En estos últimos meses se ha vuelto a replantear la cuestión de la antropología de J. A. Pagola en su obra Jesús. Aproximación histórica publicada en su primera edición en 2007. A propósito de ella escribí un artículo que se publicó en internet junto a los de otros teólogos, incluso el obispo de Tarazona (diciembre de 2007).
Siguiendo las indicaciones de la Congregación de la Doctrina de la Fe, la comisión episcopal de la Conferencia episcopal española elaboró una Nota de clarificación sobre el libro de J. A. Pagola «Jesús. Aproximación histórica» el 18 de junio de 2008, publicada con la autorización de la comisión permanente. Dicha nota se refería a la primera versión del libro, de modo que mantiene su valor permanente.
En 2008 se publica la novena edición del libro que aparece esta vez con el imprimatur de Mons. Uriarte. La Congregación de la Doctrina de la Fe dispuso que la Conferencia episcopal española revisase esta nueva edición renovada, aunque el libro haya recibido el imprimatur de Mons. Uriarte. En todo caso, fue la misma CDF la que asumió la revisión y la obra fue retirada de las librerías (febrero de 2010). La Congregación siguió con el estudio de la obra y en su sesión plenaria del 19 de octubre de 2011 determinó lo siguiente, comunicado por carta al Presidente de la Conferencia episcopal por el Card. Prefecto: el libro, «aun no conteniendo proposiciones directamente contrarias a la fe, es peligroso a causa de sus omisiones y de su ambigüedad. Su enfoque metodológico ha de considerarse erróneo, por cuanto, separando el llamado Jesús histórico del Cristo de la fe en su reconstrucción histórica elimina preconcebidamente todo cuanto excede de una presentación de Jesús como profeta del Reino». La Congregación pedía entonces al nuevo obispo de San Sebastián propiciar un coloquio con el autor, junto con los expertos de la Comisión doctrinal de la Conferencia episcopal en orden a la revisión de la obra y a presentar una relación escrita.
El 19 de febrero de 2013 la Congregación escribe al obispo de San Sebastián que el autor ha respondido satisfactoriamente a las observaciones hechas por la Congregación y que se le debe exhortar a introducirlas en futuras ediciones de la obra, a la que no obstante no se le podrá dar el imprimatur.
Para comprobar los datos de esta introducción remitimos a la nota de la Conferencia episcopal española Decisiones sobre el libro Jesús. Aproximación histórica, de J. A. Pagola (8 de marzo de 2013). Documentos de la Conferencia episcopal española (www.conferenciaepiscopal.es/indexphp/notas/2013).
I. Las carencias de un método
Hay un texto en S. Juan en el que Jesús afirma: «antes de que Abrahán existiera, yo soy» (Jn 8,58). Y tomaron piedras para tirárselas. Los judíos apedrean cuando oyen una blasfemia. Y, en efecto, lo era, porque Yo soy es Yahvé, el nombre
que Dios se dio a sí mismo cuando se lo pidió Moisés (Ex 3,14). Y era un nombre que los cristianos no lo utilizaron nunca para designar a Jesús, al que llamaban Señor, Hijo de Dios, Mesías y Príncipe de la paz. Si aplicamos los criterios de historicidad con rigor, veremos que la escena no la pudo inventar la comunidad primitiva porque nunca pronunciaba ese nombre para designar a Jesús. Lo reservaba solo para el Dios de Israel. Pero el caso es que Yo soy aparece en otras tres ocasiones: «cuando hayáis levantado al Hijo del hombre (en la cruz y en la resurrección) entonces sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). «Porque si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8,24). Y lo mismo leemos en Jn 13,19.
¿Por qué entonces Pagola no cita estos textos que están avalados por la crítica histórica? Solo hay una respuesta: porque no acepta que Cristo es Dios, como veremos. Pagola siempre oculta lo que no le gusta, aunque sea lo más importante del Evangelio.
Y, en este sentido, Pagola no cita tampoco el hecho de que a Cristo se le acusa seis veces de blasfemo: Lc 20,72; Jn 5,18; Jn 19,7; Jn 8,58; Jn 10,33 y Mc 2,7 (volveremos sobre este texto). El silencio de Pagola sobre este punto tiene también una explicación: si aceptara que a Jesús se le ha acusado seis veces de blasfemo, tendría que aceptar que él ha confesado que era Dios.
Hay también otro hecho que llama poderosamente la atención y es que no ha estudiado el título de Hijo del hombre, cuando este fue el título más usado por Cristo. No vamos a entrar a exponer el contenido de este título que he estudiado en mis obras Teología fundamental (Edicep 20094), Señor y Cristo (Palabra 2005, ed. 2007, p. 206). Solo me limito a dar algunos datos: aparece catorce veces en Mc (fuente de la triple tradición), diez veces en la Quelle, siete veces en textos exclusivos de Mt y otras siete en fuentes exclusivas de Lc. Y trece veces en el Evangelio tardío de S. Juan. Solo por el criterio de múltiple fuente, ya tendríamos que decir que este título es histórico. Pero también lo apoya el criterio de discontinuidad porque la comunidad primitiva no lo utilizó nunca para designar a Jesús. Después de veinte siglos de cristianismo, todavía no tenemos una oración litúrgica en que nos dirigimos a Cristo llamándole Hijo del hombre. ¿Por qué, entonces, el silencio de Pagola? ¿Porque el Hijo del hombre tiene prerrogativas divinas como dueño del sábado (Mc 2,28) y poseer el poder de perdonar los pecados (Mc 2,10)? ¿O es porque viene del cielo y retorna al cielo, de donde bajó? «Nadie sube al cielo, sino el que ha bajado, el Hijo del hombre» (Jn 3,13).
