«Reconcilió todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 20). ¿Acaso no es significativo y pedagógico que San Pablo describiese la acción redentora de Jesucristo como una tarea de reconciliación? Esos versículos de la Carta a los Colosenses resuenan de una forma especial en este Viernes Santo, en el que nuestra Diócesis de San Sebastián realiza un Vía Crucis de la Reconciliación.
En efecto, el Jubileo de la Misericordia que celebra este año la Iglesia Católica, habría resultado un tanto abstracto y ajeno a nuestra realidad, si en nuestra Diócesis no hubiésemos realizado un gesto que expresara la experiencia de reconciliación fundada en la comunión con Jesucristo. Por ello, en el tradicional Vía Crucis que sube en este día al Monte Urgull, han sido invitados este año algunos cristianos que han vivido en primera persona, de una u otra forma, nuestra reciente historia de sufrimiento y/o de violencia.
Desde la Iglesia miramos atentamente las iniciativas en favor de la reconciliación que tienen lugar en nuestra sociedad, en las que participan no pocos miembros de nuestras comunidades eclesiales. Nos parece positivo que se den pasos en la buena dirección; que se hagan llamamientos a «reconocer el daño causado»; que se promueva un «relato común» de nuestra historia reciente; que se fomenten encuentros con el deseo de «mirar al futuro» superando las heridas del pasado, etc.
Sin embargo, todo ello nos parece al mismo tiempo insuficiente, ya que la auténtica clave de la reconciliación está en la conversión personal, que pasa por el arrepentimiento y la petición de perdón, para unos; y por la superación del rencor y el odio, y la acogida del perdón, para otros. No se trata, como algunos piensan, de una vía exclusivamente reservada a los creyentes, ya que la conversión es inherente a la dignidad de todo ser humano, en quien anida la esperanza de «nacer de nuevo».
Pero es cierto que los seguidores de Cristo descubrimos en su Evangelio una llamada específica a la conversión; es decir, al arrepentimiento, al perdón, a la sanación del rencor… ¡a la reconciliación! La clave cristiana para llegar a la reconciliación entre nosotros, está en nuestra personal reconciliación con Dios. Cuando no vivimos en paz con Dios, corremos el riesgo de vivir en guerra con nuestro prójimo.
En nuestro contexto cultural tan fuertemente marcado por la secularización, tal vez hayamos olvidado que la cruz de Cristo está configurada por un madero vertical, en el que se sostiene el horizontal. Es difícil la reconciliación entre nosotros, si no partimos de la experiencia de haber sido gratuitamente reconciliados con Dios por Jesucristo. La experiencia demuestra que sin la mística del amor es difícil abrirnos a la lógica del perdón. Aunque el perdón y la reconciliación sean una meta común para creyentes y no creyentes; paradójicamente, constatamos que, con frecuencia, lo «natural» no llega a alcanzarse si no es desde lo «sobrenatural».
Cuando escuchamos a San Pablo decir que «hemos sido reconciliados por la sangre redentora de Cristo», recordamos que al santiguarnos, es decir, al hacer la señal de la cruz, primeramente trazamos la línea vertical de la cruz, y en segundo lugar la horizontal. El perdón de Cristo desarma nuestra resistencia al perdón. No tiene sentido escudarse en que el perdón no puede cambiar el pasado, puesto que lo verdaderamente determinante es que puede cambiar el presente y el futuro.
Cuando contempla la cruz de Cristo, el hombre es invitado a volverse hacia el Padre. Cada uno recibe la posibilidad de interceder y de orar, pero también de poner todo su sufrimiento al servicio del amor y de conferirle una fecundidad reparadora. La cruz nos dice que la reconciliación pide de nosotros un esfuerzo, es decir, nos concede la gracia de la colaboración. Nos hace también capaces de asociarnos, a través de todo lo que somos y vivimos, a la intercesión de Cristo por nuestra salvación. Nuestro sufrimiento, antaño autodestructivo, puede llegar a convertirse en «corredentor» en unión con el de Cristo.
Para este día de Viernes Santo, dejo para nuestra meditación un texto de San Bernardo, una de las cumbres de la espiritualidad cristiana, quien en el siglo XII, miraba con ojos de fe al Crucificado:
«¿Dónde podrá encontrar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Salvador? En ellas habito con plena seguridad, porque sé que Él puede salvarme. Grita el mundo, me oprime el cuerpo, el diablo me tiende asechanzas; pero yo no caigo, porque estoy cimentado sobre roca firme […]
Agujerearon su manos y pies, atravesaron su costado con una lanza. Y a través de esas hendiduras puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal, es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor […] El clavo penetrante se ha convertido para mí en llave que me ha descubierto la voluntad del Señor. ¿Por qué no he de mirar a través de esa hendidura?
Tanto el clavo como las llagas proclaman que en verdad Dios está en Cristo reconciliando al mundo consigo […] Las heridas que recibió su cuerpo nos descubren los secretos de su corazón; nos permiten contemplar el gran misterio de compasión […]
No tenemos otro medio más claro que tus llagas para comprender, Señor, que «Tú eres bueno y clemente, rico en misericordia» (Sal 85,5). Porque no hay amor más grande que dar la vida por los consagrados y por los condenados. Luego mi único mérito es la misericordia de Dios» (San Bernardo, Sobre el Cantar de los Cantares, Serm. 61, II, 3-5)