Algunos de los católicos me han preguntado queriendo recibir una palabra de confirmación a su propia convicción de que de ninguna manera debe legalizarse el aborto. En cambio, en otros católicos la motivación para acercarse a preguntar es encontrar una voz autorizada que les permita dar respuesta a sus preguntas y dudas debido a la confusión que les produce el debate acerca del aborto y, sobre todo, la opinión de católicos favorables a él, entre ellos, lamentablemente algunos sacerdotes.
Mis palabras quieren ayudar a iluminar a los fieles de la Diócesis de Villarrica y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. También quisiera motivar a hacer de cada católico un apóstol de la vida, siguiendo la senda del Documento de Aparecida que invita a todos los discípulos de Jesucristo a ser misioneros de la vida humana, llamada por gracia a participar de la naturaleza divina comunicada por los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía (cf. Jn 3,1-8; 6,26-59; Rm 6,1-10). En efecto, «nuestra fidelidad al Evangelio nos exige proclamar en todos los areópagos públicos y privados del mundo de hoy, y desde todas las instancias de la vida y misión de la Iglesia, la verdad sobre el ser humano y la dignidad de toda persona humana» (Documento de Aparecida 390).
Quisiera dirigirme especialmente a los fieles laicos, de quienes depende en gran medida la proclamación y defensa de la cultura de la vida. Los padres y las madres de familia, los profesores, los comunicadores sociales, el personal de salud, los servidores públicos y las autoridades políticas, entre otros, tienen en este sentido una gran responsabilidad. Todos estamos llamados a reconocer que «el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, también posee una altísima dignidad que no podemos pisotear y que estamos llamados a respetar y a promover. La vida es regalo gratuito de Dios, don y tarea que debemos cuidar desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural, sin relativismos» (Documento de Aparecida 464).
La estructura y los contenidos de este escrito obedecen a las preguntas de los fieles. He querido dar respuesta a estas consultas de un modo más orgánico. Simplemente me propongo presentar algunos puntos doctrinales que me parece oportuno destacar en las actuales circunstancias, sin pretender abarcar todos los aspectos posibles. Es por ello que lo que expongo ha de comprenderse en el conjunto del Magisterio de la Iglesia y en comunión con él. Como se verá, a propósito citaré a los Papas Beato Pablo VI, San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco a fin de destacar la continuidad y unanimidad de la Iglesia en la defensa del niño por nacer. En este sentido recomiendo vivamente a los fieles católicos que lean y estudien los documentos de la Iglesia referidos a la dignidad de la persona humana y a sus derechos inalienables. Además de los documentos conciliares, pontificios y latinoamericanos citados en mi escrito, también están las enseñanzas de otros obispos de Chile, en particular de Mons. Fernando Chomalí con su Carta Pastoral La Razón al servicio de la vida humana de julio de 2014 y la Declaración de los Obispos de Chile del 28 de diciembre de 2010, entre otras. Una lectura obligada para todo católico es el Catecismo de la Iglesia Católica, referencia segura y auténtica, ordenada y sintética, de toda la enseñanza de la Iglesia, incluyendo la doctrina sobre la vida humana y el aborto (cf. números 2270-2275).
Razones por las cuales todo católico debe ser contrario al aborto
Las razones por las cuales todo católico debe ser contrario al aborto son las mismas por las cuales toda persona humana debería estar en contra. Hay razones de orden puramente natural para respetar el derecho a vivir y a nacer del niño desde su concepción y en todos las etapas de su gestación. La fe cristiana refuerza y da la gracia para sostener con más claridad, certeza, perseverancia y sin error las razones de orden natural.
Al respecto decía el Papa San Juan Pablo II: «Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen «una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?» Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida» (Encíclica Evangelium vitæ 60).
Hay personas no católicas, incluso no creyentes, que solo por razones naturales de orden filosófico o médico se oponen al aborto procurado. Un ejemplo de ello es el médico Tabaré Vásquez Rosas, tres veces Presidente del Uruguay, quién, declarándose agnóstico se opone al aborto por razones científicas. De hecho, como Presidente, en el año 2008 vetó la ley de aborto aprobada por el Parlamento de su país.