Pero es que, además, si comparamos los cambios que sobre Mc 2,5 ha introducido la nueva edición, veremos algo que resulta increíble. Al estudiar en la primera edición este título decía de forma arbitraria que, posiblemente, no era histórico (Ed. 2007, p. 206). Pero la nueva edición ha realizado un cambio profundo, defendiendo que efectivamente Jesús se arrogó la potestad de perdonar los pecados en su nombre. Oigamos a Pagola:
Esta actuación de Jesús resultaba escandalosa y blasfema para la mentalidad judía. Se entiende bien la acusación de los escribas: «Está blasfemando: ¿quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?» La respuesta de Jesús es firme y clara: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –dice al paralítico-: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Jesús no actúa como un profeta o un sacerdote que, en nombre o representación de Dios, declara que el pecador ha sido perdonado, sino como «Hijo del hombre» que tiene en la tierra poder para perdonar pecados (p. 215).
Dice, pues, que confesar que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados resultaba escandaloso y blasfemo. Pero, si nos fijamos bien, de ahí no deduce que Jesucristo es Dios. ¿Por qué? Porque eso contradiría la tesis fundamental de su obra: que Jesús fue un «creyente fiel», que es el título del capítulo once.
Pero otra observación sobre el método. Pagola no utiliza un método que hoy en día se ha mostrado muy eficaz a la hora de estudiar la divinidad de Cristo: la cristología implícita. Cristo, de forma implícita, se presenta como Dios constantemente. Cuando se pone como centro de la fe y la salvación en logia como: «el que busque su vida la perderá, el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 10,39). «Y seréis aborrecidos todos por causa de mi nombre; el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10,18-22). Guardini, en La esencia del cristianismo (Madrid 1984) ha hecho una reflexión profunda sobre todos estos logia destacando que Jesucristo hace lo que ningún otro fundador de religión se atrevió a hacer: ponerse como centro de la vida religiosa y pedir para sí mismo la misma fe que solo Dios puede pedir. J. Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret I (Madrid 2007), recuerda la historia del rabino J. Neusner que cuenta a otro rabino que Jesús mantiene la ley, que no ha quitado de ella ningún precepto, pero que se ha colocado como centro, por encima de la ley. Jesús, dice, tiene exigencias para mí que solo Dios las puede tener. Esto es lo que me impide ser cristiano.
Que me perdone Pagola si afirmo que, a mí, el rabino Neusner me ayuda a ser cristiano, mientras que en sus escritos no paso de Jesús como un creyente fiel.
Pero Jesucristo se mostró incluso superior a las grandes instituciones religiosas de su pueblo: la ley, el sábado y el templo, con lo cual está diciendo implícitamente que es Dios. La ley no la podía tocar ningún profeta, porque era la hija de Dios; Cristo no la elimina (al menos, en sus preceptos fundamentales) pero se atreve a reformarla, perfeccionándola: «hasta ahora se ha dicho…, pero yo os digo…» (Mt 5). «El que mira a una mujer deseándola en su corazón, ya ha cometido adulterio» (Mt 5,28). Hace milagros y exorcismos en sábado (Mc 1) con el fin de liberar de la posesión pero también con el fin de afirmar que el Hijo del hombre es dueño del sábado (Mc 2,28). Y también dice que es mayor que el templo (Mt 12,6), cuando el templo era la Shekinah Yahvé. Es curioso que se le ha escapado un texto único en su valor: Cristo comentó que iba a destruir el templo y que lo reconstruiría en tres días (Jn 2,19). Él hablaba del santuario de su cuerpo, anota S. Juan (Jn 2,21). Y efectivamente el templo fue destruido en el año 70 por los romanos; pero ahora el templo está allí donde está el santuario de su cuerpo: la eucaristía.
¿Por qué realmente Pagola no acepta la divinidad de Cristo? Porque no quiere ir más allá de la afirmación de que Cristo es un creyente fiel, expresión con la que titula el capítulo quince. El caso es que yo no he encontrado ni una sola vez un solo texto en todo el NT en el que se afirme que Cristo tenía fe en Dios o que creía en él. En muchos casos, no se lee la Biblia. En la Biblia se dice que Cristo ve al Padre y que da testimonio de lo que ve (Jn 1,18; 6,46; 3,11): «en verdad, en verdad os digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio» (Jn 3,11).
