Yo soy testigo de innumerables situaciones de tortura en los confesionarios.
Las he visto, sí. Una y otra vez.
He sentido el efecto de algo parecido a una gota cayendo sobre la frente, minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, capaz de enloquecer al más fuerte.
He contemplado a uno y a otro extenuados, al borde de la desesperación. Estirados hasta parecer que se iban a desarmar. Incapaces de descansar porque cuando parece que comienza un poco de paz y se avisora un sueño reparador, un estridente sonido –interior- los vuelve a la vigilia.
Y he podido observar a otros a los cuales la vida se les iba en un lento desangrarse. Como un roedor, o como una invisible –pero voraz- polilla, los carcomía, se los iba fagocitando por dentro.
Sí, el Confesionario es muchas veces una sala donde las torturas más hondas se hacen evidentes. Las torturas que permanecen ocultas a los ojos de todos, las que se intentan cubrir con sonrisas frágiles o con gestos adustos, pero que, aún así, se potencian con el paso del tiempo.
El Confesionario es la sala en la cual la tortura de la culpa, del remordimiento, del desasosiego crónico se hacen evidentes. Es el ámbito sagrado donde es posible –y muchos lo hacen- «dejar caer las máscaras», y el hombre es capaz de mirarse a sí mismo, y de dejarse mirar. Es el lugar de la verdad, y por ello, de la esperanza.
En el Confesionario, cuando el alma se dispone con humildad, cuando se anima a expresar su pecado, cuando se acusa y no se excusa, cuando encuentra un oído atento, una mirada de misericordia, un consejo que eleva y da aliento, una invitación al cambio… el alma comienza a encontrar la libertad y la paz, el alivio.
Doy gracias a Dios porque a lo largo de todos los años que llevo de vida muchas veces he llegado a la Confesión torturado y me he ido renovado, resucitado. Porque a lo largo de todos mis años como penitente niño, adolescente, joven y adulto, laico, seminarista o sacerdote, nunca he encontrado en mi camino un confesor que aumentara mi pena, sino todo lo contrario. Incluso, cuando me debían reprender, he sentido el abrazo misericordioso del Padre y la palabra resucitadora del Maestro: «yo no te condeno, pero no peques más en adelante…»
Doy gracias a Dios por permitirme el ministerio de la Confesión y poder sentir, con alguna frecuencia, que mi pobre humanidad sirve de instrumento a Aquél que ha venido a «liberar a los cautivos» y «devolver la vista a los ciegos».
Pido la Gracia de poder acercarme cada día más al ideal que Juan Pablo II señalaba a los confesores:
« Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi. Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias »
Pido la Gracia de poder ejercer cada día mi misión en el Tribunal de la Misericordia como Juez - que debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del penitente– y a la vez como médico -que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo (RP 31)- con la divina ternura y con paciencia de Padre.
Que al intentar conocer mejor el estado de aquel a quien deba ayudar a sanar, nunca torture a nadie ni abra sin necesidad o infecte una herida, pero tampoco «siga de largo» cuando la intuyo, aunque el penitente no haya logrado expresarla. Como el Maestro con la Samaritana, a quien, luego de mirar con cariño y hablar con paciencia, le ayudó a reconocer que el hombre con el cual estaba no era su marido.
Que pueda inspirarme siempre en la sabiduría de la Iglesia, la cual nos señala que «al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción, atendiendo a la condición y edad del penitente» (CIC 979). Con la delicadeza de quien no quiere añadir dolor, pero sabe que es necesario, muchas veces, extirpar la raíz escondida para que desaparezcan los frutos agrios.
¡Gracias, Santo Padre, por recordárnoslo!
Leandro Bonnin, sacerdote