Con cuanta mayor razón debemos rechazar el aborto quienes hemos recibido y conservado, por gracia de Dios, el don de la fe, pues tenemos, además de la razón natural, la autoridad de la divina Revelación y la enseñanza contante, ininterrumpida y unánime de la Tradición de la Iglesia y de su Magisterio respecto a la gravedad moral del aborto. Es una enseñanza que no deja dudas, según lo podemos ver en las palabras del Papa San Juan Pablo II: «Declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia» (Encíclica Evangelium vitæ 62).
El aborto según los proyecto de ley y los legisladores católicos
Los distintos proyectos coinciden en querer aprobar la legalización o despenalización del aborto por razones terapéuticas, por malformación del niño o en caso de que éste haya sido concebido como fruto de una violación.
En ninguno de los tres casos se justifica la ley de aborto. Cuando se habla de «aborto terapéutico» se está utilizando una expresión engañosa para disfrazar la realidad de un «crimen abominable», según expresión del Concilio Vaticano II (Constitución pastoral Gaudium et spes 51). En sentido estricto, el «aborto terapéutico» sería aquel por el cual se mata al niño a fin de salvar la vida de la madre, aunque el hijo esté sano y no venga con malformaciones. Pero aquí hay que destacar dos graves errores: el primero, es que bajo el calificativo de «terapéutico» se mata una vida humana, toda vez que por su misma definición toda «terapia» tiene como finalidad sanar, recuperar y restaurar, es decir, es un tratamiento médico curativo. Además, de alguna manera, todo embarazo es «riesgoso» para la salud de la madre, por lo tanto con una ley de aborto en definitiva todo niño en gestación es susceptible de ser abortado; de hecho, si la razón del «aborto terapéutico» es el riesgo de la salud de la madre, ¿qué impide que el aborto se realice a los nueve meses de gestación?
En segundo lugar, está el error de pensar que la vida de la madre vale más que la del hijo; sin embargo, el niño por nacer es también una persona humana que merece el mismo derecho a ser tratado como tal. Además, tiene el derecho a ser ayudado a nacer, dado que se encuentra en dificultades. La medicina tiene la obligación moral de procurar salvar la vida de la madre y la del hijo. Si en este intento de salvar ambas vidas, muere uno de los dos, se está ante una situación moral completamente distinta. Nunca se puede matar directa e intencionadamente a una persona con la finalidad de salvar a otra.
En el caso del niño concebido como fruto de una violación, es una abierta contradicción y una tremenda injusticia que se mate precisamente a la persona que es del todo inocente e indefensa. Al violador, padre del niño, según la ley chilena, no se le puede sentenciar a muerte por su delito y sin embargo, ¿se quiere matar sin más al niño simplemente porque la ley lo permitiría? El violador tiene derecho a un juicio justo, a un abogado defensor y a un juez imparcial y ¿al niño inocente se le sentencia a muerte sin juicio, sin defensa y sin un juez que asegure justicia? Además, a la mujer violada se le somete a un segundo trauma tan grave como el primero, como es procurar el aborto del niño que lleva en sus entrañas. La verdadera ayuda que se le debe brindar a ella es la comprensión, el apoyo y el acompañamiento espiritual, sicológico, social y económico por parte del Estado, la Iglesia y la propia familia, cada uno en su propio ámbito. A la madre y al niño se les deben asegurar las mejores condiciones de vida que les permitan a ambos un pleno desarrollo como personas humanas.
Por último, en el caso del niño que viene con alguna grave deformación, la razón de fondo para oponerse a su eliminación son las mismas de las anteriores, es decir, que desde la concepción se está ante una persona humana que tiene la misma dignidad de alguien ya nacido. A toda persona humana, aunque tenga graves malformaciones se le debe prestar la necesaria atención médica para que tenga la mejor calidad de vida posible, nunca se debe matar directa e intencionalmente a una persona indefensa e inocente. Es verdad que en muchos casos el niño con malformaciones va a morir de todas maneras al poco tiempo de nacido, pero aun así tiene derecho a nacer. Si no se mantiene este principio de la inviolabilidad del derecho a vivir, entonces nos preguntamos: si a un enfermo se le diagnostica poco tiempo de vida a causa de una enfermedad grave, incurable y terminal, ¿se justifica matarlo por el hecho de saber que ciertamente morirá dentro de poco? No se le debe matar, sino cuidar con cariño, rodear de afecto y demostrarle que vale no por su salud sino por lo que es. Además, los cristianos unidos a toda la Iglesia, deseamos que ese niño renazca a la vida nueva de los hijos de Dios por el sacramento del Bautismo y el sello del Espíritu Santo en la Confirmación, lo que se realiza normalmente después del nacimiento. Lo mismo que se hace con un niño sano es lo que hay que hacer con el niño malformado durante la gestación y por todo el tiempo que viva al nacer.
