Estos días cumplo cincuenta y tres años de sacerdote. Ha habido momentos no fáciles, pero crisis verdaderamente graves he tenido la suerte o la gracia de no tenerlas. Muchos recuerdos imborrables, como mi participación en el Concilio en concepto de acomodador, el día que san Juan XXIII me lavó los pies, mi ordenación sacerdotal, mis clases en el Seminario o como profesor de Religión en varios Institutos de mi ciudad, mis eucaristías y mi trabajo como confesor, al que ahora voy a referirme.
Creo que una de las mayores gracias que Dios me ha dado es que me guste confesar. Recuerdo con verdadera pena un compañero sacerdote que me decía que él no se sentaba en el confesionario porque, total, no valía la pena.
Aunque me ha tocado vivir un período de profunda crisis en este sacramento, sí creo que nuestra presencia en el confesionario es una de nuestras principales tareas como sacerdote, no sólo porque lo diga la Iglesia "otras obras por falta de tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión", sino porque tú mismo llegas a esa conclusión, tanto más cuanto que siempre o al menos al cabo de cierto tiempo, ha habido suficientes penitentes que deseaban ponerse en paz con Dios. Muchos son cristianos corrientes, que en su vida espiritual pasan por altibajos y a quienes hacemos un gran servicio manteniéndoles en la correcta dirección en su vida espiritual, dándoles paz, confortándoles en sus luchas y, a veces, devolviéndoles la gracia. Hay además el grupo que te impresiona por su categoría moral, por su auténtica santidad, que cuando les ves venir no puedes por menos de pensar; “aquí hay alguien que, sin siquiera saberlo él, te va a enseñar un montón de cosas”. Y, por último, está el grupo de los que, por un motivo u otro, han estado muchos años alejados de los sacramentos y de la Iglesia. Notas los destrozos que causan los pecados, aunque también ves que éstos, como los otros, pero muy especialmente, te llegan tocados por la gracia divina. Entiendes perfectamente la frase del evangelio: “Más alegría hay en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse"(Lc 15,7). Cuando te llega un caso de éstos, no puedes por menos de pensar que esa presencia vale muchas, pero que muchas, horas de confesionario. No te dejan indiferente o insensible, aunque sí un poco asustado de que Dios te utilice como su instrumento para realizar en otros verdaderas maravillas.
Por ello es indudable que el sacerdote debe ser un hombre de fe y oración. Cantidad de veces nos enfrentamos ante problemas gravísimos y los penitentes nos piden que recemos por ellos. Creer en lo que estamos haciendo y valorar la importancia de la oración me parecen sencillamente fundamentales. Tenemos que tomarnos en serio eso que absolvemos en nombre de Dios y que Dios actúa a través nuestro, lo que no disminuye nuestra responsabilidad, sino que la acrece, lo que puede ser motivo para nosotros de un legítimo orgullo y un ser conscientes que sin su gracia, no podemos nada.
Cuando Pablo VI visitó la ONU tuvo un discurso en el que dijo: “Vengo aquí como experto en Humanidad”. Creo que ese es uno de los frutos que debiéramos los sacerdotes sacar de este sacramento, aparte de ver en tantas ocasiones cómo actúa la gracia de Dios, el llegar a ser verdaderos expertos en Humanidad. El confesionario es una gran escuela de Humanidad. Además los favores nunca son en una sola dirección. El sacerdote aporta mucho al penitente, pero también éste aporta mucho al sacerdote.
Soy consciente de algunas equivocaciones y meteduras de pata en el confesionario. Pero también creo que el bien que he hecho en él es muy superior al mal que haya podido hacer, y sobre todo tengo en cuenta ese consolador y esperanzador final de la Carta a Santiago: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados” (5,19-20).
Pedro Trevijano, sacerdote