Primera Canasta
La preparación para la Misa y los ritos iniciales
Cinco panes
- Preparándonos para la Misa
La preparación para la Misa tiene muchos aspectos. Como participamos de ella con todo lo que somos –cuerpo y alma, y ésta con todas sus potencias, y con nuestra historia, y nuestros vínculos–, hay una preparación integral que abarca cada dimensión. Sólo quiero dar unos breves consejos sobre algunos aspectos.
a) Prepárate con tiempo. Esto significa varias cosas: no esperes a que falten 3 minutos para salir de tu casa corriendo, especulando que «el padre siempre empieza tarde».
Acuérdate de algo muy importante: el orden del tiempo expresa el orden de nuestros amores. Para las cosas que valoras, siempre estás listo mucho tiempo antes. Si no lo haces para la Misa, es probable que tu amor por Jesús en la Eucaristía necesite un «ajuste».
Doblemente difícil –y por eso también, doblemente meritorio– es hacer esto para quienes tienen hijos pequeños, o padres ancianos. Pero, ¡cuánto valora Jesús esta preocupación del amor!
b) Prepara tu inteligencia: es bueno –y hoy contamos con muchos medios para eso– leer artículos o libros sobre la Misa. Nos hace bien y falta, nos da muchos más elementos para entender las cosas, nos permite percibir el sentido de los signos.
Tal vez no puedes hacer esta lectura cada semana, pero sí hay algo que siempre es posible: leer previamente el Evangelio que será proclamado. Mejor: leer todas las lecturas y rezar el Salmo. Te aseguro que llevarás una gran «ventaja» procediendo de este modo: entrarás mucho más fácilmente en sintonía con lo que Dios tenga preparado decirte. Hoy puedes hacerlo con tu Biblia –es lo ideal–, pero también con los muchos subsidios que se pueden adquirir, e incluso buscando en internet, y todavía más fácilmente con el celular. ¿Lo ves? No hay excusas.
c) Prepara tu corazón: la Misa es un momento de amor, de adoración, de gratitud, de contrición... Todos los sentimientos de nuestro corazón se encuentran en ella. Pero no es suficiente «activarlos» una vez a la semana... nos cuesta enormemente, como si tuviéramos un músculo adormecido.
Como un deportista que se prepara para la competencia semanal, tú también «entrena» tu corazón durante la semana, teniendo frecuentes y profundos momentos de oración.
Entrénate en pedir perdón, en aclamar, en postrarte ante Él... y cada semana será mucho más sencillo hacerlo con tus hermanos en la asamblea. ¿No será por esta falta de entrenamiento que te cuesta mucho y te cansa a veces una horita de celebración?
d) Prepara tu cuerpo: no vas a una fiesta de casamiento, ni a un cumpleaños.
Pero tampoco vas a ver un partido de fútbol, ni al gimnasio, ni a pescar.
Es bueno que encuentres tu propio estilo para ir vestido y aseado a la Misa, sin ostentaciones, sin buscar destacarte, pero con noble elegancia, de un modo acorde a la dignidad del gran Rey que vas a ver.
No dejes de preguntarte, además: ¿es este modo de vestirme modesto y pudoroso? ¿Hay algo en mí que pueda ser motivo de distracción o, peor aún, de pecado para quienes se sienten junto a mí o me vean ir a comulgar?
e) Lleva la semana: un error sería ir a Misa y dejar en casa la semana vivida. O dejarla adentro del auto o colgada en la entrada del templo, como quien se quita un abrigo y lo deja en un perchero.
¡No! Tu semana, con cada detalle vivido, tienes que llevarla en tu corazón. Nada debe quedar sin ofrecer. En algún «huequito» de tu corazón, «pon» los rostros y las intenciones de cada persona que te cruzaste en el camino. Todo y todos tienen que ir a Misa.
2. Eligiendo el lugar correcto
Cuando llegues al templo, una decisión es importante: ¿dónde me voy a sentar?
Sí, ya sé... Jesús reprochó a los fariseos que buscaban los primeros puestos en los banquetes. Y dijo que el publicano que se fue justificado se quedaba en el fondo del Templo.