Por todo lo dicho, ningún legislador puede votar a favor del aborto en los tres casos señalados, menos aún uno que se declara católico y acepta la enseñanza de la Palabra de Dios y de la Iglesia. Es una razón de coherencia. De corazón agradezco y felicito a aquellos legisladores -católicos y no católicos - que con su testimonio, con su palabra y con su voto favorecen la «cultura de la vida» y rechazan la «cultura de la muerte», especialmente por su defensa del niño por nacer y su rechazo a la legalización del aborto. Además, es digno de destacar el hecho de que por Ley de la República, en Chile fue declarado el 25 de marzo – celebración de la concepción virginal de Jesús en el vientre de María - como el «Día del Niño por Nacer».
La ley de aborto y la libertad de conciencia
Toda persona que tiene uso de razón necesariamente percibe que todo acto humano tiene una dimensión moral. Se da cuenta que lo que quiere hacer, lo que está haciendo o lo que hará es bueno o malo. Por la conciencia moral, el hombre juzga de la bondad o de la malicia de su obrar. Por esta conciencia nos hacemos responsables de los actos humanos que realizamos. Es tal la importancia de la conciencia que «el hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales» (Catecismo de la Iglesia Católica 1782). Este es un principio que ciertamente los fieles y en particular los legisladores deben tener gravemente en cuenta. La libertad de conciencia es auténticamente humana cuando se ejerce en referencia a la verdad objetiva.
Digamos que no es la «libertad de conciencia» del legislador la que establece la bondad de la ley, sino que el legislador con conciencia libre debe expresar la verdad y el bien moral universal y objetivo en leyes concretas. El juicio de la conciencia nunca debe ser una arbitraria autonomía, sino que debe ser conforme a la verdad. Además, de hecho, tal autonomía frecuentemente es en realidad esclava de los poderes de turno y de pensamientos filosóficos equivocados – propiamente «ideologías» -, contrarios a la recta razón e incompatibles con la fe, que ponen la voluntad individual o colectiva por encima de la verdad y de la realidad. Respecto a la decisión en conciencia, el Catecismo de la Iglesia Católica señala: «En todos los casos son aplicables algunas reglas: – Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. –La «regla de oro»: «Todo […] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mt 7,12). –La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: «Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia, pecáis contra Cristo» (1Co 8,12). «Lo bueno es […] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad» (1789).
En este punto quiero recordar unas ideas del Papa San Juan Pablo II expuestas en distintos documentos y que deben ser asumidas en toda su verdad por los legisladores, sobre todo si se declaran católicos. Por la importancia del tema, me extenderé en los textos.
En el caso concreto de la ley del aborto, dice: «El derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o la voluntad de una parte – aunque sea mayoritaria - de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el «derecho» deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos» (Encíclica Evangelium vitæ 57).
Ahondando en la significación política del relativismo moral, San Juan Pablo II saca unas conclusiones sorprendentes, pero absolutamente verdaderas: «la raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, explotándola o incluso intentando destruirla» (Encíclica Centesimus annus 44).
En nuestra democracias modernas existe el riesgo de «la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y por la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última – la cual guía y orienta la acción política - entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Encíclica Veritatis splendor 101).
En este contexto me parece oportuno insertar, en la perspectiva del relativismo ético, la ideología de «género» (gender) que representa para la Iglesia, para la sociedad y para cada cristiano una radical negación de la naturaleza misma del ser humano y el intento, consecuente, de establecer «nuevos» derechos humanos. Es una demostración clara de que no hay un acuerdo acerca de las verdades objetivas y universales; incluso muchos sostienen que no existen o son inalcanzables estas verdades, y por tanto unos bienes correlativos a ellas. Por eso se enarbolan «los derechos de la mujer» en contra de la vida del niño; porque estos «derechos» de la mujer sobre su propio cuerpo y su «calidad de vida» corporal y psíquica se consideran absolutos e incuestionables.
