La concepción cristiana de la Historia se apoya mucho más en la concepción de los profetas de Israel que en la existente en el mundo helénico, basada ésta en un orden cíclico preestablecido. Para la primitiva Iglesia en cambio la venida de Cristo y sobre todo su muerte y resurrección es un acontecimiento único que inaugura en la Tierra el Reino de Dios, con un acto que es a la vez el Juicio de Dios sobre los pecados de los hombres y la suprema ocasión que su Misericordia nos ofrece para recibir su perdón e iniciar una nueva vida.
Hay sin duda una cierta tensión en el Nuevo Testamento entre las afirmaciones de la próxima venida del Reino de Dios (Mc 1,15), de que este Reino ya ha llegado (Mt 12,28; Lc 11,20) y la segunda venida de Cristo (Mt 24,30 y 39; 25,31). Este problema lo resolvemos actualmente con la frase desde ahora, es decir desde la venida de Cristo el Reino de Dios ya está en el mundo y el tiempo presente es el tiempo oportuno, el kairós, la oportunidad que no debemos desaprovechar. En este sentido podemos decir que el futuro ya ha empezado, pero todavía no ha llegado a su consumación plena, que se dará solamente el día del fin de la Historia en el Juicio Final. La tensión escatológica fue tan viva que incluso Pablo parece pensar seriamente en una próxima venida del Señor, aunque el momento concreto es incierto (1 Tes 5,1-2) y se opone a una espera excesivamente ansiosa.
Un rasgo importante de la enseñanza moral de la Iglesia primitiva es el fuerte sentimiento existente de constituir una comunidad orgánica en la que sus miembros son partes de un cuerpo. La vida moral cristiana se desarrolla en el interior de un organismo social que es el Cuerpo de Cristo y cuyo fin es la salvación del mundo entero. Esta idea no es exclusiva del Cristianismo, puesto que también era frecuente en la filosofía antigua, pero en el Cristianismo se pone el acento en el hecho que este cuerpo es el Cuerpo de Cristo, idea desarrollada sobre todo por S. Pablo (1 Cor 12,12-27), pero que existe también en S. Juan bajo la figura de la vid y de los sarmientos (Jn 15,1-8), y en S. Pedro, en donde la figura es de un edificio de piedras vivas (1 P 2,4-5).
Es en Cristo donde somos llamados, justificados y glorificados (Rom 8,28-30). Por ello más que buscar lo propio del cristiano en actos concretos, que coinciden muchas veces con los de las morales no cristianas, habrá que encontrarlo en las realidades y motivaciones cristianas de nuestra actuación. Estas realidades son entre otras la persona de Cristo, el Espíritu Santo obrando en nosotros, la comunidad eclesial, los sacramentos etc., que deben estar presentes en nuestro comportamiento, orientándonos hacia los valores divinos, pues de otro modo no existiríamos ni como cristianos ni como hombres de fe p. ej. la motivación cristiana que se nos da para no ir de prostitutas en 1 Cor 6,12-20.
El Nuevo Testamento nos exige ante todo y sobre todo una opción fundamental, entendida como un sí total y para siempre a Cristo, con todas las consecuencias que ello implica: "Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás" (Mt 6,33). El seguimiento de Cristo supone la conversión a fondo del hombre y la creación de nuevas actitudes a los más profundos niveles de la existencia, sin excluir normas concretas en diversos campos de conducta, como la oración, la amistad, la pobreza, el trabajo y la sexualidad.
P. Pedro Trevijano, sacerdote