1. Una Multitud celebrando la Misa
Algunas misas han ingresado en el libro Guinnes por ser consideradas las más «multitudinarias». En ese ranking, se ubican primeras dos celebraciones en Manila, Filipinas: una presidida por el Papa Francisco y la otra por Juan Pablo II, con 6 y 4 millones de fieles, aproximadamente.
Sin embargo –y esto no lo pueden saber los del libro Guinnes, ni los periodistas– cada día se celebran en todo el mundo Misas multitudinarias, con millones y millones de participantes...
Finalizada la Presentación de las ofrendas, comienza la llamada Plegaria Eucarística. Su inicio es el triple diálogo entre el sacerdote y los fieles: «El Señor esté con ustedes... Levantemos el corazón... Demos gracias al Señor nuestro Dios». Su final es el «Amén», antes del Padre Nuestro.
«Levantemos el corazón» es una indicación enormemente sugerente. Elevarnos, ascender, subir desde las realidades terrenas hacia lo divino, es necesario para acercarnos al misterio. (…)
«Levantemos el corazón» significa, además, que en este momento de la Misa seremos invitados a ir más allá de las fronteras de nuestra percepción cotidiana.
Significa aceptar que en ese lugar tan real y conocido como es la parroquia o capilla donde estás, se hará presente una dimensión superior.
Esta idea sugerida ya al inicio se hace todavía más explícita antes del canto del Santo. Esta oración es un maravilloso himno, muy antiguo, en el cual se combinan algunos versículos de Isaías, del salmo 118 y del Apocalipsis.
Isaías nos dice que cuando él vio a Dios en el Templo –y tembló de indignidad– había junto a Él unos serafines que cantaban: «Santo, Santo, Santo». Y el Apocalipsis dice que los cuatro seres vivientes cantaban así «noche y día, sin cesar».
Pues bien, la Liturgia de la Iglesia nos hace cantar así: Santo, Santo, Santo. Pero no dice que cantemos «como» los ángeles, sino «junto con los ángeles, cantando sin cesar».
«Junto con los ángeles» significa, entonces, que se han «levantado las barreras».
Que Cielo y Tierra, en ese momento, se confunden. Ellos están con nosotros, nosotros con ellos.
Nuestro canto adquiere así un valor insospechado. No es mero arte humano. No cantamos para entretenernos, para deleitar a otros o a nosotros mismos. Cantamos, como y junto con los ángeles, para Dios.
Tal vez te ayude, entonces, en ese momento, cerrar los ojos, e imaginar ahí, al pie del altar o junto al ambón, o sobre la pila bautismal, o arrodillado al lado tuyo, o en la puerta de la sacristía... a varios, a cientos, a miles de ángeles, purísimos, bellísimos, espíritus llenos de devoción y de amor a Dios. (…)
Porque la Liturgia de esta tierra, la que hacemos nosotros y preparamos como si fuera nuestra, es, en realidad, una participación de la Liturgia del Cielo. En cada Misa se abre para nosotros una ventanita del Cielo. Un rayo de Luz de la Jerusalén Celestial irrumpe en nuestros templos, aunque no siempre nos demos cuenta. Cuando cantamos el Santo, estamos «ensayando» lo que, por gracia del Señor, esperamos hacer por toda la eternidad.
La Eucaristía es un anticipo de la Segunda Venida del Señor «con todos sus ángeles», y por eso, ellos lo preceden y acompañan. El tiempo se detiene, se «tocan» el pasado, el presente y el futuro. La eternidad irrumpe en nuestras vidas.
Son palabras muy densas. Detente. Piénsalas. Si tomas conciencia de esto, tu corazón latirá más rápido. Tus ojos verán con nueva profundidad. Tu vida cambiará.
Y se puede abrir, además, una nueva dimensión en tu vida de oración personal. Si aprendes a gustar esta alabanza gratuita, te vas a sorprender en el colectivo, o mientras lavas los platos o caminas por la calle, cantando Santo, Santo, Santo, como los serafines y los cuatro seres vivientes del Apocalipsis.
Cuando regreses a tu casa, y te pregunten: «¿Había mucha gente en Misa?», no dudes en responder: «Éramos una multitud».
2. «Elevando los ojos al cielo»
Tal vez nunca pusiste atención a un detalle: la mayoría de las oraciones de la Misa están dirigidas a Dios Padre. Sobre todo, la Plegaria Eucarística, que es el corazón de toda la celebración. Las cuatro más conocidas comienzan así luego del Santo:
«Padre Misericordioso, te pedimos humildemente...».
«Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad...».
«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas tus creaturas...».
«Te alabamos, Padre, porque eres grande, y porque hiciste todas las cosas con Sabiduría y Amor...».
Del Padre procede todo, incluso el Hijo y el Espíritu Santo; y al Padre todo debe volver. La oración de la Iglesia es, de este modo, enormemente educativa.