Es verdad que Jesús llama Abba a su padre, expresión que demuestra la confianza total que tiene en Dios. Y es aquí donde Pagola, en la nueva edición, introduce un párrafo nuevo en el que afirma que Jesús se tenía por el Hijo enviado de Dios, y llega incluso a decir que es el «Hijo», usando una expresión absoluta. Oigámosle:
Esta conciencia de una intimidad filial con Dios, su Padre, no es equiparable con la que puedan tener otros hijos e hijas de Dios. Jesús habla sintiéndose el Hijo enviado por Dios: «El que me recibe a mí… recibe al que me ha enviado»; «El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado». Este modo de expresarse muestra la conciencia que tiene Jesús de su misión y de su vinculación única con Dios, su Padre. Hemos de recordar también un dicho muy significativo de Jesús en el que se emplea el término absoluto de «el Hijo», y donde se expresa la relación singular y única entre Jesús, el Hijo, y Dios, su Padre: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Para no pocos investigadores, este dicho, de tono propiamente joánico, es el testimonio más primitivo, dentro de la tradición sinóptica, de la clara conciencia que tiene Jesús de su filiación divina (p. 321).
Pero si nos damos cuenta, no dice que el Hijo es Dios ni tampoco que ve a Dios. Lo que afirmará siempre es que cree en Dios.
II. El reino de Dios
Tenemos que entender lo que es el reino en la mentalidad de Pagola. Jesús es un profeta itinerante, que recorría los caminos de Galilea (p. 49) e invitaba a todos a una nueva experiencia de Dios. Jesús no es un teólogo ni un sabio, solo sabe hablar de la vida. No fue ningún maestro de la ley. Era un artesano que vivió el celibato. Tenía las costumbres de su pueblo: rezaba la shemá dos veces al día e iba a la sinagoga los sábados. No fue discípulo de ningún maestro de la ley. Pero se dedicó a algo que se iría apoderando poco a poco de su corazón. Él lo llamaba reino de Dios. Su obsesión era anunciar la buena noticia de Dios (p. 69), la noticia de un Dios como padre bondadoso. Todo comenzó con la experiencia religiosa que tuvo con ocasión del bautismo que recibió del Bautista.
Cuando Jesús sale de su entorno de Nazaret va a al encuentro de Juan Bautista que había comenzado un movimiento de conversión y penitencia en el desierto. Todo el pueblo ha de convertirse a Dios. El Bautista, dada la imagen de Dios como juez que intenta convertir a su pueblo del pecado y de la rebeldía contra Dios, llama a volver a la Alianza. Y en ese ambiente espera un personaje que ha de venir y que bautizará con fuego (Mc 1,7). Jesús acudió allí y se hizo bautizar por el Bautista. Pero fue en ese momento cuando experimentó un giro total en su vida, allí fue donde tuvo la experiencia de Dios que marcaría su predicación. Experimentó la irrupción definitiva de Dios en la historia; no es el Dios del juicio, sino el Dios de la salvación. Dios viene como Padre a dar una vida digna a todos los hombres. Ese es el Reino de Dios que ha llegado.
Pagola se rebela contra los que hacen del Reino de Dios algo privado y espiritual que se produce en lo íntimo de la persona cuando se abre al amor de Dios (p. 105). No, el Reino es una fuerza liberadora que trata de curar el sufrimiento, la enfermedad y la pobreza. El enemigo a combatir es el mal que reina en el mundo. Jesús proclama la salvación de Dios curando. Dios es amigo de la vida y quiere generar una sociedad más saludable: curar, liberar del mal, sacar del abatimiento, sanar la religión. Eso es el Reino (p. 111). Dios viene para suprimir la miseria, para que los hombres recuperen su dignidad. Dios no tolera el sufrimiento de los pobres. Y las cosas tienen que cambiar.
Recuerda Pagola que Dios acoge a publicanos y pecadores sin condición alguna (pp. 208-209). Jesús comparte mesa con ellos y se sienten acogidos por Dios y así se va despertando en ellos el sentido de su propia dignidad. Dios es un amigo que ofrece su amistad, y así poco a poco se despierta en el pecador el sentido de su dignidad. Los pecadores pueden abrirse al perdón de Dios y cambiar, pero no se da ninguna declaración, no les absuelve de sus pecados, sencillamente los acoge como amigo. Jesús enseña que Dios sale hacia el pecador no como juez que dicta sentencia, sino como un padre que busca recuperar a sus hijos perdidos. En el Antiguo Testamento se perdona a los que previamente se han arrepentido; Jesús no exige un arrepentimiento previo. Jesús acoge a los pecadores tal como son, pecadores. Se trata de un perdón no condicionado al arrepentimiento.
Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación terapéutica no sigue los caminos de la ley: definir la culpa, llamar al arrepentimiento, lograr el cambio y ofrecer un perdón condicionado a una respuesta posterior positiva. Jesús sigue los caminos del Reino: ofrece acogida y amistad, regala el perdón de Dios y confía en su misericordia, que sabrá recuperar a sus hijos e hijas perdidos. Se acerca, les acoge e inicia con ellos un camino hacia Dios que solo se sostiene en su compasión infinita. Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de esperanza, un signo más gratuito y más absoluto del perdón de Dios.
Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay justos con derechos frente a pecadores sin derechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea todo de manera diferente: a todos se les ofrece el Reino de Dios; sólo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia (p. 218) .
Si no entiendo mal, Pagola quiere decir que Dios perdona sin condiciones, sin el compromiso de una respuesta posterior positiva. A todos se les ofrece el Reino. Sólo se condena el que no se acoge a su misericordia. Por lo tanto cabe acogerse a su misericordia sin un compromiso de cambio. Pero ¿qué arrepentimiento es ese? ¿Cómo se puede acoger la misericordia de Dios sin arrepentirse y hacer el propósito de cambiar de vida? ¿Hay aquí un cierto sabor luterano? El hijo pródigo no volverá a hacer lo que hizo. Solo así el padre puede hacer fiesta. Si no, sería un autoengaño.
