Se cumple lo anunciado por san Pablo: “Y habrá de llegar un día en que ya no soporten la doctrina sana, antes bien se dediquen a buscar continuamente nuevos maestros amoldados a sus gustos y que halaguen sus oídos; y entonces, en lugar de complacerse en la verdad, volverán su atención hacia las fábulas”. Eso parece exigir a los obispos en el Sínodo general sobre la Familia el sacerdote homosexual Krzysztof Charamsa, quien ha resuelto descartarse de una posición de la Iglesia sobre la homosexualidad que sólo “podría ser justificable hace cien años”, dictando, asimismo, sin pudor sentencia sobre la certeza de que el clero es “ampliamente homosexual y también, por desgracia, homófobo hasta la paranoia”.
No parece justo despachar con una pataleta tan súbita como calculada la actitud de la Iglesia ante la homosexualidad. Es verdad, como declara en su carta al papa Francisco, que “el Señor no ha hecho a nadie defectuoso”. Pero la imago Dei ha sido deformada por el hombre, abusando de su libertad en la búsqueda deliberada de un mecanismo de autoexculpación y encubrimiento, donde el propio desorden encuentra fácil pretexto en estructuras injustas y opresoras que reprimen el consentimiento como una nueva forma de naturaleza ante una sociedad donde todo deviene mera cultura. ¿O no es verdad que se quiere hacer del consentimiento, de un sentimiento compartido, una nueva libertad-poder frente a cualquier institución, sin respetar ningún orden dado en la naturaleza?
El intento del sacerdote homosexual de conducir el Sínodo por terrenos espinosos y de solicitar a los obispos que “abran la razón y el corazón”, preparando así la probabilidad de un debate más intenso, no busca evidenciar posturas encontradas entre diversos sectores en el seno de la Iglesia: ¿acaso no hubo siempre voces discordantes? El objetivo no es mostrar al mundo un antagonismo aislacionista, donde las opiniones en la Iglesia se revelasen contrarias y alejadas de cualquier necesaria comunión. Ni siquiera se contempla, en el acto violento y provocador del sacerdote, una lucha expectante y esperanzadora ante una respuesta positiva a sus exigencias por parte del Sínodo. El propósito de semejante acto amenazante (habla ya de la próxima aparición de un libro) y usurpador (por cuanto traiciona el poder confiado), no es otro que el de voltear el gobierno de la Iglesia, estructurar de modo inverso al actual y querido por Dios el campo de acción de otros. Se trata de una estrategia de poder que pretende convertirse, como toda verdadera estrategia, en una estrategia “vencedora”, frente a la supuesta dominación o estructura de poder tan consolidada como “homófoba”, la de una Congregación para la Doctrina de la Fe “cerrada a cualquier discusión”. Sórdida estrategia la de este sacerdote, eligiendo “el mejor lugar” posible para manifestar al mundo su homosexualidad; “el momento más oportuno”, en la víspera del Sínodo de la Familia; y ante unos medios de comunicación siempre voraces cuando surge algún escándalo en la Iglesia.
El planteamiento del sacerdote polaco, vencido por un narcisismo y afán de notoriedad desproporcionados, es tan figurado como perverso. Ahora se siente “liberado”, como si la elección de su sacerdocio y su perseverancia hubiese sido una involuntaria servidumbre, negadora de su más esencial y radical libertad. Si no hubiese sido libre, ni siquiera sería sacerdote, ni hubiese podido maltratar y embaucar a la Iglesia como lo ha hecho, ejerciendo de un modo torticero el poder que la misma Iglesia con abundante generosidad le confió. Es verdad que la libertad será siempre subversión a un ejercicio del poder injustificado, que tenderá en cualquier caso a resistirse a un acto de violencia contra ella. Pero ¿quién ha desplegado, ni despliega ahora, en su voluntaria exclusión del ministerio sacerdotal al hacer apología de la homosexualidad, dominación alguna sobre su alma, cuando no hay poder donde no hay libertad, la misma que él ha utilizado, poniendo los medios adecuados y sopesando el efecto multiplicador que su rebeldía ensayaba obtener?
El sacerdote polaco ha preferido el éxito a la fidelidad, aunque Dios pida que seamos fieles; ha mostrado una resentida reluctancia hacia la curia vaticana, acusándola de una “homofobia paranoica irracional”; ha buscado receptividad en la Iglesia, una especie de poder en el otro desde su propia impotencia, a sus propuestas subjetivas y decisiones personales, a su propia y gloriosa ideología; ha convertido su libertad en una determinación excesiva y caprichosa; ha escandalizado con procacidad inusitada utilizando el poder recibido, liberándolo de cualquier criterio ético, ajeno a la perfección cristiana. El sacerdote, diría Mons. Guerra Campos, es tanto mejor sacerdote cuanto él menos aparece en su vida y en su acción, cuanto más es Jesucristo el que se manifiesta a través del sacerdote. La Iglesia tiene derecho a esperar, lejos del ridículo, que todo lo corrompe, una respuesta de santidad de quien está al servicio de Cristo, al servicio de la Iglesia, al servicio de la comunidad cristiana.
Roberto Esteban Duque