Sólo te recuerdo algo: en el desierto, el Demonio tentó a Jesús... ¡con una cita bíblica!
¿Qué quiere decir esto? Que no debemos interpretar esas afirmaciones de Jesús como una condena a quienes ocupen los tres o cuatro primeros bancos de las iglesias. Jesús se refiere al afán de figurar, de parecer piadosos.
Por lo tanto, sé sincero contigo mismo. En los últimos bancos, sobre todo si quedas de pie, es probable que:
- no se escuche tan bien como adelante, sea porque el equipo de sonido es imperfecto o por el ruido de la calle;
- suenen dos o tres celulares durante la Misa y te distraigas viendo los movimientos rápidos de quienes quieren apagarlos o –peor aún– escuches atenderlos;
- te enternezcas con el nenito que se le escapó a la mamá y está haciendo un «tour» por toda la iglesia.
- llegue más tarde un amigo que hace tiempo no ves, te salude, y te pongas a recordar tantas cosas...
Pero entonces, ¿no es un acto de virtud quedarme parado, y dejar los asientos a las personas mayores? Lo sería, en el caso de que la iglesia siempre estuviera repleta. La mayoría de las veces, hay blancos en la vanguardia.
Elige los lugares más cercanos al altar. Donde puedas ver bien. Donde escuches mejor. Donde todo tu ser pueda concentrarse en el misterio.
Como si te dieran a elegir el lugar para escuchar a tu cantante preferido. O en el estadio de tu equipo favorito. O para saludar al Papa en su visita a tu país.
Quizá se entiende mejor haciéndote estas dos preguntas:
¿Dónde te hubiera gustado estar el Viernes Santo: junto a María y el discípulo amado, o mirándolos desde lejos?
¿Dónde te gustaría estar en el banquete del Reino celestial?
3. Las manos
Las manos suelen ser un problema. No siempre sabemos bien dónde ponerlas, o cómo. Sin embargo, los más atentos observadores de siempre y los modernos conocedores de la neurolingüística dicen que las manos «hablan»: expresan mucho de lo que pasa en nuestro interior.
Por eso, no es indiferente cómo estén tus manos durante la Santa Misa. El Misal le dice al sacerdote cómo debe ponerlas, lo que nos indica que la cuestión no es menor. Quiere decir que hay gestos que expresan ciertos sentimientos. Y que el sacerdote, más aún desde que celebra vuelto al Pueblo, debe cuidar esos gestos, para introducir a los fieles en el misterio.
Pero para los fieles, no se dice nada.
¿Significa que da lo mismo? No, significa que se respeta la posible variedad de sensibilidades. Una variedad legítima que no debe transformarse en caos. De tal manera que si en tu casa te gusta rezar con las manos detrás de la nuca, como quien está acostado... es probable que en la celebración ese gesto distraiga a otros. O si –como san Juan Pablo II– amas rezar con los brazos en cruz, o postrado en tierra, probablemente en la Misa generes un poco de asombro e incomodidad en los demás.
Entonces, es necesario educar nuestras manos, cómo educamos la voz, o como aprendemos un idioma. Enseñarle a nuestras manos a «estar en Misa», y una vez que ellas han aprendido, nos ayudarán a nosotros a vivirla.
No es lo mismo en el momento de la Consagración tener nuestras manos juntas que estar rascándonos la oreja.
No es lo mismo durante el Evangelio estar con los dedos entrelazados que con las manos en los bolsillos, o con los brazos cruzados en actitud de quién hace fila en el banco.
No es lo mismo escuchar la homilía con las manos sobre las rodillas que ponerme a jugar con el cancionero, o a despegar los chicles que están debajo del asiento...
Todo esto sin necesidad de forzar los gestos, para que parezcan la foto que te sacaron luego de la Primera Comunión, en la cual todo debía ser simétricamente perfecto. No se trata de la foto para el facebook: se trata de que tu amor a Jesús y tu adoración se prolonguen desde tu interior hasta todo tu cuerpo. Hasta la punta de tus dedos.