Es importante al respecto el Discurso del Papa Benedicto XVI a la Curia Romana del 21 de diciembre de 2012, en el párrafo que transcribo a continuación, especialmente al final, en que el hijo aparece como «algo» que es «propiedad» de los padres y sobre el que se decide libremente, porque con esta ideología el hombre decide acerca de su propio ser, de su propia naturaleza, el cuerpo no importa, sino sólo su voluntad libre, lo cual es profundamente antihumano y anticristiano, ya que va en contra del mismo Dios Creador y, por lo tanto, de la misma persona humana.
Estas son las palabras del Papa Benedicto, de las que yo destaco las más medulares: «El gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor, ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres. Cita una afirmación que se ha hecho famosa de Simone de Beauvoir: «Mujer no se nace, se hace» («On ne naît pas femme, on le devient»). En estas palabras se expresa la base de lo que hoy se presenta bajo el lema «gender» como una nueva filosofía de la sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social del que se decide autónomamente, mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía. La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente. El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear. Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado. Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza de la persona humana, ya no existen. El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es sólo espíritu y voluntad. La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente. Ahora bien, si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso, también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad que le es propia. Bernheim muestra cómo ésta, de sujeto jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre.»
Un legislador debe reconocer y seguir las normas morales objetivas universales al momento de votar con libre conciencia, pues «estas normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia» (Encíclica Evangelium vitæ 96). En este sentido, lo que debe ser reconocido es el derecho del legislador católico a votar según su conciencia rectamente formada y la obligación de respetar este derecho. Sería una contradicción recurrir al argumento de la «libertad de conciencia» para aprobar la ley de aborto, pero al mismo tiempo imponer una «orden de partido» al parlamentario para que vote a favor de esa ley. En este último caso, el legislador tiene que recurrir al principio de la «objeción de conciencia».
Si en Chile se aprueba el aborto, significaría que nuestro sistema político ya tiene elementos que en su esencia lo convierten en un totalitarismo encubierto. En esta línea, con toda valentía y claridad hay que señalar que una ley de aborto es esencialmente tan totalitaria como la práctica eugenésica llevada a cabo por Hitler o el establecimiento del «gulag» soviético.
Si a pesar de todo, se llegara a aprobar la ley de aborto, se debe «asegurar que la objeción de conciencia se integre en las legislaciones y velar para que sea respetada por las administraciones públicas» (Documento de Aparecida 469).Y «cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos» (Encíclica Evangelium vitæ 73).
El respeto al derecho a vivir del niño por nacer no es negociable
Es responsabilidad de todos los miembros de la sociedad promover el respeto del derecho a vivir del niño por nacer. Aunque no pueda reducirse la defensa de la vida solo al ámbito de las leyes, es evidente que ellas desempeñan una función esencial en el cuerpo social. Las leyes están al servicio de la persona humana y del bien común. Por lo mismo, los parlamentarios, al momento de legislar, deben tener presente el respeto y la promoción de la dignidad de todos, sin excluir a nadie, sobre todo si se trata de los más débiles e indefensos.
Es verdad que muchas veces las mujeres son víctimas débiles e indefensas de situaciones injustas que las afectan gravemente. La sociedad, también a través de sus leyes, debe procurar la prevención, la reparación y el remedio a tales abusos a los que son sometidas muchas mujeres. Pero en la legislación pro – mujer el reconocimiento y la defensa del derecho a vivir del niño por nacer debe estar también en el centro. Es una falacia oponer la dignidad de la mujer a la del niño. Los derechos de la mujer y los derechos a la vida del niño por nacer no son negociables. Esta dignidad es el supuesto, la razón de ser y la finalidad de toda ley. No se pueden promulgar leyes que en nombre de los derechos humanos de un grupo de personas, ignore la dignidad de otro grupo. Esto sería una discriminación gravemente injusta.
Por lo mismo, no corresponde recurrir al principio del «mal menor» para justificar una ley de aborto, pues nunca se puede hacer el mal para procurar un bien. En la ley del aborto la intención expresa y la acción directa es matar al niño por nacer. Violar los derechos esenciales de la mujer es un mal, tanto como violar los derechos del niño por nacer. Matar al niño nunca será un «mal menor» en relación al «mal mayor» de la posible muerte de la madre a causa del embarazo.
