito subrayar es que, a la luz de la experiencia de Agustín, no podemos negar que escuchar puede una intensa forma de participación activa. Esto es muy importante en una época en la cual en el ámbito litúrgico se confundió «participación activa» con «hacer muchas cosas con el cuerpo». Hablaremos en otra ocasión del concepto de participación.
Concluyo señalando como una meta a todos los que se dedican el canto litúrgico: que cada persona que llega a las celebraciones pueda ser conducido, como de la mano, a esta experiencia espiritual. Donde se aúnan verdad, bien y belleza, inteligencia, corazón y sensibilidad estética, para unificar y transformar al hombre.
Leandro Bonnin, sacerdote