Así remata el párrafo en el que escribe: «Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza..., la medicina no cura lo que ignora».
Diez siglos más tarde, el Concilio de Trento, para defender y fortalecer las almas ante los embates del «peca mucho y ama mucho» de Lutero -de infeliz memoria-, del que no hacía falta la Confesión de los pecados para nada..., no tuvo ningún empacho en citar estas palabras de San Jerónimo, convirtiéndolas así, en la Iglesia Católica, en Magisterio perenne.
Perenne... hasta ahora.
Y me refiero, nuevamente, a alguno de los puntos del Instrumentum laboris, preparado para «ayudar» -¡qué sarcasmo; o qué cinismo; o qué vergüenza!- a los padres sinodales en su tarea, especialmente en aceptar que los católicos casados -por la Iglesia, claro- y divorciados -por lo civil, naturalmente-, y vueltos a reajuntarse con otra pareja -por lo civil o por sus pistolas- para llevar vida «marital» -no para montar un negocio de venta por internet-, sean admitidos a la Comunión eucarística; sin nombrar para nada, por supuesto, la previa Confesión de sus pecados graves. A lo más, seguramente porque se les debía caer la cara de vergüenza, o porque no podían con la risa, hablan de un deletéreo «camino penitencial», o un «acompañamiento espiritual» bajo vigilancia del obispo, y con un sacerdote más a pie de cañón.
Esto, dicho y hecho así -ya se está haciendo en varias diócesis del mundo católico occidental-, no solo es romper con quinientos años de Magisterio Solemne en la Iglesia, no sólo rompe una praxis teológico-pastoral más antigua aún; sino que, por eso mismo, y por otras razones coadyuvantes, dinamitan la misma Iglesia, desde dentro de Ella misma: si ya no hay Confesión ni Comunión REALES, si todo queda en puras pantomimas, símbolos, sentimientos y demás, y aquí no se le pide a nadie que cambie de vida -de su vida de pecado-; si la predicación del mismo Jesucristo: «¡Convertíos, y creed en el Evangelio!» se la silencia... ¿Qué queda de la Iglesia? ¿Las catedrales?
Exactamente así -¡no más confesión, no más comunión1- dinamitó Lutero la Iglesia Católica en toda la parte centro-oriental de Europa. Y nunca más se rehizo, a pesar de los intentos de los Reyes de España, que empeñaron hombres y dineros a manos llenas, hasta quedar exhaustos, por defender, también con la espada, a la Iglesia: a veces incluso contra los mismos que estaban muy, muy arriba en Ella, y tenían más empeño por la política que por la Iglesia y las almas.
Se va a repetir la historia -desgraciada historia-, aunque no haya guerras, ni espadas: hay cosas mucho peores, porque se corrompen -se matan- las conciencias, se arrumba la doctrina, se corrompe la teología y la pastoral, y el Derecho queda en papel mojado.
Pero si gana la corriente «liberal» -por nombrarla de alguna manera: a sí mismos se llaman «misericordiosos», porque tienen corazón, y quieren «una Iglesia más madre que maestra» (de las de antes)-, la del «encuentro secreto en suiza· el estrago en las conciencias y en las almas va a ser aún mayor -mucho peor- de lo que ya es ahora
Porque, a día de hoy, hay estragos -buscados, por supuestos-; pero con el próximo Sínodo van a intentar «legalizarlos», con la «praxis del perdón y la misericordia»; y van a convertir en «pastores» y «amos» a los «mercenarios, que roban y matan, y causan estragos»; y «ven venir al lobo, y huyen».
Y la Iglesia, vuelta del revés o patas arriba, ya no es LA Iglesia.