El hombre y la mujer se pertenecen mutuamente en el matrimonio, y ello se expresa también en el hecho de desear las relaciones sexuales. Es, desde luego, importante que ya desde un principio se considere el acto sexual como auténtica expresión de amor, incluso como la mayor expresión de amor posible entre ambos, en el que la unión sexual no sólo expresa la unión de los cuerpos, sino sobre todo de las personas, gracias a su mutua entrega, e incluso se puede afirmar que todo acto conyugal correcta y amorosamente realizado supone al menos implícitamente una renovación de la alianza matrimonial. El primer acto conyugal suele significar para ella su plena transformación en mujer y tal vez el inicio de la maternidad. Por ello, si el marido se precipita, si es poco psicólogo, si no hace que su mujer pueda ver en la relación conyugal la expresión de su amor, es fácil que provoque en ella una sensación de disgusto con respecto al acto sexual que creará dificultades en la vida conyugal. El marido tiene que intentar que su mujer se dé cuenta de que hace el acto sexual con ella fundamentalmente porque la quiere. Además, normalmente el marido tiene que aprender a prestar más atención a los sentimientos de su esposa y ésta a las necesidades físicas de su marido. Y es que el acto sexual conduce a los esposos a un conocimiento mutuo amoroso que probablemente ni siquiera lo sospechaban. No nos extrañe que la Biblia, por ello, llame conocer al acto sexual (Gén 4,1).
Pero la vida y la apertura hacia ella deben ser también consecuencia del amor. La castidad conyugal exige que la intimidad sexual sirva a la vida, es decir, que sea humanamente fecunda y esté al servicio de la procreación, lo que supone que la relación ha llegado a una madurez que le permite asumir no sólo la dimensión de duración, sino la apertura a un porvenir que es el de la pareja, pero al mismo tiempo la supera. «Cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» ( Encíclica Humanae Vitae nº 11). En cambio el acto anticonceptivo quiere separar la sexualidad de la procreación, desconectando el acto conyugal de su función procreadora.
Las exigencias de esta castidad se ven, pues, contradichas cuando, por un lado, se separa el acto sexual, aunque sea procreativo, de su función de expresión del amor conyugal, no realizándose en consecuencia su sentido unitivo. Cuando falta este sentido se llega en muchos casos a una violencia intramatrimonial que es la forma de vejación física y psicológica que sufren millones de esposas. La violencia practicada dentro del matrimonio puede resultar desde el punto de vista psicológico sumamente traumática para la víctima que se ve obligada a convivir con su forzador y se siente íntimamente violada. Por otro lado, también se falta cuando se separa el acto conyugal, aun psicológicamente veraz, de su significado procreador. Si ambas desconexiones coinciden a consecuencia de un egoísmo cualificado, entonces el abuso del matrimonio es máximo, por partida doble.
El servicio de esta doble función unitiva y procreadora del acto conyugal puede exigir en ocasiones una sexualidad contenida, es decir, no actuada. Casi todos los matrimonios han de vivir con normalidad épocas de continencia sexual, por ejemplo, en casos de gestación avanzada, puerperio, enfermedad, separación física. Pero también esta sexualidad contenida tiene que expresar y promover el amor conyugal, porque lo que nunca debe haber es abstinencia en el amor.
Pero la castidad regula también positivamente los actos sexuales, promoviéndolos en su significado más profundo. Hoy la mutua entrega sexual se entiende como una opción personal y un acto de libertad. Los cónyuges realizan la castidad no sólo cuando, por circunstancias especiales, practican la abstinencia total, sino sobre todo cuando viven su unión conyugal como expresión de totalidad y ternura, de delicadeza y cariño, de disfrute del otro y de sí mismo, como mutuo don de amor y profundización de su fidelidad. La auténtica comunicación sexual está en todo el cuerpo y su órgano esencial es el cerebro. La castidad conyugal bien entendida ayuda a superar un cierto puritanismo en lo que se refiere al ejercicio de la sexualidad en la intimidad conyugal. Si el diálogo sexual se lleva a cabo en el matrimonio y salvaguarda los aspectos esenciales del mismo, ese acto sexual que es expresión de amor es efectivamente un acto casto y al que se le puede llamar con toda propiedad hacer el amor, por lo que hay que desterrar para siempre esa nada cristiana enemistad hacia el cuerpo y esa sombra de pecaminosidad que se cierne sobre ciertos gestos que preparan, acompañan y siguen a la intimidad matrimonial. Además, el amor humano, que es un esbozo de la alianza con Dios, puede y debe llegar a ser, a través de su progresivo desarrollo, el lugar de una auténtica experiencia religiosa.
Este amor sabe de oración, de confianza, de diálogo, de sacrificio, de dominio de sí, de respeto, de delicadeza, de espera, de fidelidad, de saber compartir, de esfuerzo para hacerse cada día más digno del cariño del otro. En este punto hay que recordar la genial orden de San Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4), y es que la alegría y el optimismo, así como el sentido del humor y una buena mano izquierda para los momentos difíciles, contribuyen a hacer llevadera y fácil la convivencia matrimonial, mientras que, por el contrario, el pesimismo sólo consigue crear tristeza, rutina y amargura.
Quiero terminar este artículo con una protesta Yo no sé quienes son los sinvergüenzas o los idiotas o las dos cosas, puesto que no se excluyen mutuamente, que hacen las leyes y los reglamentos, pero eso que en España los pañales lleven el veintiuno por ciento de IVA, los preservativos el diez por ciento y las píldoras abortivas el cuatro por cien me parece una canallada.
P. Pedro Trevijano, sacerdote