Confieso que me conmovió hasta el sonrojo. Una madre a la que masacraron a sus hijos, cuando le preguntaron qué haría si se encontrase por la calle a estos asesinos, respondió: “yo les invitaría a pasar a mi casa, y mirándoles les diría: que Dios dé luz a vuestros ojos para que se os purifique el corazón y comprendáis lo que habéis hecho. Como madre de vuestras víctimas, mis hijos, os perdono con profundo dolor, os perdono en el nombre de Dios”. No hay palabras ante testimonio tan conmovedor, verdadera revolución, la única creíble, la del amor que perdona lo imperdonable.
Hemos conocido el relato. Hicieron una procesión, la última de su vida, por la orilla del Mediterráneo en las costas de Libia. Las olas estaban bravas, como queriendo gritar la terrible injusticia de una matanza que imparable se abalanzaba. Iban en silencio, como corderos al matadero, conscientes de su supremo sacrificio. Esa vía Dolorosa tenía su final junto a las rocas donde no se levantaba ninguna cruz. Hoy el calvario tiene otras formas. Eran 21 cristianos. Sus verdugos, al lado, vestidos de negro enlutado tapando sus rostros embozados por fuera, ocultando su corazón pervertido por dentro.
Aquellos matarifes invocaron a un dios inexistente, anónimo, sin boca, sin ojos, sin oídos, sin entrañas, fruto del rencor de sus fantasmas que les incapacita para entender mínimamente, les bloquea ante la belleza que no comprenden y destruyen porque no les dice nada, ni la música de notas inspiradas, ni la letra de versos y poemas. Es el odio ciego, la violencia balandrona que respira por las heridas de sus fracasos, de sus atrasos y callejones sin salida. A ese dios falso le hacen cómplice de sus imposturas, y se erigen en ajustacuentas de su gloria vacía como matones a sueldo en el templo de la vida. Esos 21 cristianos buscaban trabajo en Libia. No robaban al fisco con sus corrupciones de puños blancos y tarjetas negras. No adulaban al pueblo con milongas y quimeras para venderles con trampa su engañifa por un puñado de votos. No pintaban monigotes para herir los sentimientos sagrados de los otros, para reír a su costa sus gracietas zafias tejidas de escarnio blasfemo, de libertinaje esclavo y provocación medida.
Eran sencillamente cristianos, sin trastienda, sin violencia, sin injusticia. Buscaban un trabajo para mantener sus familias. Los encontraron fácilmente los matones del turbante para pasarlos por su puñal de guillotina. Murieron dejándose morir, pero no pudieron matarlos los que no son dueños de la vida. En sus labios, como siempre sucede en los mártires cristianos, sólo una oración a Jesús resucitado, el mártir primero que muere siempre en sus hermanos para con ellos entrar en la eterna dicha. No maldijeron, no se revolvieron, murieron perdonando como esa madre hizo perdonando a los verdugos de sus hijos, cambiando la muerte en vida, la negra noche en el más luminoso día.
Por cierto, no he visto a los políticos que se enzarzan en sus tribunas exhibiendo conquistas o vendiendo alternativas, contando encuestas o jugando en sus tabletas. No he visto a los poderosos de las divisas, fugitivos en paraísos fiscales sin conciencia y sin iva. No he visto a los pancarteros de barricadas financiadas para propagar sus revoluciones de pacotilla. No he visto a los llamados artistas que no cejan en mover su ceja sólo en el palco de sus causas perdidas. Nada de esto he visto. Han matado a 21 cristianos, siguen matando más y más cada día, quemando sus iglesias, destruyendo sus casas y poblados, violando a sus mujeres y niñas, decretando su safari cristianofóbico. En la indiferencia globalizada parece que no toca ahora organizar la consabida movida. Descansan en paz. Los mártires cristianos han entrado en la vida.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo