Han pasado ya 2009 años, y nuestra sociedad continúa debatiéndose entre la acogida y el rechazo a Jesucristo. El hecho de que su nacimiento marque el centro -el año cero- del calendario occidental, no quiere decir que Él sea, en la práctica, el fundamento de los valores que construyen nuestra vida. Pero lo cierto es que en estos dos milenios, la historia de la humanidad ha “progresado” en la medida en que se ha abierto al mensaje del Evangelio; mientras que, por el contrario, ha “retrocedido” cuando le ha dado la espalda.
El cristianismo transformó, en buena medida, la cultura cruel e inmisericorde del Imperio Romano y del mundo bárbaro. La pobreza y la debilidad, pasaron de ser un signo de maldición, a convertirse en un reto para nuestra generosidad y en un cuestionamiento de nuestra falta de humanidad.
Por ejemplo, en el caso concreto de la atención a los enfermos, con la llegada del cristianismo comenzó la asistencia a los “incurables”, aquellos que hasta entonces, según la práctica habitual, eran abandonados, e incluso expulsados fuera de los muros de la ciudad. Antes de Jesucristo, no se concebía que la sociedad emplease sus energías en acompañar y aliviar el sufrimiento de quienes carecen de perspectivas de “futuro”. El cuidado de los minusválidos, enfermos mentales, moribundos, etc., terminó formando parte de la cultura occidental, por influjo de la concepción cristiana de la existencia, que reconoce en el ser humano una dignidad espiritual, más allá de su salud corporal.
Sin embargo, a lo largo de estos dos milenios, también la cultura de la muerte ha tenido numerosos valedores, como es el caso del filósofo Friedrich Nietzsche, quien en la segunda mitad del siglo XIX impulsó un pensamiento que ponía las bases para el posterior surgimiento del nazismo, del comunismo y de otras visiones anticristianas de la existencia.
Nietzsche despreciaba el cristianismo por haber difundido los ideales de la compasión, la piedad, la humildad, etc. En opinión de Nietzsche, todo ello es contrario a lo que él considera verdaderos valores: la salud, la vitalidad, el poder, lo enérgico, el triunfo, etc.
La historia prosiguió su curso inexorable, y tras la dramática lección extraída del nazismo y del comunismo, todo hacía pensar que Occidente volvería a “progresar en humanismo”, desde el redescubrimiento de sus raíces cristianas. Sin embargo, llegado el final del siglo XX y el inicio del XXI, nos encontramos con numerosos signos de alarma, que amenazan con un “retroceso” hacia la cultura de la muerte, antaño superada por el cristianismo.
¿Qué pensar de una cultura que reivindica la muerte –el suicidio asistido- como un derecho? ¿Y qué sociedad estamos construyendo, en la que se llega a considerar la vida como un “infierno”, y a la muerte como una “liberación”? Tal vez, la única característica novedosa de esta nueva reformulación del paganismo anticristiano en la que estamos inmersos, es que se nos presenta disfrazada de tolerancia y de libertad. Ya no se trataría de expulsar a los débiles y desahuciados de nuestra sociedad, sino de inculcar unos antivalores que les lleven a convencerse de que están sobrando, de forma que sean ellos mismos los que tomen la decisión de quitarse de en medio…
Sin embargo, al mismo tiempo que la cultura de la muerte parece imponerse, el mensaje de Cristo continúa abriéndose camino en nuestros días. Jesucristo se revela cada vez como más necesario y decisivo, para todos aquellos que buscan el sentido de la existencia.
Del año 2008 recién concluido, merece la pena destacar el testimonio dado por las religiosas italianas que en la Clínica Talamoni, cerca de Milán, atienden a la joven Eluana, quien permanece ya dieciséis años en coma irreversible.
A petición del padre de Eluana, un juez concedió el permiso para retirarle la hidratación, la alimentación y la respiración artificial. En ese momento trágico, las religiosas encargadas tantos años de su cuidado diario, manifestaron públicamente su «disponibilidad para servir hoy y siempre a Eluana». «Nosotras la sentimos viva». «No pedimos nada a cambio, sólo el silencio y la libertad de amar y darnos a los débiles, a los pequeños, a los pobres…». Me permito reseñar un “pequeño” detalle que fácilmente pudo pasar inadvertido: la religiosa que realizaba aquellas declaraciones, en nombre del resto de la comunidad religiosa, se llama… ¡Misericordia!
Después del “terremoto” causado en Italia por las declaraciones de la hermana Misericordia, el Ministerio de Sanidad envió una circular a todos los centros hospitalarios públicos y privados italianos, en la que se prohíbe retirar la alimentación a los pacientes en estado vegetativo, lo que ha impedido ejecutar la sentencia que autorizaba a acabar con la vida de Eluana. El testimonio de estas religiosas ha vencido sobre la cultura de la muerte, cuando menos, en este “asalto”. Aunque, a buen seguro, ellas se apresurarían a matizar que, es el Amor de Cristo quien ha vencido en ellas.
2009 años después, bien podemos decir que Jesucristo no sólo ha cambiado la historia de Eluana o la de las religiosas que cuidan de ella, sino que ha transformado el decurso de la humanidad. ¿Qué sería de nosotros sin el Dulce Nombre de Jesús? “No hay bajo el Cielo otro nombre por el que podamos ser salvados” (Hch 4, 12).
+ José Ignacio Munilla, obispo de Palencia