Los obispos alemanes y, con ellos, el catolicismo alemán, se encuentran desde hace muchos años en una situación de creciente tensión. Por una parte, se encuentra la obligación de defender la doctrina católica tal como la expresaron los dos Papas anteriores y, por otra, el deseo de encontrar una conexión con el desarrollo de la sociedad en el propio país. Esta sensación de tensión se ha visto reforzada por dos nuevos factores: la constante depresión frente al acelerado hundimiento de la vida de la Iglesia, que apenas se puede maquillar con medidas organizativas, y la presión del aparato eclesial, en su gran mayoría “orientado a la reforma”.
Al menos desde la introducción del así llamado proceso de diálogo (digo “así llamado” porque ha sido llevado a cabo a puerta cerrada por representantes del establishment eclesial elegidos a dedo), se ha venido percibiendo un cierto debilitamiento en la voluntad de seguir aguantando dicha tensión. Y con motivo de la cuestión de los divorciados y vueltos a casar, que de repente se ha puesto de actualidad en todo el mundo a través de ambos sínodos de la familia, muchos obispos han visto la oportunidad de hacer concesiones pastorales en un tema que representa una de las “patatas calientes” actuales, sin tener por ello que apartarse demasiado de la doctrina de la Iglesia. Así, tras el sínodo del otoño pasado, debe de haber sido muy duro para ellos comprobar que las mayorías necesarias (superiores al 90%) para un claro “sí” a las novedades que esperaban conseguir están muy lejos de alcanzarse en la Iglesia universal.
En su asamblea general de primavera, que ya ha llegado a su fin, los obispos alemanes han decidido, al parecer de forma irreversible, iniciar una huida hacia adelante. Ahora ya está claro que el episcopado alemán, en cuanto a la cuestión de los divorciados y vueltos a casar, quiere seguir su propio camino independientemente de las orientaciones sinodales de octubre. El grito de guerra “no somos una filial de Roma” no deja espacio a muchas interpretaciones.
A los obispos les debería quedar claro que la “solución pastoral” de la cuestión de los divorciados y vueltos a casar se puede convertir en el principio del abandono de gran parte de la moral sexual católica. Porque ésta representa, en toda su extensión, un descomunal cepo en la pierna de todos aquellos que quieren vivir de acuerdo con la sociedad que los rodea. Monseñor Bode, con su referencia a la necesaria valoración de la convivencia antes del matrimonio, nos ha dado una clara pista de que él (y seguro que no sólo él) es totalmente consciente de los inevitables avances de este proceso, ahora ya incorporado a su programa.
Subestimaríamos, sin embargo, la importancia de la reunión de Hildesheim si limitáramos la mirada a la cuestión de los divorciados y vueltos a casar. El cardenal Marx no sólo ha dejado atrás en este tema a sus hermanos en el episcopado (entre ellos evidentemente también a aquéllos que, en principio, se perfilaban como posibles “disidentes” de la postura común como los obispos de Ratisbona, Eichstätt y Passau) sino que ha escenificado a lo grande un golpe de mano: “La gran historia del cristianismo no se encuentra en el pasado sino en el futuro”. Ésta no es sólo una afirmación sustancial, sino la expresión de una visión muy concreta.
De acuerdo con esa visión, a partir de ahora ya no se interpretaría el cristianismo de acuerdo con el pasado, es decir con la tradición, sino que habría que diseñarlo de nuevo de forma “experimental” hacia el futuro. La fe no se podría ya “guardar como un tesoro”, sino que la Iglesia debería asumir su misión en la historia futura del mundo para ser “instrumento para la unidad de la familia humana”. El mundo globalizado necesitaría una religión que pueda acercar a los hombres de todas las procedencias y que sepa moderar las tensiones sociales derivadas del proceso de globalización. Ninguna religión sería más adecuada para esta tarea que el cristianismo: “una Iglesia universal globalizada en un mundo globalizado”.
Ni a esta visión, ni al optimismo con que ha sido formulada se les puede negar una cierta genialidad. Una Iglesia que no se da importancia a sí misma, sino que se deshace en servicio a la humanidad, ¿es que no suena maravilloso? ¿Qué papel jugarían ya, a la vista de semejantes tareas, los hechos que todavía ayer nos descorazonaban, como la escasez de fieles que asisten a la Eucaristía, la escasez de vocaciones, etc?
La Iglesia como un todo: positiva, valoradora, comprensiva, afirmadora de la vida, acompañante del hombre en lo singular y de la humanidad en lo global. ¿No partiríamos así, de un solo golpe, todos los nudos gordianos de una institución enfermiza? ¿No serviría este programa para reunir otra vez con alegría al aparato eclesial en torno a sus superiores? ¡Quien se resistiese a aceptar una nueva época no sería más que un necio incorregible!
No obstante, es inevitable poner en tela de juicio el camino aquí trazado.
¿De verdad se puede desechar con esta facilidad la moral de la Iglesia Católica en cuestiones de sexualidad humana? ¿Cuántas cosas será necesario abandonar para no colisionar ya más con el “ámbito concreto de la realidad humana” (que es ahora, según Monseñor Bode, junto con Escritura y Tradición, otra fuente teológica de conocimiento)? E incluso si llevamos el programa hasta sus últimas consecuencias (las cincuenta sombras de Grey mandan saludos), ¿realmente hay alguien en esta sociedad que esté esperando a que la Iglesia Católica bendiga su praxis sexual?
Algo más básico: ¿No es sólo un hombre del saco inventado la tan cacareada contraposición entre la Iglesia deformada e impura, que se encuentra “fuera, en la calle”, con las personas, y la Iglesia que “internamente” se regocija en la pura y, en definitiva, inservible verdad,? ¿Acaso no ha sido justamente su conocimiento acerca de esa verdad lo que siempre ha sostenido a la Iglesia para que sea capaz de estar al lado de las personas y lo que la ha llenado del ardiente deseo de atraer a esas personas de “fuera” para traerlas hacia “adentro”?
¿No es acaso la fe un tesoro digno de ser conservado y protegido en un mundo que, como resulta evidente, se opone vehementemente a la unidad que impulsa la Iglesia? ¿Puede todavía la Iglesia afirmar de ella misma que es la fundación de Nuestro Señor Jesucristo, si no es capaz de proporcionar a las personas esas gracias concretas que solamente a ella le confió precisamente Nuestro Señor y cuya acogida no sólo presupone la pertenencia a la familia de la humanidad sino también la integración en la Una Sancta? ¿Puede ejercer su “servicio a la vida” sub specie aeternitatis sin comunicarles antes a las personas las duras verdades evangélicas sobre el pecado, el juicio y la conversión diaria?
¿Y desde cuándo se interesa la Iglesia por tener ante sí “grandes e históricos momentos”?
Los católicos alemanes se tendrán que preguntar si quieren caminar por las sendas propuestas en estos últimos días. Si quieren vender por el plato de lentejas de “un gran futuro como instrumento de unidad de la familia humana global” el principio del apóstol San Pablo tradidi quod et accepi, os he entregado sólo aquello que yo he recibido.
Quizás no sean tan pocos los que lleguen a la conclusión: ¡non possumus!
Michael Schäfer
El doctor Michael Schäfer trabajó en la Cátedra Romano Guardini de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich y es hoy gerente de una consultoría internacional radicada en Stuttgart. Es autor del blog summa-summarum.blogspot.de