Es cierto que Jesús come con los pecadores y que les lleva el anuncio de que Dios Padre les sana. Pero es también cierto que a la adúltera le perdona Jesús y le dice: «vete y no peques más» (Jn 8,11). Al buen ladrón le perdona porque ha pedido perdón y le dice: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,19). Pero eso no se lo dice al otro ladrón que no le pide perdón. Pagola escatima siempre la existencia del infierno y así olvida la parábola en la que uno de los últimos invitados fue echado fuera a las tinieblas porque no llevaba el traje de boda (la gracia) (Mt 23,13). Y no podemos olvidar que Jesús aparece en los Evangelios como juez. Hablando de la última hora dice Jesús: «ha llegado la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de las cabras. Pondrá a las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda… E irán estos al castigo eterno y los justos a una vida eterna» (Mt 25,31.32.46).
El hijo pródigo viene arrepentido a la casa del padre. Y en la parábola del fariseo y el publicano, este salió justificado porque había pedido perdón (Lc 18,9-14).
Olvida Pagola que el Reino se identifica con la persona de Cristo, porque de admitirlo sería confesar la divinidad de Cristo. Y olvida también que el Reino nace en nosotros por la conversión a la persona de Cristo. Él dice que no se produce el Reino por una adhesión explícita a Jesús sino por ayudar a los necesitados (p. 203), de modo que no habla de la filiación adoptiva que produce el Espíritu en nosotros que nos hace exclamar: «¡Abba, Padre!» (Rom 8,15). Cristo ha dado su vida para que recibamos la filiación adoptiva (Gal 4,5). Pero ¿cómo Cristo puede divinizarnos si no es Dios? Pagola olvida en consecuencia la dimensión sobrenatural del Reino. Hablando del Reino, nunca habla de la gracia. Que el Reino tiene que cambiar la sociedad es algo de lo que nadie puede dudar, pero que el Reino se pueda reducir a eso es algo que nadie puede aceptar. Sería traicionar la esencia del cristianismo. Para hacer una revolución que busque la dignidad del hombre no es preciso ser cristiano. Cristo introduce la compasión, no la santidad de Dios (p. 206-207) .
Los milagros
Los milagros son también signos del Reino que ha llegado. Pero Pagola no habla de milagros, prefiere hablar de curaciones. Lo que a Dios le preocupa es el sufrimiento de la gente y así Jesús proclama el Reino de Dios curando. Además, la enfermedad suponía una exclusión de la sociedad, como en el caso de los leprosos. Se la suponía como un castigo de Dios por pecado o infidelidad.
Ahora bien, ¿en qué consisten sus curaciones? Cristo, con ellas, quiere mostrar el amor compasivo del Padre. También otros profetas como Eliseo y Elías las habían hecho, y Jesús las hace como signo de la llegada del Reino de Dios. En realidad lo que Cristo hace es curar por la fuerza de su palabra y los gestos de sus manos: toca y transmite confianza (p. 176) y así Cristo suscita la confianza en Dios, arranca a los enfermos del aislamiento y de la desesperanza y es esa confianza en Dios que Jesús transmite la que cura (p. 176-177). «Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud» (p. 175). La fe pertenece, por tanto, al mismo proceso de curación. Cuando en un enfermo se despierta la confianza, se realiza la conversión. Es la fe la que despierta las posibilidades desconocidas. Jesús trabajaba en el corazón de los enfermos para que confiaran en Dios (p. 177) .
Pues bien, al parecer, Cristo no era otra cosa que un curandero de pueblo. Suele haber en los pueblos personas con cierta capacidad curativa, que mandan tomar hierbas y que, junto con la sugestión, pueden producir curaciones. Recuerdo un curandero famoso que existía en mi tierra. Pero el milagro es otra cosa. En el NT se le llama nifla-ôt (signo imposible para el hombre); algo que, insertado en un orden de gracia (como signo del Reino) excede la capacidad humana y se convierte en signo inequívoco de la revelación divina. Esta es la magnífica definición de milagro que nos daba el padre Dhanis en la Gregoriana (E. Dahnis, Qu'est-ce qu'un miracle: Greg. 40, 1959, 201-241); integrando así la dimensión salvífica con la apologética. En vano encontraremos milagros en el Corán, pues Mahoma confiesa siempre que no tiene poder para hacerlos. Remito aquí a mi estudio ya citado, Teología fundamental (Edicep 2009, 4ª ed. pp. 295-330) .
Sin los milagros, la fe perdería la racionabilidad y caeríamos en el fideísmo. Tendríamos que creer sin razones para creer. Pues bien, si me permite Pagola, recurriré a la Biblia y en la cual Jesús dice: «si no me creéis a mí por lo que yo os digo, creedme al menos por las obras que yo hago y sabréis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 10,37-38). «Si yo no hubiera hecho obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y nos odian a mí y a mi Padre» (Jn 15,24). Y Nicodemo dice a Jesús: «Maestro, sabemos que vienes de Dios porque nadie puede hacer las obras que tú haces» (Jn 3,2). Ahí está por tanto el sentido apologético de los milagros, como lo está en el sentido común del ciego de nacimiento: «jamás se ha oído decir que nadie le haya dado la vista a un ciego de nacimiento; por lo tanto, el que me ha curado viene de Dios» (Jn 9,32-33).
