Siempre se ha considerado la Cuaresma como un período especial de penitencia y conversión. El miércoles de Ceniza, cuando se nos impone ésta, se nos dice: «convertíos y creed en el evangelio». Nuestra conversión supone nuestra lucha contra el pecado y por tanto creer en la Buena Nueva de su perdón. El sacramento de la Penitencia tiene su origen por una parte en la experiencia de la realidad del pecado en el interior de la comunidad cristiana, y por otra en el convencimiento que el pecado del cristiano puede ser superado, si hay una verdadera conversión, por el poder del perdón de Dios transmitido a la Iglesia por medio de Jesús.
En consecuencia el camino del cristiano para superar el pecado va a ser el de la fe y esperanza, pues el cristiano no puede hablar de pecado y culpa, sin hablar también de perdón y reconciliación, que es lo que hace que el Evangelio sea la Buena Noticia y no una amenaza. Experimentamos con dolor que no respondemos a lo que Cristo espera de nosotros, y que en lugar de dejarnos llevar por el espíritu de Cristo, una y otra vez seguimos el «espíritu de este mundo». Pero la misericordia de Dios es más grande que nuestras infidelidades, ya que a los que después del Bautismo hemos caído en pecado, Dios nos ofrece más posibilidades de conversión, gracias al sacramento de la penitencia. Pero para comprender este sacramento primero conviene comprender de qué realidad hemos sido o debemos ser perdonados.
No nos es posible tener el sentido auténtico del pecado, si no tenemos el sentido de Dios, de su santidad, del llamamiento que nos dirige. «Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 386).
El pecado por tanto pertenece al orden religioso moral, suponiendo un No de la persona humana que se encierra en sí misma y no realiza la apertura y don de sí que se espera de ella, con respecto no sólo de Dios, sino también del prójimo y de la creación entera, consistiendo su sentido teológico en que, a la luz de la fe, el comportamiento pecaminoso suficientemente grave aparece como ruptura consciente y voluntaria de la relación con el Padre, con Cristo y con la comunidad eclesial.
Cuando se dice que el pecado consiste en una «aversio a Deo, conversio ad creaturas», se da una definición inexacta y rica en posibles malentendidos. El pecado consiste en dirigirse desordenadamente hacia una criatura, puesto que el pecado coloca la criatura hacia la que el pecador se vuelve fuera del orden dirigido por Dios. Lo que el pecado contradice ante todo, no es la moralidad sino la fe. Fundamentalmente es una «aversio a Deo», es decir un alejamiento de Dios, siendo tarea de la teología dar cuenta de las implicaciones propiamente teológicas de nuestros fallos éticos. Al tomar conciencia de la relación de nuestra vida con Dios, los hombres pueden reconocer como pecado sus faltas morales.
Podemos decir que en el espíritu de la Biblia el pecado consiste en separarse de Dios y volverse hacia un ídolo, pero separándose de Dios, de hecho el pecador se aleja también de las criaturas. Por ello Sb 14,12-31 y Rom 1,18-32 nos presentan el acto de idolatría por el que rechazamos a Dios como fuente de todos los pecados que los hombres cometen unos contra otros. «El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad» (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II «Reconciliatio et Paenitentia», nº 10). Si una falta como el exceso de alcohol puede ocasionar a un automovilista consecuencias terribles para él y para los demás, no es difícil suponer que el rechazo empedernido de Dios tenga peores consecuencias. Lo mismo que amamos con un mismo amor a Dios y al prójimo, con el pecado, que es un no querer amar, nos situamos en una postura de enfrentamiento contra Dios y lo creado.
Por tanto no sólo es pecado la ofensa directa contra Dios, sino también la injuria contra el hombre, ser creado a «imagen y semejanza de Dios» (Gen 1,26). Nuestro pecado además no es algo meramente individual, sino que tiene unas consecuencias sociales que afectan a la comunidad humana, dado que existe un estricto nexo entre el pecado-situación y los pecados-acción. Dios está presente en el hombre de tal modo que considera como cometido contra Él el mal que se hace contra el hombre: «El que maltrata al pobre, injuria a su Hacedor»(Prov 14,31).
Por todo ello el pecado se nos aparece como falta ante Dios, como atentado contra lo divino y santo. Mientras el amor nos une, el pecado nos separa de Él. Ahora bien la Biblia nos habla de la bondad y santidad de Dios y por ello esperamos la reconciliación entre Dios y nosotros a pesar del mal. La fe cristiana nos enseña que culpa y pecado han sido integrados en la Historia de la Salvación y por ello sólo podemos hablar rectamente sobre ellos, cuando también tenemos presente la oferta de reconciliación de parte de Dios. Incluso tenemos la esperanza que el mal forme parte de una pedagogía que no llegamos a entender del todo, pero que nos hace decir que gracias al mal Dios hace el bien (pensemos en la «feliz culpa» que hizo posible la redención y en lo que expresa el refrán popular «Dios escribe derecho con renglones torcidos»). Más aún, existe el todavía más, pues donde abunda el pecado sobreabunda la gracia (Rom 5,20).
P. Pedro Trevijano, sacerdote