Hay que reconocer que la ley del péndulo también tiene su reflejo en la presentación del mismo hecho religioso. Pero afortunadamente, en nuestros días estamos superando las formulaciones antitéticas, y caminamos hacia una comprensión más equilibrada del misterio cristiano.
El punto de partida histórico es totalmente necesario para entender el Viernes Santo. De hecho, el destino vivido por los profetas del Antiguo Testamento hacía previsibles los acontecimientos dramáticos que se precipitaron siglos más tarde sobre Jesús de Nazaret. ¡Cómo no recordar aquellas palabras de Cristo bañadas en lágrimas!: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados…» (Mt 23, 37).
La perspectiva histórica encuadra la Pasión de Jesucristo en el destino de todo hombre justo que no está dispuesto a pactar con la injusticia. Si Jesucristo hubiese sido un mediocre, con toda seguridad, no hubiera recibido la condena a muerte. El propio Evangelio nos recuerda que el martirio se ha convertido en la lógica del avance de la justicia: «¡Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia!» (Mt 5, 10).
Fue la Teología de la Liberación la que más subrayó esta dimensión histórica de la muerte de Cristo. Pero desgraciadamente, olvidando el equilibrio necesario, algunos de sus autores llegaron a confundir la lógica evangélica del martirio con la teoría marxista de la lucha de clases. Y lo que es peor: contrapusieron el sentido teológico de la muerte de Cristo a su explicación historicista. La afirmación de que «Jesucristo murió por el perdón de nuestros pecados», fue vista con recelo, al considerar que se trataba de una evasiva teológica que distraía de la cruda realidad: A Cristo le mataron por enfrentarse con los poderes fácticos de su tiempo.
Pero está claro que la explicación meramente historicista de la muerte de Jesús de Nazaret, dejaba en la penumbra la singularidad de la figura de Cristo, expresada con nitidez en las Sagradas Escrituras. Jesucristo no solo es el protagonista de un drama sociopolítico, ni siquiera se limita a ser el modelo del hombre comprometido con la justicia humana; sino que, por encima de todo ello –en un plano superior, pero igualmente real–, está llevando a cabo el plan de salvación dispuesto por Dios Padre. Jesús no solo es un hombre coherente, ajusticiado por unos ideales ‘revolucionarios’ en su tiempo; sino que también es el enviado del Padre para nuestra redención y salvación eterna. Ciertamente, ni lo segundo niega lo primero, ni tampoco lo primero nos debe hacer olvidar lo segundo. Pero la clave está en integrar ambas realidades, y para ello es necesario subrayar la primacía del sentido teológico de la muerte de Cristo sobre la lectura historicista. Y el motivo es muy claro: el auténtico sentido teológico integra al histórico; pero el sentido historicista puede agotarse en sí mismo, sin abrirse al sentido teológico.
En definitiva, el Viernes Santo es importante subrayar que Cristo «murió por nosotros». Y lo hizo, no solo en el sentido de que los hombres desencadenamos su martirio, sino también en el sentido de que Él entregó libre y voluntariamente su vida por nuestra salvación. En la Pasión de Cristo confluyen dos causalidades: la humana y la divina. De la misma forma que afirmamos con verdad que «Jesús fue entregado por Judas», o que «fue entregado por los judíos a Poncio Pilato para que lo condenara a muerte»; en otro nivel superior, la Sagrada Escritura afirma también que «el Padre entregó a su Hijo a la muerte redentora», o que «Cristo entregó su vida por nuestra salvación». Se trata de la misma realidad vista desde sus diversos ángulos: la historia humana está integrada en la Historia de la Salvación. En realidad, no son dos historias, sino una sola.
Así podremos entender muchas de las expresiones del Señor Jesús en los Evangelios. Por ejemplo, su insistencia en que su pasión y muerte eran ‘necesarias’: «Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, sea crucificado y al tercer día resucite» (Lc 24, 7); «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 26)… El evangelio de San Juan eleva al cénit esta dimensión salvífica de la muerte de Cristo con las siguientes palabras: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla, y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 18).
Utilizando la expresión de nuestro patrono San Ignacio: ¡Que Dios nos conceda a todos crecer en el conocimiento interno del amor de Cristo, que entregó su vida por nosotros! ¡Feliz Pascua de Resurrección!