En cambio, lo que siempre hay que procurar es el mayor bien posible. Es falso que haya que elegir de entre dos males morales, el menor. Nunca se puede elegir hacer el mal. Un mal no se convierte en bien porque sea menor respecto a otro.
Así, por ejemplo, en relación a la anti –concepción, el Papa Beato Pablo VI afirma que «no se puede invocar como razones válidas para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor […]. No es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien» (Encíclica Humanæ vitæ 14 y17).
Muy distinto es el principio moral «del doble efecto», que establece ser lícito ejecutar un acto en sí bueno, del que se siguen dos efectos, uno bueno querido directamente y otro posible efecto malo, pero no querido. Si una mujer embarazada tiene un problema de salud, se puede procurar su curación (efecto bueno querido directamente) aunque esto signifique la posible muerte del niño (efecto malo no querido y evitado por todos los medios a disposición). Además, gracias a los avances de la medicina, la inmensa mayoría de las veces se logra salvar la vida de la madre y del hijo.
El aborto, la excomunión y la comunión eucarística
Cuando la Iglesia habla de «excomunión» está pensando en la «comunión». Los fieles católicos son parte de la Iglesia, que es comunión con la Trinidad y, en Ella, entre los bautizados. El pecado daña esta comunión e incluso puede apartar totalmente de ella en el caso del pecado mortal. La Iglesia al asociar la pena de la excomunión a ciertos pecados especialmente graves, quiere en definitiva fomentar, salvaguardar y restablecer la plena comunión con Dios y con los hermanos. No es la excomunión la que establece la gravedad del pecado, sino que la gravedad del pecado lleva a aplicar esta pena eclesiástica que tiene varias finalidades: alertar acerca de la gravedad de este pecado, disuadir de cometerlo y administrarla al modo de una medicina, que es amarga, pero que conduce a la salvación cuando la persona recapacita y se arrepiente, pero teniendo en cuenta que el mal del aborto no es algo de suyo «reparable» en sí mismo considerado en esta vida terrena, sino reparable en el orden espiritual de la culpabilidad ante Dios.
Esta doctrina es explicada magistralmente por el Papa San Juan Pablo II: «La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latæ sententiæ», es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia» (Encíclica Evangelium vitæ 62).
En concreto, en el caso del aborto, la excomunión se aplica a los fieles católicos que, conscientes de tal pena, procuran eficazmente el aborto, es decir, tanto la madre como el personal médico, todos los que cooperan en forma directa, tanto moral como material y económicamente; y si es que el niño efectivamente muere.
Pero hay que tener en cuenta que no todo pecado grave conlleva una pena de excomunión, pero sí que todo pecado grave excluye de la comunión eclesial. De parte de un legislador es ciertamente un pecado grave promover la ley de aborto y más aún votar a favor de ella. En sentido positivo, esto significa que «quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la precisa obligación de oponerse a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto» (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, 24 de noviembre de 2002, 4).
El legislador católico que promueve y vota leyes atentatorias contra la inviolabilidad de la vida humana y el fundamental derecho a nacer y vivir, se auto excluye de la comunión plena con la Iglesia en una verdad esencial de su enseñanza. En coherencia, en tal caso, aunque no corresponda aplicar la pena de excomunión, no debe acercarse a la comunión eucarística. Para que pueda acercarse a la comunión, debe primero restablecer la comunión con Cristo y con la Iglesia.
Pero si un legislador católico permanece en su intención de favorecer una ley de aborto y votar a favor de ella, debe abstenerse de acercarse a la comunión eucarística, y si lo hiciera con peligro de escándalo para los fieles se le debe negar la admisión a la comunión, como lo establece el Código de Derecho Canónico: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión […] los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (canon 915). Podrá volver a comulgar una vez que cambie su modo de pensar, se arrepienta, tenga propósito de enmienda, rectifique públicamente su postura y recurra al sacramento de la Penitencia.
El «voto católico»
Toda persona humana debe estar a favor del respeto del más elemental de los derechos humanos, como es el derecho a vivir y a nacer. Un católico debe destacarse por ser promotor de una «cultura de la vida» y valiente opositor a la «cultura de la muerte». Los fieles católicos en el ámbito de su propia responsabilidad debemos unirnos en un gran movimiento pro – vida que favorezca el pleno reconocimiento social, político y legal de la verdad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida. En este sentido no cabe duda que los legisladores tienen una gravísima responsabilidad, de la que tendrán que rendir cuenta en su momento a Dios. A ellos les corresponde en este momento crucial de la historia de Chile «promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil» (Encíclica Evangelium vitæ 101).
