El detonante fue Antonio. La gracia de Dios se sirvió de él en casa de los Rivera Ramírez. La vida, la heroicidad juvenil y la muerte asombrosa de Antonio Rivera (20 noviembre 1936) fue un detonante de santidad en la familia y en tantos jóvenes y familias de la época. Antonio tenía 20 años, preparaba oposiciones a notarías, con novia formal para casarse, era presidente diocesano de Acción Católica, y cuando empezó la guerra civil preguntó al cardenal Gomá si era oportuno y con su anuencia entró voluntario en el Alcázar, con un crucifijo y el evangelio de san Juan, sin ninguna otra arma, animando a los asediados hasta su liberación el 27 de septiembre. Un balazo le hirió de muerte el brazo izquierdo. Era un seglar comprometido a fondo, líder nato, entregado de lleno a la animación de jóvenes católicos. “Para Santiago santos!”, grito para convocar la gran peregrinación a Santiago, que luego pudo celebrarse en 1948.
José, familiarmente Pepe para distinguirlo del médico D. José el padre de familia, tenía 11 años cuando muere Antonio. Era un chico precoz y rebelde, muy listo y raro como pocos chicos de su edad. Leía y devoraba libros, pasando días enteros sin comer, absorto en la lectura. Basi le subía algún bocadillo a la terraza. Los “Episodios Nacionales” de Pérez Galdós, las obras completas de san Juan de la Cruz (a los 9 años hizo su propio resumen de las mismas), escribe poesías, ya está enamorado de una chica. La muerte de su hermano le cambia totalmente la vida. Fue como una bomba con efecto retardado. A los 14 años vuelve a confesarse con frecuencia, de la mano de su hermana Carmelina, la hermana mayor y su madrina once años más que él, su catequista, la que le va formando la conciencia (Carmelina murió santamente hace pocos años como clarisa en Hellín). Una familia de santos, incluida Ana María, todavía superviviente con 92 años.
A los 17 años Pepe se plantea: si animo a los chicos a acercarse a Jesucristo y al final tengo que buscar cura para confesarlos, por qué no remato yo la faena. Este fue el germen que le llevó al sacerdocio. Por el camino se encontró con Manuel Aparici, con el P. Nieto en Comillas, con el P. Aldama en Salamanca y tantos otros. Quería parecerse al santo Cura de Ars, a san Juan de Ávila. Él quiso ser siempre sacerdote diocesano, como ellos, sólo eso sin carismas añadidos, muy unido a su obispo y entregado de lleno a una diócesis. Planteó su vida en pobreza y humildad, cada vez más absoluta. Con oración muy abundante, una vida mortificada para llevar muchas almas a Cristo y salvar multitudes. Dos años en Santo Tomé-Toledo y poco más de un año en Totanés (Toledo) de cura rural, hasta agotarse. El resto de su vida, toda su vida ministerial, dedicado a la formación de sacerdotes: Salamanca, Toledo, Palencia, otra vez Toledo ya hasta su muerte. Con D. Marcelo, sembraron santidad sacerdotal a raudales y mucho amor a la Iglesia. He aquí el secreto del Seminario de Toledo. Ejercicios por toda España, retiros, dirección espiritual de personas de toda clase y condición. Fue para muchos realmente maestro de vida espiritual, por experiencia y por ciencia, porque leyó mucho y asimiló más durante toda su vida.
Padre de los pobres. Cómo le querían los gitanos. Cómo se sentían queridos los pobres de todo tipo, los descartados, los que el mundo no valora. Su amor y su trato devolvieron la dignidad a tantas personas. Gastó su vida dándose a todos, haciéndose pedigüeño y entrampándose para socorrer tantas necesidades. Donó su casa, sus libros, su tiempo, su salud… hasta su cadáver. Vivió una vida escondida en Dios, sin lucimientos exteriores, sin títulos ni prebendas, y en la última temporada hasta la humillación suprema. Es el camino de Jesús, es el camino de todos los santos. Si el grano de trigo no muere, no da fruto. Y cuánto fruto ha dado y dará, porque la muerte y el desprestigio han sido supremos, incluso después de su muerte.
Hoy la Iglesia, después de atento y riguroso examen, escuchando a todos, reconoce sus virtudes heroicas, a los 24 años de su muerte. Hoy la Iglesia, por la autoridad suprema del Papa Francisco, decreta: José Rivera Ramírez ha vivido todas las virtudes cristianas en grado heroico. Cuántas coincidencias entre Francisco y Rivera, sobre todo colocando a los pobres en el centro de la vida de la Iglesia. Si Dios se digna hacer un milagro o lo ha hecho ya por su intercesión, esperamos que pronto sea propuesto como ejemplo de virtud para todos, de sacerdote diocesano para muchos, como valioso intercesor para los pobres y los humildes. La diócesis de Toledo tiene a otro de sus hijos camino de los altares. Todos los que le hemos conocido en esta vida sentimos la brisa suave de su sonrisa junto a Dios, diciéndonos: Ánimo, la santidad está a tu alcance por la gracia de Dios, es tu única vocación y tu única tarea. Te espero en el cielo.
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba