Dice el refrán que “sobre gustos no hay nada escrito”. La expresión es falsa en su literalidad, pero además parece sugerir erróneamente que el gusto estético es un sentimiento arbitrario, sin que quepa establecer relación alguna de causa-efecto entre nuestros gustos y los valores objetivos que sustentan nuestra vida. ¡Nada más lejos de la realidad! Frente a quienes piensan que la verdad es ajena al mundo del arte y que “no hay que mezclar las filosofías con la estética”, lo cierto es que la belleza tiene una fuerza pedagógica para introducirnos en el misterio de la verdad, hasta el punto de que la belleza llega a ser transparencia de la verdad y de la bondad.
Cuando escuchamos una determinada pieza musical y llegamos a emocionarnos al experimentar su belleza, o cuando contemplamos algunas obras de arte que son elocuencia viva del misterio que representan, no nos cabe duda de que la expresión estética es el reflejo de la interioridad del hombre. Sin embargo, formulando este mismo principio en negativo, lo mismo cabría decir de tantas expresiones “estéticas” que parecen despreciar la belleza y hasta se regocijan en un “culto al feísmo”: la fealdad es la expresión del nihilismo y de la vaciedad de nuestra cultura.
¿Cómo tenemos que interpretar el enorme apoyo a determinados engendros estéticos, del estilo de esa canción tan manida, que últimamente se escucha en todas partes y a todas horas, por poner un ejemplo de nuestros días? No creo exagerar si digo que estamos ante una rebelión contra la belleza, la armonía y la elegancia, complaciéndonos en lo zafio, burdo y absurdo. La opción por lo antiestético, es expresión de la negación del sentido armónico de la existencia y, en consecuencia, de la posibilidad del gozo contemplativo. La fealdad procurada es lo más parecido que conocemos al placer del pirómano, que disfruta con la destrucción de la creación.
Frente a esta crisis cultural de fealdad, el cristianismo está llamado a continuar su ancestral vocación de “tutor” o “abogado” de la expresión estética. Ciertamente, la Iglesia ya no puede ejercer de “mecenas” del arte, en el sentido económico del término. Pero, sin embargo, existe otro tipo de mecenazgo más determinante, cual es la conjunción de los tres transcendentales: belleza, bondad y verdad. En efecto, estamos plenamente convencidos de que “la belleza es el esplendor de la verdad”, al mismo tiempo que “la santidad es la belleza absoluta”.
Conjuntamente con las tradicionales vías racionales para el conocimiento de Dios, la Iglesia siempre ha sostenido otro tipo de vías existenciales, como es el caso de la llamada “via pulchritudinis”, es decir, la belleza como camino para descubrir a Dios. En efecto, nosotros creemos que la belleza es “aparición” y no “apariencia”. En realidad, “lo primero que captamos del misterio de Dios no suele ser la verdad, sino la belleza” (Von Balthasar).
En resumen, la belleza es una clave fundamental para la comprensión del misterio de la existencia. Encierra una invitación a gustar la vida y a abrirse a la plenitud de la eternidad. La belleza es un destello del Espíritu de Dios que transfigura la materia, abriendo nuestras mentes al sentido de lo eterno. Traemos a colación una conocida cita de San Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo... interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión ("confessio"). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza ("Pulcher"), no sujeto a cambio?" (Serm. 241,2).
El título que hemos elegido para este artículo es una conocida frase de la novela El Idiota, de Dostoievski: “La belleza salvará al mundo”. Pero, “¿qué belleza salvará el mundo?”, pregunta un determinado personaje de esta novela, que se debate desesperado en medio del dolor. La respuesta a su pregunta se presenta como la tesis de la novela de Dostoievski: ¡Jesús crucificado! Si, ciertamente, la belleza salvará el mundo, pero la belleza ha de ser descubierta, no solamente en la gloria del Tabor, sino también en la figura sufriente del crucificado.
En efecto, nosotros no identificamos la belleza con la “guapura”, lo “atractivo”, lo “placentero”… En realidad, la belleza no es para nosotros una mera experiencia estética, sino que el concepto pleno y consumado de la belleza se identifica con la misma “santidad”. Por ello, no tendría sentido que buscásemos la belleza en meras manifestaciones artísticas, tales como la pintura, escultura, música… si al mismo tiempo dejásemos en el olvido que la vida de los santos es la realización y la manifestación más perfecta de la belleza.
Por el contrario, a la luz de la fe comprendemos que la fealdad por antonomasia no es el rostro sufriente del hombre, ni tan siquiera la misma muerte, sino el pecado. No en vano, el refranero cristiano enfatiza aquello de “¡es más feo que un pecado!”, al mismo tiempo que invoca a María –la preservada del pecado- como “la criatura más bella de la creación” o “la obra maestra del Creador”. Por algo decía Hans Urs von Baltasar -conocido como el “teólogo de la belleza”-, que “María es el esplendor de la Iglesia”.