En los ritos iniciales, se nos invita a hacer dos gestos con las manos: la señal de la Cruz y –cuando se elige esta forma de acto penitencial– el golpe del pecho en el «Yo confieso».
La señal de la Cruz es un gesto maravilloso. Mientras se hace una profesión de fe en el misterio de la Trinidad, trazamos sobre nuestro cuerpo el signo de la Redención, que se actualizará en el altar. Es un gesto con el cual pedimos que la Cruz «abarque» y «abrace» todo nuestro ser, de arriba a abajo, y de izquierda a derecha.
Con este gesto, tanto en la Misa como fuera de ella, podemos pedir al Señor que integre y armonice en nosotros lo superior y lo inferior: la inteligencia y la voluntad con las pasiones y los apetitos, el alma y el cuerpo. Que unifique todo lo que en nosotros pueda estar disperso, y todo se concentre en el corazón, centro escondido, inaccesible para todos, menos para Dios.
Haz bien el gesto: no de manera apresurada, como los futbolistas al ingresar al campo de juego o el que pasa en moto por delante de una iglesia e intenta recordarlo.
El otro gesto tiene una gran fuerza también. Nuestro mundo interior a veces está endurecido. Por eso golpeamos el pecho, en un intento de «ablandarnos».
O quizá estamos dormidos, aletargados en el sueño del pecado y los vicios. Es como que nos decimos a nosotros mismos: «despiérta, hermano... deja esa vida falsa que llevas... date cuenta de cuánto te quiere Dios». Es el gesto del publicano, que ni siquiera se sentía digno de alzar la vista, y que se fue justificado a su casa.
Este gesto puede simbolizar, también, a ese Jesús que, como dice el Apocalipsis, «está a la puerta y llama». Si le abrimos, entrará, y cenaremos juntos. Si le abres el corazón al comenzar la Misa, entrará, y cenará contigo.
4. Cantar: ¿por qué?, ¿para qué?
El primer modo en que nos introducimos en la celebración es con el canto de entrada, que acompaña la larga o corta procesión del sacerdote y los ministros al altar.
¿Por qué cantamos en la Misa?
¿No sería mejor, en algunos casos –seguro lo has pensado ante algún cantor desentonado– hacer silencio? ¿O reemplazar las voces de los fieles, no siempre tan agradables, por alguna grabación?
Pero es que el canto y la música no tienen en la Misa una función sólo estética o decorativa. No se «pone música» para ambientar, como en un acto de graduación mientras se leen las palabras a los egresados. Es cierto que en las Misas puede sonar la música instrumental –no grabada, sino ejecutada– pero el modo principal en que se hace presente es como canto del Pueblo.
¿Por qué, entonces, cantamos? Porque cuando las palabras de la Escritura o las palabras que nosotros queremos decirle a Dios son revestidas por una melodía adecuada, adquieren una expresión mucho más intensa y eficaz. No sólo manifiestan externamente sentimientos que hay en el corazón, sino que también los suscitan.
Por ejemplo, ¿quién no ha ido a una Misa un poco frío, y cuando, en el canto de comunión, han entonado «Tú has venido a la orilla», ha sentido nuevamente los ojos del Señor posados sobre los suyos?
Y, ¿a quién no le pasó una vez de experimentar una gran paz oyendo cantar, o cantando: «el Señor es mi Pastor, nada me puede faltar»?
Es muy bueno, entonces, que trates de comprender la letra de lo que se canta. A veces los cantos tienen una teología muy profunda en cuatro versos, o todo un programa de vida en su estribillo. Quizá nunca lo pensaste, pero es probable que le hayas dicho a Dios, decenas de veces: «estoy dispuesto a lo que quieras, no importa lo que sea, Tú llámame a servir». O bien, que hayas expresado algo así: «confunde nuestra vida con tu divinidad lo mismo que se mezcla en esta ofrenda pura el agua que es figura de nuestra humanidad». Teología de alto vuelo, en un canto sencillo.
