La idea de Ley es sumamente controvertida en la actualidad, en parte por la preocupación de salvar en la persona la primacía de la libertad y en parte por concepciones falsas en torno a lo que verdaderamente significa, al no considerarla como el principio racional del obrar humano, sino como una pura fuente de coacción y de obligación. Incluso el mismo concepto de ley como norma de obrar aparece para muchos como más o menos anacrónico en un mundo cuyo valor esencial es la libertad.
En lo religioso hay también una reacción contra una concepción excesivamente jurídica de la vida cristiana, no pudiendo desde luego las leyes ser consideradas como una alienación o un refugio que nos dispensa de pensar, crear, inventar, como si bastase con simplemente obedecer. Dios desde luego nos ha dado la cabeza para que sepamos ser seres a su imagen y semejanza, es decir con inteligencia y sentido común, que sepamos buscar el verdadero sentido de la ley, y no su estricta literalidad, como les sucedió con frecuencia a los escribas y fariseos, en sus controversias con Cristo.
El rechazo de la ley se ha visto favorecido por el olvido progresivo de la concepción cristiana de la ley. El hombre actual se ha hecho a sí mismo sujeto de la Historia, de la que se siente responsable y dispuesto a asumirla y dirigirla. La autonomía recoge sus deseos de obrar libremente, sin presiones externas que le puedan condicionar. Es un querer decidir por sí mismo y por propia convicción, rechazando las órdenes y prohibiciones de una moral imperativa. Se pretende que tanto el principio como la ley o la disposición de la autoridad no sean obligatorios.
No debemos olvidar que nuestra moral no es ni total autonomía, donde uno se gobierna a sí mismo, sin depender de otro, ni heteronomía, siendo otro quien decide por uno, sino teonomía, donde uno se deja libremente guiar por Dios, o mejor aún cristonomía, pues quien guía es Cristo. Para la Encíclica de san Juan Pablo II «Veritatis Splendor»: «Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la Ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios» (nº 41), ya que en Cristo está nuestra vida y nuestra ley: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios»(1 Cor 3,22-23). Su llamada o invitación a seguirle nos indica que nuestro auténtico desarrollo y perfeccionamiento debe llevarnos a producir los frutos de la caridad.
Por todos estos motivos es preciso reencontrar la auténtica concepción cristiana de la Ley y mostrar a ésta en su relación con la gracia y cómo no se opone ni a la libertad ni al desarrollo del hombre, pues en realidad no es otra cosa sino el medio querido por el amor y la sabiduría de Dios para hacernos conocer y realizar el fin para el que nos ha creado. La Ley y por tanto también sus expresiones particulares, es decir las normas concretas, nos señalan el camino de humanización. En esta búsqueda del verdadero sentido de la Ley no pueden estar ausentes ni la revelación bíblica, ni la tradición teológica, ni los problemas que plantea la vida moderna, y uno de estos problemas es precisamente la transmisión y enseñanza de la moral cristiana, pues muchas veces hay grandes diferencias entre lo enseñado por el Papa, el Magisterio o las Facultades de Teología católicas, y lo que los medios de comunicación y la gente piensan es la moral cristiana.
«La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen» (VS nº 40). La Ley Moral necesita de Dios pues tan sólo el convencimiento de que hay un Dios que vela por los hombres impide hundirse en las más profundas degradaciones y atrocidades. Cuando sólo se acentúa lo humano, se concede un valor absoluto no sólo a la libertad y necesidades del hombre, sino también a su maldad, pues al suprimir a Dios, se renuncia al argumento decisivo de porqué la injusticia es injusticia y por qué deben evitarse el odio y el engaño.
Ya Pío XI, en su profética Encíclica «Mit brennender Sorge» contra los nazis, escribió: «Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. «El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral» (Sal 14,1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.»(nº 27).
P. Pedro Trevijano, sacerdote