Personalmente nunca he encontrado una razón para dudar de la historicidad y del valor apologético de los milagros; lo que he encontrado han sido prejuicios que en último término vienen del protestantismo, el cual no sabe integrar la razón en el marco de la fe.
Por lo demás, la explicación de Pagola resulta ridícula. ¿Cómo pudo infundir confianza a la hija de la cananea a la que no vio y que se encontraba a muchos kilómetros? O, ¿cómo resucitar a la hija de Jairo o a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto y olía, infundiéndoles confianza?
III. Sacrificio, muerte y resurrección
Hay un concepto al que Pagola tiene una particular aversión: el concepto de expiación.
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo, dice. Conocía el peligro al que se exponía si continuaba hablando de un Dios que es puro amor, que no exige condiciones para el perdón y que rompía todos los moldes religiosos de aquella sociedad. Su experiencia de Dios fue central en este «creyente fiel».
La experiencia de Dios fue central y decisiva en la vida de Jesús. El profeta itinerante del reino, curador de enfermos y defensor de pobres, el poeta de la misericordia y maestro del amor, el creador de un movimiento nuevo al servicio del reino de Dios, no es un hombre disperso, atraído por diferentes intereses, sino una persona profundamente unificada en torno a una experiencia nuclear: Dios, el Padre de todos. Es el quien inspira su mensaje, unifica su intensa actividad y polariza sus energías. Dios está en el centro de esta vida. El mensaje y la actuación de Jesús no se explican sin esa vivencia radical de Dios. Si se olvida, todo pierde su autenticidad y contenido más hondo: la figura de Jesús queda desvirtuada, su mensaje debilitado, su actuación privada del sentido que le daba (p. 313) .
Es una experiencia que transformaba a Jesús y le hacía vivir buscando una vida más digna, amable y dichosa para todos. Jesús no pretende en ningún caso sustituir la doctrina tradicional de Dios por otra nueva. Su Dios es el Dios de Israel. Todos creen en un mismo Dios. Pero su experiencia de Dios rompe moldes, seguridades, leyes y crea conflictos. Y así terminó en la cruz.
Pagola continúa diciendo que Jesús termina en la cruz no por voluntad del Padre ni por realizar un sacrificio de expiación. Él no vino a reparar a un Dios ofendido por el pecado, sino a entregarse totalmente por el Reino de Dios (p. 362). Jesús murió como vivió. El Padre no exige una reparación. El Padre no quiere que maten a su Hijo querido y lo que hace es acompañarlo hasta la cruz. El Padre no busca la muerte ignominiosa de su Hijo, ni Jesús ofrece su sangre al Padre sabiendo que le será agradable. El Padre y el Hijo en la crucifixión están unidos enfrentándose juntos al mal hasta las últimas consecuencias, de modo que, en la Resurrección, Dios ha mostrado que estaba con el Crucificado. No se trata, pues, de un Dios justiciero que no perdona si no se le devuelve el honor ofendido. Nada de sacrificio de expiación. No podemos ver el pecado como una ofensa a Dios sino en la gente que está muriendo de hambre.
Y en la nueva edición, Pagola reacciona violentamente contra la idea de sacrificio de expiación: no se trata de un Dios que no puede amar a los hombres, si previamente no se le ofrece una reparación por los pecados (p. 450); un Dios que descarga sobre su Hijo la ira provocada por los pecados de los hombres (p. 451). No se trata de un Dios que exige sangre para poder perdonar. No, Dios acompaña a su Hijo durante la muerte. No se queda pasivo y en silencio ante lo que se hace con Jesús; le ha devuelto glorificada la vida que le fue arrebatada de manera injusta (p. 447). Los seguidores de Jesús ven en su resurrección la admirable respuesta de Dios al abuso que se ha cometido con él. Más allá de la muerte solo tiene poder el amor insondable de Dios. Y así los cristianos formularon: «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (1Cor 15,3). Más adelante veremos cómo explica la resurrección: fue una experiencia de los discípulos por la que creyeron que Jesús vivía.
Pero respondamos por partes: Cristo asume la figura del siervo de Yahvé, inocente, que ha entregado su vida en expiación de los muchos (Is 53). Pues bien, el Hijo del hombre, dice Cristo, ha venido no a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate de muchos (Mc 10,45); algo que vemos también en la institución de la eucaristía: «esta es la sangre de la alianza que se derrama por muchos» (Mt 14,24). Cristo, por tanto, asume a expiación del siervo de Yahvé. No en vano, el rabino de Roma E. Zolli, en tiempos de Pío XII, se preguntaba constantemente sobre ese texto de Is y se hizo católico cuando leyó la pasión según san Mateo. Y era un hombre que, como judío, sabía perfectamente lo que significa la expiación.
