Dinero viene de «denario», vocablo griego y latino. Esta unidad del sistema monetario romano estaba hecha de 3.85 gramos de plata, y tenía inscrita la efigie del emperador Tiberio. En tiempos de Jesús correspondía al salario diario de un jornalero agrícola o al gasto promedio de un día. Judas se escandalizó hipócritamente porque María de Betania ungió los pies de Jesús con una libra de carísimo perfume de nardo: «¿no habría sido mejor vender ese perfume por trescientos denarios y dar ese dinero a los pobres?» (Judas no tenía el menor interés por los pobres, era ladrón y se apoderaba de las limosnas depositadas en la bolsa. Pronto vendería a su Maestro por treinta monedas de plata, equivalentes a ciento veinte denarios…).
La descripción del denario histórico ayuda a comprender su valor moral. El dinero, un denario, es lo necesario para vivir un día. Quien tenga para alimentarse, vestirse y cuidarse un día, que se considere afortunado, contento y agradecido. La imagen del César en el denario le recordará que el César y el dinero no son Dios, y que no es posible adorar a Dios y al dinero. Si trabaja honestamente, honrando la justicia sin olvidar la caridad, podrá despreocuparse del día siguiente y dejar que Dios se ocupe: ser hijo de Dios da derecho de alimento, vestuario y educación. Cuando Jesús envió a sus discípulos a su primera expedición misionera, les prohibió cargar la mochila y llenarse de repuestos, monedas y seguridades humanas. Tres años más tarde les preguntó: «cuando los envié así ¿alguna vez les faltó algo?». Respuesta unánime: «Nunca. Nada». Ya el salmo 22 lo anticipaba en bella poesía y sólida teología: «El Señor es mi pastor: nada me habrá de faltar». Es una exigencia lógica y jurídica: el que te envía para que hagas algo a su favor, tiene la obligación de darte el viático, lo necesario para el camino, lo indispensable para ese día: como el maná, que si alguno recogía más de una ración diaria, al día siguiente encontraba el sobrante agusanado y podrido. La fe en el Padre que te da el pan de cada día es tu tarjeta de crédito sin máximo de cupo ni fecha de vencimiento.
Muchos, innumerables crímenes y pecados se cometen por confundir al dinero con Dios. El dinero no es Dios, es un ídolo, y como tal seduce a sus adoradores con falsas promesas que no es capaz de cumplir. La adicción al dinero es como el fuego, que nunca dice «¡basta!». Pecado capital, la avaricia genera el mismo efecto que la lujuria: obnubilar la razón, y anestesiar la conciencia moral. Al dinero se le rescata honrándolo como un medio para hacer justicia y misericordia, instrumento de divina providencia. El dólar te advierte: «in God we trust». Not in Gold.
P. Raúl Hasbún, sacerdote
Publicado originalmente por la Revista Humanitas