El Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona ha cancelado la exposición “La bestia y el soberano”, por considerar “inapropiada” una obra sórdida, Haute Couture4. Transport, donde se representa el triunfo de lo repugnante, obsceno y pervertido, un mundo donde el hombre es sólo un montón de desechos, una larva nauseabunda, un exhibicionista de la ordinariez, expresión de la hybris que impulsa al hombre autónomo a situarse por encima de todo, sin trabas de sentido ni medida, en su autónomo poder de crear sus propias formas.
No existe petulancia más procaz, más hiriente y despiadada, que la de los artistas ayunos de gloria que desprecian el daño ocasionado con su obra canallesca, con su estúpida y desalmada vaciedad, donde la pretensión de hacer libre el arte lo condena y convierte en abyecta perversión. Aunque bien pensado es peor cualquier director de museo que acoge, falsificando el arte, una obra como la de Inés Doujak, una escultura donde una bestia sodomiza a Domitila Barrios de Chúngara, líder feminista bolivariana, y ésta, a su vez, al rey Juan Carlos I, que aparece a cuatro patas escupiendo un ramo de flores sobre una alfombra de cascos nazis. No me importa el significado de la alegoría (¿qué placer reporta a los hombres la obscenidad?), me basta constatar que el arte se aleja de lo valioso cuando en lugar de crear valores destruye todo valor. Si hay algunos casos en los que las cosas bajas son permisibles aún en el arte deberían cuando menos estimular la risa, pero no avasallar el buen gusto desde el torvo paisaje de la desolación, la vulgaridad y el ahogamiento de lo bello.
Cuando en 1981 el pintor y escultor austriaco Friedensreich Hundertwasser recibió el Gran Premio Nacional para las Artes Plásticas, hizo una evaluación demoledora en su discurso respecto al guirigay del modernismo: “Con la actual galería de los horrores pasa igual que en lo del cuento aquel del rey con traje nuevo: celebrado por todos con gestos reverentes, hasta que un niño dijo que el rey no iba vestido. Así sucederá cuando por fin se acabe de repente con esta pesadilla del llamado arte contemporáneo”. El aquelarre de abominaciones del ser humano hace tiempo que llegó al frente estético hasta convertirse en la decoración de lo hediondo, en materia obscena, donde la provocación encuentra una inicua gratificación en el venerado artista y un suculento negocio en los tratantes de la zafiedad.
El director del museo, Bartomeu Marí, no ha querido (algo insólito) ser cómplice de una torva mafia de parásitos y bufones, de mamarrachos postrados al becerro de oro que quieren imponer su visión del arte y cuyas imposturas a nadie interesan porque se precipitan en el vacío de la degeneración. El arte sin objeto es como una religión sin Dios; el sacerdote en el tiempo de “la muerte de Dios” pierde su oficio y su misión, el artista en el tiempo de “la demolición del arte” pierde el bien, se aleja de la belleza y de la verdad.
Se persigue lo nuevo a toda costa, se juega con las cosas de una forma cínica, se emplean con frialdad los recursos con el fin de subvertir cualquier orden. Se persigue, sobre todo y ante todo, la fama. Y con ello vender, ganar dinero, hacerse rico. Esto sí que es entender los signos de los tiempos. Lo decía Picasso, cuestionándose a sí mismo como artista, el 2 de mayo de 1952: “Cuando el arte ha dejado de ser un alimento destinado a los mejores, el artista puede hacer con su talento cualquier clase de veleidad que le sugiera la fantasía…Los ricos, los ociosos y los ávidos de efectos piden novedades, extravagancias, provocaciones. Yo mismo he complacido a esos críticos con cuantas humoradas se me iban ocurriendo y ellos las admiraban tanto más cuanto les eran menos comprensibles”. Y reconociendo a un artista en la más alta acepción de la palabra (entre los cuales no se incluye), afirma: “yo sólo soy un bromista que ha entendido a su tiempo y ha sabido sacar cuanto podía de la simpleza, la avidez y la vanidad de sus contemporáneos”. ¡Huyamos, pues, del Diablo y su vanidad!
Roberto Esteban Duque, sacerdote