Nada hacía sospechar lo que otros habían tramado tan pérfidamente. Un encuentro amistoso de fútbol entre dos grandes selecciones nacionales. Un concierto de música de rock donde poner en movimiento el desenfado joven. Un restaurante céntrico para compartir mesa, mantel, y el gozo de estar con tu familia o amigos al caer de la tarde. Así, cada uno y en cada lugar, disfrutando sin malicia de algo tan normal y cotidiano que se hacía trivial e inocente. Pero sucedió lo que ninguno de ellos pudo imaginar cuando sacó la entrada para el estadio de Francia, ni cuando acordó con los amigos ir a la Sala Bataclan para escuchar a una banda californiana, ni cuando se sentaron a cenar en esos restaurantes y terrazas de La Pequeña Camboya, Le Carrillon y el Boulevard Fontaine.
El sábado y el domingo pasados, París amaneció con el peso de una losa que aplastaba la esperanza ante la sinrazón de tamaña barbarie tan incomprensible. Se multiplican las condenas institucionales. Arden las redes sociales compartiendo las frases de “hashtag” que nos meten en una red solidaria de indignación y plegaria. Una conocida periodista comenzaba su programa radiofónico profundamente conmovida: “Bonjour… tristesse” (buenos días, tristeza), citando la obra literaria de la escritora Françoise Sagan. Era la tristeza más inmensa la que amanecía en un París con la esperanza así humillada, poniendo un saludo ausente en el ademán de no saber ni poder decir nada.
De nuevo un macabro horizonte como el que tantas veces ya nos imponen estos inhumanos y radicales islamistas que pretenden hacerse intérpretes y defensores de lo que proyectan en un dios falso y tramposo que ordena perseguir, extorsionar, robar, destruir, exiliar, matar. Llegaron en dos coches negros, como negras eran sus almas y sus turbantes, y comenzaron a disparar a quemarropa gritando que su dios es grande. Fueron cambiando la noble euforia en un encuentro deportivo, por la explosión asesina de sus detonantes; la música jovial de una sala de conciertos popular, por el ruido de las ráfagas de sus metralletas mortales; la calma gustosa de una mesa en la que compartir el pan, el vino y los afectos de una amistad o de los lazos familiares, por el estruendo de sus disparos, el grito de los inocentes y la sangre con la que regaron el suelo.
Lo pensé meses atrás cuando otras matanzas se escenificaron por las mismas alimañas sin entraña ni conciencia: ¿qué cuadro nos dibuja este momento tras nuestro cristal blindado cuando nos asomamos con miedo al ventanal de estos días? Que la vida es vulnerable. Mucho. Que no hay paraguas atómico ni medidas de seguridad ante gente que decide segarte la vida si no te pliegas a sus credos y sus dictámenes. En nombre de un dios inexistente que se les aparece en el fantasma de su fanatismo para pedirles que maten al infiel a sangre fría o a sangre caliente, se alejan del verdadero Dios clemente y misericordioso, un Dios que no odia lo que Él ha creado y que siempre es amigo del hombre, como dice la Biblia. Por eso no hay fisura en la condena que tantos hemos hecho ante este último atentado contra la vida que ha asesinado vilmente a unas personas inocentes.
Cuando se hace un mundo excluyendo al verdadero Dios, se hace siempre contra el hombre. Cuando se hace un mundo excluyendo al verdadero hombre, se hace siempre contra Dios. Desde un buenos días con tristeza, saludamos a la esperanza en la creemos y en la que nos amamos. La palabra final, sólo la tiene el amor, como Dios nos ha enseñado y como proponemos con respeto desde la comunidad cristiana.
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo