Hace unos días recomendé a una persona, siguiendo un consejo del Papa Francisco, que leyese todos los días un trozo de los evangelios, y luego intentase meditar sobre él. Me contestó diciéndome que le resultaba difícil leer la Biblia, y mucho más meditar sobre ella. Mi respuesta fue que los evangelios no eran tan difíciles y que, aunque era muy posible que algunos trozos no le dijeran nada, de otros, los que estaban más a su alcance, era fácil sacar provecho.
Es evidente que en la Biblia junto a textos fáciles de encontrar sentido, hay otros difíciles y oscuros. En este artículo utilizo como fuentes dos documentos de la Pontificia Comisión Bíblica: “La interpretación de la Biblia en la Iglesia” (1993) e “Inspiración y verdad de la Sagrada Escritura” (2014).
“El problema de la interpretación de la Biblia no es una invención moderna, como a veces se querría hacer creer. La Biblia misma testimonia que su interpretación ofrece dificultades. Al lado de textos límpidos, tiene también pasajes oscuros. Leyendo algunos oráculos de Jeremías, Daniel se interrogaba largamente sobre su sentido (Dn 9,2), Según los Hechos de los Apóstoles, un etíope del primer siglo se encontraba en la misma situación a propósito de un pasaje del libro de Isaías (Is 53,7-8) y reconocía la necesidad de un intérprete (Hch 8,30-35)”.
Actualmente el problema es aún más complicado, porque para encontrarnos con los hechos y palabras de la Biblia, necesitamos volver atrás veinte o treinta siglos, lo que añade dificultades. Muchos de estos textos complicados son de naturaleza moral. Con frecuencia los textos morales bíblicos no se preocupan en distinguir entre los preceptos morales universales de las prescripciones de pureza ritual o de las reglas jurídicas particulares, sino que se encuentra todo junto, sin olvidar que la Biblia refleja una evolución moral considerable, que encuentra su perfeccionamiento en el Nuevo Testamento.
Concretamente, uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra inspirada, lo constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de manifestaciones repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos por Dios, en otros muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en otros atribuidas directamente a Él por el autor sagrado.
Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en la sociedad humana (Gén 4,8.23-24), siendo su matriz el rechazo de Dios que se manifiesta en la idolatría (Rom 1,16-32). Poniendo ante los hombres las terribles consecuencias de las perversiones del corazón (Gén 6,5; Jer 17,1), la Palabra de Dios tiene función profética y así invita a reconocer el mal para evitarlo y combatirlo. Pero la Torá del Señor no indica sólo que cada uno es llamado a seguir como un deber, sino que prescribe también lo que hay que hacer frente al culpable, en orden a extirpar el mal (Dt17,12; 22, 21-24) resarcir a las víctimas y promover la paz.
La sanción punitiva es de hecho necesaria, porque abolir completamente el castigo equivaldría a tolerar el mal y a hacerse cómplice del mismo. El sistema penal, regulado por la llamada ‘ley del talión’ es imperfecto, pero se basa en la proporción equitativa entre daño y sanción, entre daño provocado y daño sufrido. En lugar de la venganza arbitraria se fija la medida de una justa reacción al acto malo. Es un deber que el mal no quede impune y que las víctimas y que las víctimas sean socorridas y resarcidas. No olvidemos tampoco la apertura constante al perdón hacia el culpable ( Is 1,18; Gén 4,11), perdón concedido cuando se manifiesta en sentimientos y actos de verdadero arrepentimiento ( Gén 3,10; Ez 18,23).
Podemos por tanto decir que el Antiguo Testamento contiene ya los principios y valores que guían un actuar plenamente conforme con la dignidad humana, mientras el Nuevo Testamento ilumina estos principios y valores por la revelación del amor de Dios en Cristo. Nuestro estudio de la Biblia producirá sus mejores frutos, cuando se efectúe en el contexto de la fe viva de la comunidad cristiana, orientada hacia la salvación del mundo entero.
Pedro Trevijano, sacerdote