Estos días de Semana Santa son unos días de especial trabajo para los sacerdotes. En mi caso particular es la semana del año en la que confieso en mi ciudad a más gente. Por ello voy a hacer unas pocas reflexiones sobre este sacramento.
Poco después del Concilio empezaron a oírse una serie de afirmaciones sobre si la Iglesia iba a suprimir la confesión, o al menos reducirla a una versión edulcorada en la que ni siquiera era necesario confesar ante el sacerdote los pecados mortales, sino que bastaba la absolución colectiva, cuando el Concilio de Trento define que la penitencia es un sacramento (DS 1601 y 1701; D 844 y 911), reaccionando así contra las afirmaciones de los protestantes que negaban o al menos ponían en duda esta sacramentalidad. Esta definición supone que estamos ante un dogma de fe, es decir ante una verdad inmutable que no está en poder de la Iglesia suprimir, aunque sí su realización concreta puede experimentar y de hecho ha experimentado variaciones en el curso de los siglos. Fue además instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados, por lo que «es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen» (DS 1680 y 1797; D 899 y 917).
Entendemos por sacramento un signo sagrado que produce y comunica la gracia. La Penitencia es un sacramento, es decir un acto que expresa y realiza una realidad de gracia. La gracia es la acción del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes, acción que se lleva a cabo en un diálogo en el que Dios habla y el hombre escucha y responde. En este sacramento el hombre recibe el perdón divino. Y es que Dios es así: hasta el pecado se hace ocasión de un amor mayor entre la criatura y Dios. «Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de la Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la conversión»(Catecismo de la Iglesia Católica nº 1446). Recientemente el Papa Francisco ha tenido una frase muy afortunada: «Nosotros nos cansamos antes de pedir perdón que Dios de perdonarnos».
La crisis del sacramento se debe no sólo a la pérdida del sentido del pecado, sino también al hecho que la gente no viene a confesarse y los sacerdotes no nos sentamos en el confesionario, ocasionando un círculo vicioso, que es a los sacerdotes a quienes corresponde romper. El sacerdote debe estar convencido de la importancia de su tarea, porque como nos dice el Apóstol Santiago: «Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados»(5,19-20). Aunque como decía la Beata Teresa de Calcuta debemos ser sólo un lápiz en manos de Dios, reconozco que me hace ilusión, aunque procure no enorgullecerme, cuando los penitentes tras la confesión me dan las gracias. Claro que un favor no se da nunca en sentido único y si ellos me agradecen la confesión, no es sólo que yo también reciba de ellos, sino que además están dando sentido a mi sacerdocio. Por todo ello nuestra actitud hacia los penitentes debe ser el amor. Conseguir esta actitud de cariño es fácil, porque aparte que la gracia de estado está para algo, vemos al penitente ya arrepentido, es decir bajo la luz de la gracia que ya posee, al menos en forma de atrición.
Este amor al penitente debe llevarnos a amar a la Penitencia como ministros suyos y como una de nuestras tareas evangelizadoras más importantes: «otras obras por falta de tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión» (Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral sobre el sacramento de la Penitencia. «Dejaos reconciliar con Dios», Madrid 1989 nº 82); «el confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo pidan razonablemente» ( Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, «Reconciliatio et Paenitentia», nº 10).
Por el confesionario pasa gente de toda clase y condición, pero quienes más me impactan son, por una parte, esas que tienen auténtica categoría moral y viven una vida de santidad y, por otra, aquéllos que han cometido pecados muy graves, pero vienen sinceramente arrepentidos y te hacen recordar Lc 7,47, el episodio de la pecadora arrepentida: «Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco». Convencerles de que las cosas son así, es una de las tareas más bonitas que puedes hacer. Recordemos además, que como nos ha dicho el Papa, la confesión no debe ser una tortura, sino un encuentro profundamente humano con un Dios que me ama.
P. Pedro Trevijano, sacerdote