Ocurre además que S. Pablo dice que Cristo es el propiciatorio (hylasterion) por su propia sangre para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente (Rm 3,25). En la fiesta del Yom kippur el sacerdote entraba en el templo con la sangre de animales para rociar el altar de los holocaustos y, sobre todo, el lugar más sagrado, el propiciatorio o cubierta del arca de la alianza. Y la rociaba haciendo un rito de expiación por el que se pedía el perdón de los pecados para que Dios devolviera la vida que se había perdido. Pero este rito, dice la carta a los hebreos, era inútil, porque se hacía con la sangre de animales en un santuario de la tierra. Y había que repetirlo todos los años en el mes de tishri. Pero Cristo ha entrado con su propia sangre, de una vez por todas (efapax), en el santuario del cielo, consiguiendo la redención eterna (Hb 9,12). Y así, la carta a los hebreos llama al sacrificio de Cristo: «sacrificio por el pecado». Así que olvidar todo esto significa destruir toda la carta a los hebreos. Pero también S. Juan habla de que Cristo ha sido enviado del Padre para darnos la vida mediante un sacrificio de propiciación (1Jn 2,10; 4,10).
Pero el caso es que la Escritura nos dice constantemente que fue voluntad del Padre que Cristo fuera a la cruz. Sólo citaré tres textos de los muchos que aparecen. Cristo pide al Padre en el huerto que le aparte el cáliz de la Pasión y añade: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26,39). En Jn 12,27 leemos: «Padre, líbrame de esta hora, pero para esto he llegado». Leemos también en Flp 2,6-8 que Cristo, aun siendo de condición divina, se rebajó obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Son muchos más los textos que podríamos haber citado.
El Catecismo de la Iglesia presenta el sacrificio de Cristo en la cruz como el sacrificio del Siervo de Yahvé que «se dio a sí mismo en expiación» y por el que satisface al Padre por nuestros pecados (n. 615). Tiene un valor de «reparación, expiación y satisfacción» (n. 616). Se trata de un sacrificio por el que se repara nuestra desobediencia (n. 614).
En este sentido, es significativo que el mismo Juan Pablo II haya enseñado que el pecado afecta personalmente al Padre aun cuando no le destruya en su ser perfectísimo, de modo que Cristo respondió por nosotros, reparando nuestra desobediencia (Dominum et vivificantem, n. 39). La Comisión Teológica Internacional también se hace eco de que la piedad popular cristiana siempre ha rechazado la idea de un Dios insensible y ha reconocido en él la compasión (CTI, Teología, Cristología, Antropología II, 13, 5.1). Por su parte, el Nuevo Catecismo habla también del pecado como de una ofensa personal a Dios (nn. 1.140, 1.850, 431, 397), algo que se dirige contra el amor de Dios hacia nosotros, una rebelión contra Dios, una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad (n. 397). Una «ruptura de la comunión con Dios» (n. 1.440). La reparación, por lo tanto, es corresponder al amor incorrespondido de Dios.
¿Que el pecado no es ofensa personal a Dios? Ya en el Antiguo Testamento hay un término para hablar del pecado como zanah (la infidelidad conyugal). Aparece en muchos textos pero sobre todo en una de las páginas más bellas del Antiguo Testamento (Ez 16,1 y ss.): el comportamiento de una muchacha abandonada en el campo, desnuda y repugnante, de la que se enamora un transeúnte (Dios), que la viste de seda y de joyas y se casa con ella. Pero ella, pagada de su belleza, se entregó después a la prostitución. Y es que el pueblo judío no sólo tiene una concepción del pecado en un sentido ético, sino en un sentido religioso, como ofensa a Dios. Dada la concepción que tiene de un Dios personal que ha hecho alianza con su pueblo, el pecado es ante todo una ofensa a ese Dios amigo y Padre.
Ahora bien, lo que tiene que hacer un teólogo no es eliminar los datos de la Escritura y la Tradición. Así no se hace Teología. Lo que tiene que hacer un teólogo es comprender, en la medida de lo posible, el misterio que en ellos se revela. Y en este caso suele ocurrir que, cuando se explica a nuestra gente desde la Teología cómo el pecado ofende a Dios, termina amándole más, maravillados por la grandeza de su amor. Un Dios insensible al pecado no es el Dios cristiano. Si Dios es sensible al pecado, es porque nos ama de verdad, porque busca nuestra correspondencia. Nuestro Dios no es un Dios abuelo que condesciende con todos los caprichos de sus nietos. Es el Padre que, precisamente, sufre porque ama. Sobre esto hemos hablado en nuestra cristología (Señor y Cristo).
Condenado por blasfemo
Hay una preocupación constante en Pagola que consiste en querer probar que Cristo no fue condenado por blasfemo, porque, de haber sido así, habría que admitir que se presentó como Hijo de Dios en un sentido trascendente. De este modo, trata de apelar al relato en el que Cristo realiza la purificación del templo (Mc 11,15-19), pues con ello, los escribas y fariseos buscaban cómo podrían matarle. Pero es el caso que el mismo Pagola reconoce que, para Pilato, la intervención de Jesús en el templo y las discusiones que pudiera tener su condición de verdadero o falso profeta, es un asunto interno de los judíos (p. 398). Y así, quiere insistir de nuevo en su idea primordial de que la predicación del Reino de Dios, tal como lo había hecho Cristo, ponía todo en cuestión (p. 398-399); algo que resulta difícil de aceptar porque un mero creyente que habla de Dios como Padre en un sentido adoptivo, no supone algo blasfemo en aquella sociedad.