Además, es bueno que cantes. No importa que no seas Pavarotti. Cantar es propio del que ama, decía San Agustín. Si amas, canta.
Pero San Agustín decía también: «el que canta bien, reza dos veces».
¿Qué es cantar bien? En primer lugar, cantar con la voz, la mente y el corazón. Que haya una coherencia en todo tu ser.
Pero también significa intentar cantar cada día mejor: a tiempo, afinado, pronunciando correctamente las palabras. Alguien dijo por ahí que la armonía entre los que celebran se expresa en la armonía de su canto.
Por último, San Agustín dice también, en un memorable texto citado por el Catecismo: «¡Cuánto lloré al oír las voces de vuestra iglesia, que suavemente cantaba!». Parece que en su camino hacia Jesucristo, la belleza del canto de la Iglesia de Milán –en la que era obispo San Ambrosio, un padre de la Iglesia que dio mucho énfasis al canto en la Misa– tuvo un lugar importante.
Procura, entonces, cantar de tal manera que quienes vienen a Misa de modo eventual puedan percibir, a través de la belleza, la intensidad y la espiritualidad de tu canto, la Belleza de Aquél a quien se dirige.
5. Una oración despiadada
Luego del saludo inicial, el sacerdote nos invita a pedir perdón por nuestros pecados.
A veces puede parecer un poco impactante. Terminamos de cantar, por ejemplo, «Vienen con alegría», y de pronto el padre, un poco aguafiestas, nos pide que pensemos en nuestra parte más oscura...
Y sin embargo, no hay oposición entre la alegría de reunirnos a celebrar y el reconocimiento de nuestras culpas. En primer lugar, porque el sentido de reconocer nuestros pecados es poder experimentar el perdón, la fuente de la alegría verdadera.
Y en segundo lugar, porque justamente lo que nos impide vivir la alegría plena es el pecado. Reconocimiento del pecado, pedido de perdón y alegría van de la mano, siempre.
En ese breve instante de silencio que deja el sacerdote, trata de recordar cómo fue tu semana, o tu día. Cuántas cosas el Señor hizo por ti, cuántas buenas pudiste hacer... y cuántos pecados hiciste. Así venimos al altar: con toda nuestra historia de Gracia y de pecado.
La Iglesia nos ofrece varias maneras de pedir perdón. Quiero detenerme ahora en una que siempre me resulta impactante: el Yo confieso.
Permíteme decirte que la Iglesia nos invita a implorar piedad a Dios con una oración despiadada. El Yo Confieso es despiadadamente veraz, despiadadamente sincero, despiadadamente personal.
Es despiadado con nosotros mismos, nos invita a «desnudarnos», a dejar caer las máscaras y presentarnos tal cual somos. Es como una invitación así: «quítate el antifaz, y reconoce que eres un desastre».
Porque en la vida cotidiana tendemos a esconder nuestros errores, a «barrerlos debajo de la alfombra», a que nadie se dé cuenta. Somos maestros de la simulación, aparentamos ser mejores de lo que en realidad somos.
Y cuando ya es inevitable, cuando los demás han «palpado» nuestra fragilidad, siempre encontramos la manera de eximirnos de la culpa: «la culpa la tuvo fulano... lo que pasa es que...». Igualito que Adán y Eva en el Paraíso.
Aquí, de modo casi brutal, decimos: «YO CONFIESO ante DIOS todopoderoso, y ante USTEDES hermanos...
...Que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión...
...Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa».
Despiadada. Yo soy el culpable de mi pecado, no otro. Yo elegí, yo usé mal mi libertad. Yo.
Pero esta oración no nos deja en lo hondo de nuestra miseria. No estamos solos, con la inminente amenaza del castigo. No. Estamos rodeados de amor, rodeados de hermanos: «ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí...».
No lo dudes: si rezas esta oración pensándola bien, si pesas cada palabra y la dices de corazón, te dispones de un excelente modo a vivir el misterio de la Pascua. Con la humildad del publicano en el Templo, que le valió volver justificado a su casa.
Leonardo Bonnin, sacerdote