La indecencia oportunista de los tiempos políticos parece no encontrar límites entre la clase gobernante, tanto más mezquina cuanto con mayor claridad se advierte el posible descalabro electoral. Cuando está en juego la inviolabilidad de la vida humana es inmoral buscar clientelismo político. Si antes se despreciaba la reforma del aborto propuesta por Alberto Ruiz-Gallardón “porque no creaba consenso” (según el ministro de Sanidad, Antonio Alonso), ahora, con el fin de voltear la demoscopia que expulsa del escenario de las mayorías al Partido Popular, no sólo se continúa despreciando dicha reforma con el travestismo de una mini-reforma sino que persiste la degeneración en la mofa sobre el ciudadano, suponiéndolo incapaz de tolerar la verdad y soportando impávido unas nuevas declaraciones donde se arguye que “las cifras del aborto no tienen unas variaciones significativas” y que “no es un derecho”, como manifiesta la ley vigente y mantiene desalmada la corte progresista de la cultura actual. El auténtico “cálculo criminal” que realiza el ministro de Sanidad debería hacerse trascendiendo coyunturas políticas y réditos electorales. En realidad, cuando una ley es tan abyecta como la “ley Aído” sobre al aborto sólo es posible abrogarla o esperar a que su iniquidad se haga más ostensible con el paso del tiempo. Esto le está ocurriendo al Partido Popular con una ley que le quema entre las manos. El tiempo juega en su contra.
Habría que recluir en la cárcel a tanto embaucador, cuya impostura atenta contra la dignidad de la persona. Nos tienen acostumbrados a esta política diabólica de los cálculos electorales, a la exhibición impúdica de la mentira y el desprecio por la vida inocente. Para quien sólo valora consolidar la recuperación económica -como manifestaba Mariano Rajoy-, ¿qué sentido tiene la sacralidad de la vida humana, o una moral de principios y convicciones capaz de crear valores en lugar de destruir vidas humanas? El gobernante tiene respecto de la sociedad no sólo la obligación estricta de procurarle por medio de la acción legislativa la prosperidad económica o de bienes exteriores, sino también la exigible realización de procurar una prosperidad en la defensa y protección de la vida humana, una deseable promoción de los bienes del espíritu.
Hay algo todavía que me llena de mayor estupor. El actual presidente de la Conferencia Episcopal Española, Ricardo Blázquez, se preguntaba la semana pasada por qué el Gobierno no ha urgido al Tribunal Constitucional a que responda al recurso que presentó contra la ley del aborto. No lo entiende el señor Cardenal, pero no es tan difícil pensar que no interesa a ninguno modificar la actual ley. Si el Gobierno se escudaba en la falta de consenso en su seno (ahora todo es unidad), el TC manifiesta una escasa disposición a corregir leyes progresistas. Pero Blázquez se mostraba asimismo partidario de la mini-reforma del Gobierno que obliga a menores a pedir autorización a sus padres para abortar (como si el bien y la verdad admitiesen rebajas electorales y una timorata huida de lo irrevocable), algo que el PP ha utilizado para poner de su parte a la Iglesia y exigir disciplina de voto a los diputados díscolos. ¿Por qué se acude ahora a la jerarquía eclesiástica cuando en tiempos todavía cercanos se ignoraban sus planteamientos así como su legítima participación activa en la configuración de la sociedad o en cualquier debate público? ¿Por qué se utiliza a la Iglesia para hacerla cómplice del mal desde el embaucamiento y la mentira con proyectos criminales ajenos a la verdad sobre el bien de la persona inocente?
El castigo de las urnas constituye una reparación necesaria al ventarrón de farsa, las mentiras y la corrupción, al posicionamiento retórico dirigido sólo hacia lo pragmático, a las sórdidas maniobras electorales con la ley del aborto. Como Moisés después de unas palabras imprudentes fue privado de entrar en la tierra prometida, teme Mariano Rajoy después de tanta mendacidad verse privado del sumo bien del poder político, experimentando ya un anticipo de lo que se avecina, una especie de purgatorio postelectoral, sintiendo un adelanto del dolor de perecer, pero no en estado de gracia sino obstinado en que la enajenación que espanta al hombre es sólo económica. Engaño tras engaño se va cumpliendo el tiempo de hacer penitencia.
Roberto Esteban Duque, sacerdote