Pero hay otro modo, además de las palabras, con el cual la liturgia nos señala que el Padre es el destinatario de su oración. En la Plegaria Eucarística I (la más extensa, llamada también canon romano) el sacerdote dice: «Tomó pan en sus santas y venerables manos, y elevando los ojos al cielo, hacia Ti, Dios, Padre suyo...». La letra roja dice en ese momento: levantando los ojos.
Levantar los ojos es una actitud constante de Jesús. Así nos lo muestra el Evangelio, antes de la multiplicación de los panes, antes de resucitar a Lázaro, en la Última Cena antes de su oración sacerdotal.
Y sin esfuerzo podemos imaginar a Jesús Niño, en Nazareth, con los pies en la tierra, pero ya con su mirada, de modo constante, vuelta hacia lo alto.
¡Cuánto bien nos hace aprender a «levantar los ojos al cielo»! ¡Cómo se ensancha nuestra vida, cómo se amplían nuestros horizontes!
Porque todo transcurre bajo la tierna y poderosa mirada del Padre. (…) Él te mira siempre.
Tú, ¿lo miras?
La Misa te ofrece una oportunidad maravillosa de darte cuenta de que nada permanece oculto a sus ojos... Al Padre le interesa todo lo que sucede a sus hijos, siempre.
3. Tomen y coman, tomen y beban
En el centro de la Plegaria Eucarística, indudablemente, se ubica el relato de la institución de este gran sacramento: la Consagración.
La Liturgia, voluntariamente, quiere trasladarnos al Cenáculo, a aquella tarde en la que Jesús quiso anticipar su ofrenda de la Cruz en las especies del Pan y del Vino.
Porque lo que Jesús realizó de manera cruenta el Viernes Santo (dar su Cuerpo y derramar su Sangre) lo hizo, bajo las figuras del Pan y del Vino, el Jueves por la noche. Y lo mismo acontece en cada Misa: Jesús se da a sí mismo, da su Cuerpo y su Sangre, por nuestros pecados, a través del ministerio de la Iglesia.
El Misal indica al sacerdote que pronuncie estas palabras lentamente y con voz alta y clara. Son palabras sagradas como ningunas otras.
Tal vez te ayude, querido amigo, cerrar los ojos en ese momento. Imaginar que ya no estás en tu parroquia, sino en Jerusalén, aquella noche.
Imagínate que estás junto a Pedro, a Santiago, a Juan. También –misterio tremendo, advertencia para ti y para mí– junto a Judas.
Intenta escuchar esas palabras cada vez como si fuera la primera vez. Es Cristo, es Jesús, quien las pronuncia por los labios del sacerdote. Nunca como en ese momento el sacerdote de tu parroquia deja lugar a Cristo: sus manos son Sus manos, su voz es Su voz.
O puedes imaginar, también, que estás junto a la Cruz. Porque lo que sucedió en la Cena era un anticipo e inicio de la sangrienta inmolación del Maestro, unas horas más tarde. Hazte un lugarcito junto a María y a Juan, sabiendo que Él actualiza su entrega aquí, hoy.
Sus palabras son eternas, y por eso siempre actuales. «Toma y come de Él, esto es mi Cuerpo que entrego POR TI»; «ésta es mi Sangre que derramé y que ahora entrego POR TI».
Nunca como en ese instante puedes hacer tuyas las palabras de Pablo: «Me amó y se entregó POR MÍ».
¡Cuánto nos ayuda a entrar en el misterio que la Iglesia nos indique que debemos estar arrodillados! Ante tanto amor, ante un misterio tan inmenso, nos damos cuenta de nuestra pobreza y pequeñez. Nos damos cuenta de lo orgulloso que solemos ser, y de cómo el Señor se hace pequeño para llegar a nuestro corazón.
Cuando el sacerdote eleve la hostia y el cáliz, ya portadores de la Víctima de nuestra salvación, míralos fijamente. ¡Tan humilde tu Jesús! ¡Y tan hermoso en su humildad! ¡Tan discreto, tan casto!
Si pudiéramos ver detrás de las apariencias del Pan y el Vino, se nos aparecería un Corazón palpitante, latiendo de amor, vivo, glorioso y sufriente a la vez.
Es el Corazón de Jesús, el corazón del universo, allí por amor. Si pudiéramos sentir, experimentaríamos el calor de esa sangre redentora, como el Centurión al pie de la Cruz; palparías su fuerza purificadora, su capacidad de fecundar y hacer nuevas todas las cosas.
¡Ay! Si fuéramos conscientes de lo que sucede allí... no podríamos levantarnos nuevamente.
4. La Iglesia, tal cual es
No sólo los aviones y algunos autos de alta gama tienen piloto automático: también las personas lo tenemos. Andamos con piloto automático cuando hacemos las cosas sin darnos cuenta, sin ser conscientes de ellas, como mecánicamente.
