Reverendísimo Cardenal Sarah, Eminencias, Excelencias, queridos hermanos, señoras y señores:
Mientras este último verano repasaba las pruebas del libro del Cardenal Sarah, «Dios o nada», su sinceridad me recordó una y otra vez, la intrepidez con la que el papa Gelasio I, en la Roma del 494, escribió su famosa carta al emperador Anastasio I de Constantinopla.
Cuando finalmente se encontró la fecha adecuada para la presentación de este libro aquí, en el «Anima» [Colegio de Santa María del Ánima, de los católicos alemanes, en Roma], descubrí que este era el día de los días, porque es el 20 de noviembre y en este día la Iglesia celebra la fiesta de este santo papa, Gelasio I, oriundo de África del Norte. Permítanme decir unas breves palabras sobre este Papa.
Dieciocho antes de escribir la carta, en el 476, las tribus germánicas habían asolado la antigua capital del imperio. La gran invasión de pueblos bárbaros había empezado y fue la causa de la caída del Imperio romano de Occidente. Allí, en Roma, de lo que fue aquel poderoso imperio, solo quedó la indefensa Iglesia de Roma.
Ante esta situación el papa Gelasio escribió al emperador romano de Oriente, en Bizancio, lo siguiente:
«Para gobernar el mundo no hay un único poder, sino dos. Esto lo sabemos desde que el Señor entregó a sus apóstoles, después de la Última Cena (Lc 22, 38) la misteriosa información de que las ‘dos espadas’ que se le habían presentado eran suficientes».
No obstante, estas dos espadas tenías que estar, según él lo concebía, compartidas entre el Emperador y el Papa a lo largo de la historia. En otras palabras, con esta carta el papa Gelasio I puso al mismo nivel el poder espiritual y el temporal. No habría más omnipotencia. Tanto el Papa como el Emperador estaban asociados ante Dios por el bien de sus pueblos.
Esto fue un cambio ejemplar. Pero aún hubo más. El papa Gelasio añadió a esto el detalle de que el emperador de Constantinopla, por derecho divino estaba por debajo de él, como sucesor de Pedro en Roma. ¿No debían las más altas autoridades recibir humildemente los sacramentos de manos de los sacerdotes? Cuánto más debía estar el Emperador obligado a ser humilde respecto al Papa, cuya silla, después de todo, se situaba por encima de cualquier obispado.
La declaración fue ultrajante y no debe extrañarnos que el emperador bizantino se encogiese de hombros sin mayor interés. Pero la ‘doctrina de las dos espadas’, como se la llamó después de esta carta, calificaría las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante casi seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron infinitamente más. El nacimiento gradual de las democracias occidentales es inconcebible sin esta declaración. Porque con ella no solo se puso el cimiento de la soberanía de la Iglesia, sino también el de cualquier legítima oposición.
Europa, en cualquier caso, ha crecido dolorosamente y ha madurado hacia adelante, desde entonces. La historia de la Iglesia Católica como fuerza civilizadora es impensable sin el ejemplo de Gelasio I al oponerse al intento de poder omnipotente del emperador Anastasio I.
La posterior separación de la Iglesia y el Estado y el sistema de «equilibrio de poderes» comenzó con esta carta, cuando el impotente Papa, súbitamente, sin miedo alguno, negó al más poderoso gobernante del mundo, el derecho a su intento de gobernar también las almas de sus súbditos. Eran tiempos de confusión y de migraciones de los pueblos., como ya he dicho, durante los cuales la Iglesia se convirtió en la verdadera autoridad en Occidente.
De todo esto, hoy, cuando casi de repente un nuevo flujo de emigrantes está inundando Europa desde el Este, el Cardenal Sarah, históricamente preocupado, es muy consciente, llamando, justo como Gelasio, desde África, la parte más vital y dinámica de la universal, global iglesia.
Probablemente, además, los pioneros «Sínodos de Cartago» africanos, desde el siglo III al V, están tan presentes para él, como todos los siguientes hasta el Vaticano II. Muy ciertamente, él ve con gran claridad –como muy pocos otros– que muchos estados hoy, una vez más, reclaman con todo su poder, ese «poder espiritual» que una vez la Iglesia les arrancó en un largo proceso, para beneficio de toda la sociedad.
Cuando hoy los estados occidentales intentan anular, paso a paso, la ley natural a instancias de grupos de presión globalmente activos; cuando quieren decidir, por ellos mismos, sobre la verdadera naturaleza del ser humano (como las altamente ideológicas corrientes de la ideología de género), estamos ante algo más grave que una simple recaída en la arbitrariedad. Se trata, de nuevo, del sometimiento a la tentación totalitaria que, como una sombra, nos acompaña siempre a lo largo de la historia.