La verdad es que resulta mucho más coherente la crucifixión por blasfemo. Pilato no le quería condenar, porque no encontraba delito alguno en él. Entonces los judíos le contestan: «nosotros tenemos una ley y según esa ley tiene que morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19,7). Y resulta chocante que Pagola no recuerde aquí que en eso consistió la condena de Caifás. La primera pregunta que le hace (Lc 22,70) es si es el Mesías. Y cuando Cristo responde que lo es, pero como Hijo del hombre que aparece sobre la nube, entonces le acusa de blasfemo. Cristo por lo tanto murió como un maldito de Dios, porque la Escritura dice «maldito el que cuelga del madero» (Gal 3,13). Y si murió como maldito de Dios, los apóstoles perdieron totalmente la fe, de modo que estaban ya preparados para volver a la pesca del Tiberíades. Si a Jesucristo no le ven y no le tocan, no habrían recuperado la fe y todo habría terminado donde comenzó: en la pesca del Tiberíades.
IV. La Resurrección
Lo primero que llama la atención cuando se lee a Pagola, que tanto interés tiene por la fidelidad histórica, se ve que cambia totalmente el orden histórico de los acontecimientos relativos a la Resurrección. Los evangelios presentan en primer lugar el hallazgo del sepulcro vacío que provoca perplejidad y miedo en las mujeres; y después hablan de las apariciones, que les confirman en la Resurrección. Pagola, por el contrario, parte de las apariciones para hablar después del sepulcro vacío. ¿Por qué? Porque él entiende que todo se reduce a una «experiencia» de fe (así interpreta las apariciones) y lo del sepulcro es una realidad de la que en el fondo se puede prescindir.
Pagola mantiene que la Resurrección es real pero no histórica, es decir, no ha tenido lugar en la historia, porque es una realidad que la trasciende (p. 430) . Estamos de acuerdo en que no se trata de una Resurrección como la de Lázaro que retorna a la vida terrena y a la muerte. La Resurrección de Cristo es trascendente porque con su cuerpo glorioso ha vencido definitivamente a la muerte. Pero ha dejado huellas en la historia: sepulcro vacío y apariciones. Eso es lo que dicen los textos. El verbo que se emplea para hablar de que Jesús se apareció es ophthé, aorísto pasivo que se traduce por «se dejó ver». Se usa este verbo porque es el que usa la traducción Vulgata al hablar de las apariciones de Dios en el Antiguo Testamento. Pero se usan también otros verbos como faino y faneroo que significan aparición visible. Y así mismo verbos como éste en meso autón: se puso en medio de ellos (Lc 24,36; Jn 20,19-26).
Pero puesto que Pagola no quiere reconocer que la Resurrección de Cristo es al mismo tiempo trascendente e histórica, se ve obligado a explicar que lo que ocurrió fue que los apóstoles tuvieron una «experiencia» de fe de que Jesús vivía, recurriendo a su fe en la fidelidad de Dios (p. 432). Y ellos atribuyeron esa «experiencia» a Dios. Sólo Dios les podía haber revelado algo tan grande e inesperado. Ellos conocían la doctrina de la Resurrección de los cuerpos que aparece en Dn 12,1-2 y quizás habían oído hablar de los siete mártires torturados por Antíoco Epifanes (2Mac 7,9-23), lo cual les ayudó a interpretar su «experiencia» de Jesús como vivo y resucitado.
Detengámonos un poco a meditar sobre todo esto. ¿Qué «experiencia» de fe podían tener los apóstoles tras la muerte de Jesús, cuando murió como mueren todos los crucificados, como maldito de Dios? Pues dice la Escritura (Gal 3,13) que el que muere en el madero es maldito de Dios. Y Jesús fue juzgado legítimamente por el Sanedrín y condenado como blasfemo. Ellos estaban escondidos para volver de nuevo a la pesca del Tiberíades. Cuando le dicen a Tomás que lo han visto, éste responde diciendo que, si no pone sus manos en las llagas, no cree (Jn 21,25). Por ello dice el Nuevo Catecismo que afirmar que la fe en la Resurrección había surgido de la fe no tiene consistencia alguna (n. 644), pues los apóstoles no habrían vuelto a la fe sin el encuentro sensible con Jesús (n. 643).
Un pequeño detalle: los discípulos de Emaús, como dicen algunos teólogos, reconocieron a Jesús sólo desde una «experiencia» de fe, pero el texto dice que, en medio de esa «experiencia», Jesús se hizo invisible ante ellos (afantos egeneto), lo cual demuestra que junto a la experiencia de fe había una manifestación visible que ahora desaparece. Por tanto, había una aparición visible que no se puede confundir con la «experiencia» de fe. En todo caso, si se hubiera querido hablar de una «experiencia» de fe, los discípulos tenían un término en griego horama (visión interior sobre todo) que podrían haber utilizado para ello. Y sin embargo no lo emplean ni una sola vez.
Además una Resurrección, aunque fuera la del Mesías en medio de la historia, era absolutamente inimaginable para los judíos. Los mártires macabeos esperaban la Resurrección, pero para el final de la historia. ¿Que al principio los de Emaús no le reconocieron? No olvidemos que el único que dispone de estas apariciones es Jesús, no le podía ver aquél que quería, como en el caso de Lázaro, sino aquél que Jesús quería. Él solo dispone de estas apariciones y se aparece a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Si se me permite, podemos recordar las apariciones de Lourdes: solo Bernardette ve a la Virgen, mientras que los que la acompañaban no la veían. No somos los hombres los que disponemos de las apariciones de Cristo.