Algo de eso nos suele pasar en esta parte de la Misa, luego de la Consagración. Ponemos piloto automático, y mientras el sacerdote sigue con sus oraciones –ni nos mira, casi– nos limpiamos las rodillas, nos acomodamos el pelo, y hasta quizá miramos la hora, a ver cuánto falta...
Y sin embargo, este momento de la Misa es de una gran riqueza. Porque en esta Plegaria Eucaristica podemos descubrir a la Iglesia tal cual ella es, con todas sus dimensiones horizontales y verticales. Antes o después de la Consagración –según la Plegaria– la Iglesia se describe y se reconoce a sí misma.
La Iglesia es Templo del Espíritu Santo. Él es su alma, su vida. Por eso, además de invocarlo para que transforme el Pan y el Vino, la Iglesia pide al Señor que el Espíritu haga posible la Comunión entre todos sus miembros.
La Iglesia es, además, un gran Pueblo extendido por toda la tierra. Cuando celebramos, no pensamos ni nos clausuramos sólo en nuestro grupito. Nos sabemos una gran familia, presidida por el sucesor de Pedro y apacentado, en esta porción concreta, por un sucesor de los apóstoles. (…)
La Iglesia es un Pueblo que trasciende toda frontera de tiempo y espacio. Por eso en la Misa siempre recordamos y veneramos la memoria de María, de San José y de todos los santos. (…)
Y no nos olvidamos de aquellos que ya han partido, pero quizá necesitan nuestra oración, porque murieron en amistad con Dios, pero no perfectamente purificados. Por eso toda Misa es Misa de Requiem… (…)
Este gran viaje –hacia Roma y la cabecera de la diócesis, hasta los confines de la Tierra donde hay cristianos y hermanos llamados al Cielo, hasta el Paraíso y el Purgatorio– se realiza en breves minutos, casi sin que nos demos cuenta. (…)
Y no con con piloto automático.
5. Por Cristo, con Él y en Él.
Cuando yo tenía 15 años, en el tiempo posterior al descubrimiento de mi vocación al sacerdocio, amaba tararear durante el día una de las partes más importantes de la Misa, que ahora como sacerdote puedo decir o cantar: la Doxología.
¿Cuál es la Doxología?
Al final de la Plegaria Eucarística, el sacerdote toma el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y dice, o canta: «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos», a lo que el pueblo responde con el Amén más importante de toda la Liturgia de la Iglesia.
El gesto del sacerdote es muy fuerte. Tiene en sus manos lo más grande, lo más valioso, el Tesoro infinito. Y lo eleva, bien alto, casi como deseando que sus brazos se estiraran hasta alcanzar el Cielo con ese gesto. En ese momento, nuevamente, hay como un puente simbólico y real entre el Cielo y la Tierra. Se desdibujan las fronteras, como en toda la Misa.
Porque lo que el sacerdote eleva entre sus manos no son sólo Pan y Vino, Cuerpo y Sangre. Eleva todo lo demás, todo lo que ha sido ofrecido por cada persona que celebró ese día.
Y es hermoso pensar que tú también, aunque no tengas el sacramento del Orden, puedes hacer lo mismo que el cura, cada día, en cada momento.
Porque eres sacerdote por el Bautismo, para ofrecer a Dios sacrificios espirituales agradables al Padre, y ofrecerte a ti mismo, como una hostia viva.
Por eso, cuando le estés dando de comer a tu bebé en el «altar» de tu regazo, de su sillita o de su cuna, puedes tomarlo entre tus brazos con nueva conciencia y cantar: «Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Cuando te sientes en el «altar» de tu escritorio, a preparar esa materia que has rendido varias veces y te quita el sueño, toma las carpetas en tus manos, y canta...«Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Cuando te juntes en el «altar» de la mesa familiar a comer un sabroso banquete y compartir la alegría de la existencia, puedes llevar la bandeja de comida a la mesa y pensar en tu interior... «Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Cuando en medio de un viaje se explote el neumático de tu automóvil, y tengas que bajarte con todo el calor y el apuro a cambiarla sobre el «altar» del asfalto caliente, puedes ofrecer desde el fondo de la impaciencia tu oblación, diciendo... «Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Cuando estés en el «altar» de tu cama con fiebre, o con otra dolencia mayor; o cuando estés cuidando al ser amado, con el alma partida de tristeza, puedes exclamar, con todas tus fuerzas... «Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Cuando vivas un momento de intimidad en tu matrimonio, actualizando en el «altar» del lecho conyugal, con amor fecundo, el sacramento recibido ante el altar de Dios, puedes decir, con plena propiedad... «Por Cristo, con Él y en Él... todo honor y toda gloria».
Todo, excepto el pecado, puede ser ofrecido al Padre. En Cristo, como Cristo.
¡Cuánta alegría podemos darle al Padre, si todos sus hijos, cada semana o cada día, hacemos de nuestras pequeñas ofrendas cotidianas un gran ramillete y se las ofrecemos en el Altar de nuestros templos!
Leando Bonnin, sacerdote