En el siglo XVIII, Jean de Caussade escribe Entrega a la Providencia de Dios, y responde a la pregunta de cómo debe vivir el cristiano que quiera hacerse santo, diciendo que no debe plantear nada extraordinario, sino solamente ir haciendo lo que en cada ocasión exige la hora. Dios mismo traza el plan mediante su orientación providente y el progreso hacia lo más alto consiste en la pureza cada vez mayor del amor con el cual se hará lo que requiera cada situación. Pero lo que ésta requiera realmente, no lo que querría algún motivo egoísta, predilección personal, gusto o comodidad. La verdad está en comprender todo a partir de Dios, no a partir del propio hombre, sabiéndose obligado por la voluntad de Dios. El hombre recibe en cada ocasión su tarea de la mano de Dios. Esta tarea, como dirá Romano Guardini, no es meramente «mundana», desplegándose al lado de las tareas «religiosas», sino que es religiosa en sí y sólo puede cumplirse en obediencia ante el encargo recibido.
En una reciente entrevista concedida al diario flamenco De Morgen, el obispo de Amberes, Johan Bonny, decide, con absoluta impiedad «a lo que vio Dios que era bueno», trazar su plan providente sobre el matrimonio y la familia, corrigiendo a Dios con la soberbia de postular el «reconocimiento formal de la relación que también está presente en numerosas parejas bisexuales y homosexuales», abogando así en favor de la existencia de otras formas de convivencia que deben ser reconocidas por la Iglesia católica, cayendo el mismo obispo en manos de la incredulidad al no realizar sus acciones a partir de la responsabilidad de la fe sino con objetivos puestos en dudosas actuaciones personales. Sorprende, asimismo, que el prelado utilice la misma argumentación del secular y sordo reproche proveniente del homosexualismo político: el victimismo y la homosexualidad como una forma alternativa de orientación sexual.
Estas palabras deberían encontrar el justo rechazo de una comunidad formada en la fe y el deseo de santidad, ajena a pastores chapuceros y complacientes con una cultura dispuesta a remodelar la naturaleza, necesitada siempre de experimentar la importancia de no traicionar la creación de Dios y aceptar Su voluntad, sin reconducirla con criterios personales ni plegarse como servil embaucador a la hoja de ruta trazada por la opresiva beatitud del mundo. Ver a un obispo solicitando el reconocimiento y la aceptación de la «ideología de género», con la consiguiente destrucción de la familia, es algo esperpéntico, tan insólito como inmoral. Ver a un obispo tratando de reconstruir la naturaleza humana desde la propia Iglesia, convirtiéndola en una institución muy debilitada, incoherente y corrupta, incapaz de gestionar un patrimonio que no es suyo, imposibilitando la misma transmisión de la fe, sólo podrá conseguir una vulgarización de la comunidad de la Iglesia, incitar a una desafortunada rebaja de la amonestación de Cristo a ser perfectos, consentir en un estrepitoso escándalo tanto más perverso cuanto más silenciado.
Para no cerrar la fe sus ojos al mundo ni llevar una vida artificial separada de él, dejando plantados a los hombres, Mons. Bonny provoca la paradoja desesperada de entregarse como meretriz a su poder y anticipar la misma derrota de la fe, sin advertir el prelado su ceguera irracional cuando sus pastores no se preocupan de que el mundo vuelva su mirada a su origen interior, lo vean como en realidad es, como obra del mismo Dios. Las palabras pronunciadas por el obispo apóstata de Amberes demuestran que el mundo también ejerce su poder sobre el hombre no sólo desde el exterior, sino interiormente; que está determinado por la ideología, incluso dentro de la misma Iglesia católica, actuando sobre supuestos previos de su pensamiento, y sobre su propio sentir y juicios de valor establecidos por el mero factor cultural y político.
¿Puede creer hoy todavía un hombre cuando desde el seno de la Iglesia se hacen prevalecer juicios de valor capaces de falsear la voluntad de Dios? ¿No es la actuación del prelado una forma elocuente de degradar el matrimonio, de invocar con necedad un tránsito antropológico hasta debilitar o negar la dependencia de la libertad respecto de la verdad? ¿Qué imagen de la Sagrada Familia deberíamos mostrar en el camino de la educación de la fe cuando se rechaza desde la misma jerarquía eclesiástica la verdad de la familia, basada en el matrimonio monógamo entre un hombre y una mujer, en un amor exclusivo y definitivo, icono de la relación de Dios con su pueblo?
Para que se produzca la victoria sobre el mundo, tal y como la propone la Primera Epístola de San Juan, se necesita una fe viva, capaz todavía de trascender el repliegue del hombre sobre el sentir de la época como lo único verdadero, como una totalidad saciada en su propia autonomía y dueña de sí misma, con una confianza puesta no ya en la dominación pesada del mundo y en la charlatanería pública de arrogantes declaraciones, sino en un mundo cuyo verdadero sentido consiste en el milagro de ser manifestación de Dios.
El obispo de Amberes niega que el mundo sea un hecho religioso, es decir, Creación, formulando un mundo desgajado de Dios, rechazando de un modo tácito que el hombre sea responsable de él. La consecuencia que se desprende de semejantes declaraciones, cuestionadoras del dogma, llevan al mundo a la incredulidad, a no realizar sus acciones a partir de la responsabilidad de la fe, a la pura estrategia o ventaja personal en una genuflexión irreverente de la realidad a la ideología, en un guiño blasfemo hacia un determinado sector de la Iglesia cuyo precio sería una cultura cerrada a la verdad, una existencia rebelada contra el Creador, falsificada y trastornada, que prefiere hacer lo que exige el mundo a cumplir la voluntad de Dios.
P. Roberto Esteban Duque, sacerdote
Publicado originalmente en La Gaceta