Los ciudadanos hemos de desarrollar el sentido crítico al momento de decidir la elección de los candidatos a cargos políticos representativos. Ciertamente que en las actuales circunstancias uno de los criterios morales de discernimiento es no votar por un candidato favorable al aborto y a cualquier otra ley que atente contra la dignidad de la persona humana, como, por ejemplo, la eutanasia y el matrimonio igualitario. Es un deber moral votar sólo por candidatos favorables a una cultura de la vida, independientemente de su tendencia política o de sus propuestas en temas legítimamente opinables y debatibles. En este punto es importante recordar las palabras de San Juan Pablo II: «En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, «ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto» (Encíclica Evangelium vitæ 73).
Los cristianos hemos de vivir la coherencia entre la razón y la fe, entre la vida privada y la pública, entre las exigencias religiosas personales y las sociales. La coherencia humana y cristiana lleva a la promoción de la dignidad humana de todas las personas, en todas las etapas de su vida y en todas sus dimensiones. Es por ello que el reconocimiento de la verdad esencial de todo hombre y de toda mujer abarca todos los aspectos de su existencia. Esto significa que se debe respetar el derecho a nacer, vivir y morir de modo auténticamente humano. El aborto y la eutanasia atentan contra este derecho.
Pero también es un atentado a la dignidad de la persona condiciones injustas de vida, estructuras sociales que marginan a los más pobres y débiles, sistemas económicos que no procuran el auténtico bien común o un ambiente cultural corrompido y corruptor. Es por ello que no se puede separar la defensa del derecho del niño por nacer de otros derechos humanos. Sería ciertamente una incoherencia apoyar el aborto – que es matar a una persona humana - en nombre de la promoción de otros derechos humanos. Por lo mismo, es incoherente votar por un candidato abortista por el hecho de que éste prometa llevar adelante proyectos de bien social, económico y cultural.
Esto es así porque «el servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones» (Encíclica Evangelium Vitaæ 87). Esta idea la desarrolla el Papa Francisco en su Encíclica Evangelii gaudium al tratar la dimensión social de la evangelización y, concretamente, en referencia a la inclusión social de los pobres, con la coherencia que lo caracteriza desarrolla la doctrina católica acerca de los niños por nacer.
En efecto, señala el Papa: «Entre estos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre».
Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana» (213-214).
Por una nueva cultura de la vida
Los católicos estamos llamados a ser los promotores de la «cultura de la vida», sabiéndonos responsables de los demás, especialmente de los más débiles, indefensos e inocentes. No basta con quitarles el voto a los candidatos abortistas y apoyar a quienes son pro vida. Es necesario asumir individual y comunitariamente una decidida actitud de defensa y de promoción del derecho de toda persona humana a ser respetada en su dignidad. Los fieles católicos debemos formarnos adecuadamente con una instrucción doctrinal seria respecto a las razones de la enseñanza de la Iglesia, lo que conlleva a recurrir al abundante magisterio eclesial sobre el tema.
En un tiempo en que la «cultura de la muerte» arremete con tanta fuerza contra la «cultura de la vida», tanto así que parece imparable en su avance, los católicos escuchamos a Cristo decirnos: «Cuánto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Los católicos no podemos quedarnos con los brazos cruzados, observando con indiferencia y pasividad los intentos de legalizar el aborto. Es necesario hoy ser voz de los sin voz, haciendo público nuestro apoyo al derecho del niño a nacer y nuestro rechazo a toda iniciativa que atente contra su vida. Una manera de manifestarnos es promoviendo y adhiriéndonos a las actividades pro vida. Por ejemplo, en nuestra Diócesis de Villarrica, se realiza el sábado siguiente al Día del Niño por Nacer -25 de marzo - la celebración «Yo marcho por la vida» con una alta adhesión de participantes.
Ante la incomprensión y la crítica de un medio social hostil, nos anima San Juan Pablo II a mantenernos firmes en la defensa de la vida: «Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,19; 17,16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,33)» (Encíclica Evangelium vitæ 82).