Cada una de las generaciones conoce esta tentación, aunque en cada época se manifiesta de una forma nueva y con un nuevo lenguaje. Hoy, el cardenal Sarah insiste con gran seguridad y firmeza en que la Iglesia no debe disolverse en el «espíritu del mundo» [n.deT. Zeitgeist = espíritu de los tiempos], aunque este espíritu se presente disfrazado y camuflado como ciencia, como ya sabemos hicieron el nazismo y el marxismo.
Nunca más debiera existir una institución con tal omnipotencia. Ni el estado, ni el «espíritu del mundo» tienen derecho a reclamar ese poder omnipotente para ellos ni tampoco la Iglesia. «Dad al César lo que es del César», desde luego. Pero a Dios lo que es de Dios. Es en esta distinción en la que insiste el cardenal Sarah hoy; una voz solitaria, sincera e intrépida.
El estado no debe ser una religión, como habitualmente, de modo horrible, se expresa el así llamado estado islámico. De la misma manera, el Estado no puede recetar a los ciudadanos el secularismo como una forma supuestamente neutra de visión del mundo, ya que eso no es sino una nueva pseudo-religión, que una vez más quiere retomar el camino donde las ideas totalitarias del siglo pasado lo perdieron, en su intento de denunciar y finalmente extinguir el Cristianismo (y cualquier otra religión) por inútiles y desfasadas.
Por ello, el libro del cardenal Sarah es radical. No en el sentido en que utilizamos esta palabra en nuestros días, sino en el sentido original de la misma. La palabra latina «radix» se traduce por «raíz». En este sentido, el libro es radical. Porque nos lleva de vuelta a las raíces de nuestra fe. Es el radicalismo del evangelio el que inspira este libro. El autor está «convencido de que una de las misiones más importantes de la Iglesia es ayudar a Occidente a redescubrir el rostro radiante de Cristo».
Es por esta razón por la que no duda en volver a hablar de la Encarnación de Dios y de la naturaleza radical de esta Buena Nueva, que él contrasta con un incansable análisis de nuestro tiempo. Nos abre los ojos al hecho de que las nuevas formas de indiferencia ante Dios, no son simples desviaciones mentales que se puedan ignorar sin más. El cardenal reconoce una amenaza existencial para la civilización humana por excelencia en la transformación moral de nuestras sociedades.
No hay la menor duda, en esta situación, de que la proclamación activa del evangelio, una vez más, es más urgente que nunca. En esta hora, el cardenal se pone en pie, proféticamente. Sabe que el evangelio, que una vez transformó las culturas está ahora en peligro de ser transformado a su vez, por las «realidades de la vida». Durante dos mil años, la Iglesia cultivó el mundo con el poder del evangelio. Al contrario, no funcionará, La revelación no tiene que adaptarse al mundo. El mundo quiere devorar a Dios. Pero Dios quiere atraer y convencer, a nosotros y al mundo.
En esta lucha, este libro, por tanto, no es una contribución efímera a un simple debate. No es tampoco, la respuesta a puntos de vista distintos, de otros. Decir esto sería injusto con la profundidad y brillantez de este testigo de la Fe. El cardenal Sarah no se ocupa de puntos de vista específicos en discusión, sino de la fe en su conjunto, como un todo. Él demuestra cómo cada cuestión concreta debe ser abordada correctamente, entendiendo la integridad de nuestra Fe. Y cómo, por el contrario, cada intento de aislar cuestiones particulares, daña y debilita todo el conjunto.
Así pues, este libro no se presenta como un manifiesto ni como una polémica. Es una guía para ir a Dios, quien nos ha mostrado su rostro humano en Jesucristo. Es un ‘Vademecum’ para el comienzo del Año Santo.
El 20 de noviembre de 2016, dentro de un año, este año jubilar, dedicado al «Rostro de la Misericordia» habrá terminado. Hasta entonces, con este libro, podemos aprender lecciones muy valiosas sobre la naturaleza de la misericordia. Porque «misericordia y rigor en la enseñanza solo pueden existir juntos», según escribió el P. Reginald Garrigou-Lagrange, O.P. (1877-1964) en 1923. Y continuaba:
«La Iglesia, en sus principios es intolerante (firme), porque cree, y es tolerante en la práctica, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en cuanto a los principios porque no creen en ellos, y son intolerantes en la práctica porque no aman».
El cardenal Sarah es una persona que ama. Y es el hombre que nos muestra cómo y qué obra de arte quiere Dios hacer de nosotros si no nos oponemos a su trabajo de artista. Este libro es un libro sobre Cristo. Es, a la vez, una confesión de fe. Debemos imaginar su título como un alegre suspiro: ¡Dios o nada!
+ George Gänswein, arzobispo
Discurso pronunciado el 20 de noviembre en Roma, con motivo de la presentación de la edición en alemán del libro «Dios o nada» del cardenal Robert Sarah.
Texto original, en el National Catholic Register
Traducido por «Laudetur IesusChristus» del equipo de traductores de InfoCatólica