La promoción de la «cultura de la vida» es integral, es decir, abarca a todas las personas, a toda la persona y a todas las dimensiones de la persona, también social. Es por ello que la Iglesia advierte que «es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos» (Encíclica Evangelium vitæ 90).
Es muy necesaria la atención de las mujeres sometidas por distintas razones a la presión de recurrir al aborto como solución a sus problemas. En este sentido la Iglesia ha realizado una importante labor, «pero es también verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?» (Encíclica Evangelii gaudium 214).
También necesitan de una especial atención pastoral las mujeres que han recurrido al aborto. Desde el reconocimiento de la grave injusticia cometida contra el propio hijo, debe surgir el arrepentimiento y la conversión, la humilde confesión del pecado ante Dios y la certeza de su perdón, la sanación y la esperanza, la paz y la alegría. Una mujer que ha abortado es siempre una víctima, quizá de las circunstancias que la motivaron a tan trágica decisión, pero ciertamente - después del niño eliminado - ella es la principal víctima del aborto. La lucha contra la ley del aborto no es contra las mujeres que han abortado, sino que a favor de ellas. Además, una mujer que ha abortado está llamada a promover la cultura de la vida a favor de otras mujeres que están pasando por su misma experiencia y en favor de los niños en riesgo de ser víctimas de una ley de aborto.
El Documento de Aparecida propone, entre otras acciones de apoyo a la causa de la vida, realizar cursos sobre familia y cuestiones éticas para ayudar a fundamentar el diálogo acerca de los temas de la vida; promover foros, paneles, seminarios y congresos especialmente en referencia al respeto a la vida desde la concepción hasta la muerte natural; ofrecer a los matrimonios programas en paternidad responsable y sobre el uso de los métodos naturales de regulación de la natalidad; apoyar y acompañar a las mujeres que han decido no abortar y también a quienes han abortado; y promover la formación y acción de laicos competentes (cf. Documento de Aparecida 469).
Hago una exhortación a los católicos y a las familias a conocer la doctrina del Evangelio, la Tradición y el Magisterio acerca de lo tratado; que se incluya en los planes de formación catequética y educativa en general, para evitar que las mujeres piensen en la alternativa del aborto; y no solamente ayudarlas en el momento mismo en que ya lo están pensando, una vez que han sufrido, por ejemplo, una violación. Es también necesario formar en la virtud de la castidad, porque muchas veces los niños concebidos son fruto de una relación sexual entre personas que no son esposos legítimos; razón por la que se piensa en el aborto.
Invito a todos los fieles de la Diócesis de Villarrica a la oración y a la penitencia por estas intenciones. Les pido que una intención permanente sea la de la conversión de nuestras autoridades políticas, de quienes tanto depende nuestra sociedad. Una ley de aborto, unida al conjunto de otras leyes y reglamentos – como anticoncepción, esterilización, divorcio, uniones de hecho o «acuerdo de vida en pareja», etc. – constituyen una «cultura» o «sociedad» profundamente anticristiana, que no puede ser vencida sino por el poder de Dios mismo, de Jesucristo Rey de Reyes. Con clarividencia profética el Papa San Juan Pablo II utilizó la expresión «cultura de la muerte» para referirse a una realidad que va más allá de lo humano. Una cultura de este tipo sólo puede explicarse si subyace la presencia del misterio del pecado y del demonio.
Hermanos y hermanas en Jesucristo, pidamos la gracia de la perseverancia en la fe en medio de este mundo secularizado. Pidamos la gracia de ser fieles, fuertes, pacientes, misericordiosos y humildes en la defensa del derecho del niño por nacer y en la promoción de la «cultura de la vida». Es necesario pedir la humildad, porque también nosotros somos débiles y pecadores. Pero en la humildad cristiana está nuestra fortaleza. La Virgen María es la «humilde esclava» (Lc 1,48) que por su poderosa intercesión logra de su Hijo grandes milagros (cf. Jn 2,1-12). Ella, la Madre de quien es la Vida, nos dice «hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2,5). A Jesús le suplicamos lo que Él nos mandó pedir: Pidamos a la misericordia de su Corazón que venga a nosotros su Reino, para que en nuestro país reine la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz.
+Francisco Javier Stegmeier Schmidlin
Obispo de Villarrica
Villarrica, 11 de enero de 2015
Fiesta del Bautismo del Señor