Es ridículo, por otro lado, acudir al argumento de que Pablo no habla del sepulcro vacío. Si no habla de él es porque no tuvo la experiencia de su hallazgo; pero lo menciona de forma implícita cuando recuerda que fue el sepultado el que resucitó (1Cor 15,3-5). Y tampoco se puede decir que lo de Pablo fuera una «experiencia». Él oyó una voz en la que Cristo se identificaba y le decía lo que tenía que hacer. Por cierto, dice que le habló en hebreo (Hch 26,14). S. Pablo se excusa siempre cuando habla de sus «visiones» y no lo hace nunca cuando habla del encuentro con Cristo que le hizo apóstol. Cuando Juan y Pedro se sienten conminados a no hablar de Jesús, responden diciendo que no pueden dejar de hablar de lo que han visto y oído (Hch 4,20), refiriéndose ante todo a la Resurrección (Hch 4,10).
Hablando Pagola sobre el sepulcro vacío dice: «no sabemos si (Jesús) terminó en una fosa común como tantos de los ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo para enterrarlo en un sepulcro de los alrededores» (p. 443). Pero el hallazgo del sepulcro vacío no es lo decisivo. Lo decisivo no es su hallazgo sino la revelación que se hace sobre él: «Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios» (p. 444) . Lo que importa fue que los discípulos de Jesús lo experimentaron como vivo desde la fe.
Un pequeño detalle: si nos vamos al hallazgo del sepulcro vacío por parte de Pedro y Juan, que acuden corriendo al sepulcro tras el aviso de Magdalena que lo ha encontrado vacío, leeremos que llegó primero Juan y vio las vendas en el suelo y lo mismo le ocurrió a Pedro. Pero el texto en griego no habla de las vendas en el suelo, sino de las vendas que estaban keimena, es decir, echadas, yacentes, sin el relieve del cadáver, como explica el P. Iglesias en su Nuevo Testamento (M. Iglesias, Madrid 2003, p. 477). Por eso dice Juan de sí mismo que «vio y creyó» (Jn 20,8), porque comprendió que, puesto que seguían atadas pero vacías, el cadáver no había sido robado. Para los discípulos, lo que les dio la fe fueron las apariciones; para Juan, la fe ya empezó con el sepulcro vacío, aunque confirmó después su fe por las apariciones.
Nadie niega por tanto que la Resurrección de Cristo sea trascendente (no fue como la de Lázaro); pero se falsifica la Resurrección cuando se la quiere desligar de la historia. ¿Es que acaso Cristo resucitado, que es Dios, no tiene poder para manifestarse de forma visible? ¿Quiénes somos nosotros para decirle a Dios lo que puede hacer o no? No se puede desligar la Resurrección de la dimensión histórica. El cristianismo no es una ideología ni una «experiencia» interior. El cristianismo se basa en la historia: en el ver y en el tocar al Verbo de la vida, como dice S. Juan (1Jn 1,1), el teólogo más trascendente y el más realista de los cuatro. Pero, ¿será que la teología de Pagola vuelve de nuevo al gnosticismo?
Conclusión
Antes de llegar a la conclusión, quiero recordar que en la obra de Pagola, a partir del cap. 15 (Ahondando en la identidad de Jesús) expone la fe de la Iglesia en él; fe que, efectivamente, tiene a Cristo como Señor e Hijo de Dios. Con eso, está haciendo una contraposición entre el Jesús de la historia, que no pasó de ser un profeta del Reino, y el Cristo de la fe, que era el Señor e Hijo de Dios. Es la ruptura que ya había realizado en 1892 M. Kähler en su obra Der sogennante historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus. Fue José Rico el que detectó esta ruptura entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe en Pagola: Un Jesús irreconocible. Reflexiones a propósito del libro de J. A. Pagola (Jesús. Aproximación histórica), publicado en el 2007.
En todo caso, mi juicio personal sobre esta obra de Pagola es este: si Cristo no fuera más que un creyente fiel, yo no sería cristiano. Ha habido cantidad de movimientos en la historia desde Reimarus para aquí, que no pasaban de eso. Pagola alardea de usar el método histórico-crítico, pero muchas veces lo utiliza de forma arbitraria. Como ya hemos visto, olvida que el que Jesús se llame Yo soy (Jn 5,58) es algo que la Iglesia primitiva no puede inventar, porque a Jesucristo no le llamó nunca así y ese nombre lo reservaba para el Dios del AT.
Yo aprendí el uso de los criterios de historicidad en clases con el padre R. Latourelle, profesor de la Gregoriana, que no tenía prejuicios. Y es lástima que en español solo tengamos un libro suyo (A Jesús, el Cristo, por los Evangelios: Salamanca 1982), libro que no trae Pagola en su larga bibliografía.
Sencillamente, la postura de Pagola se basa en una opción preconcebida: no aceptar lo que trasciende la experiencia humana sobre Dios, para quedarse en una pura fenomenología. Aceptar pruebas de la existencia de Dios o de su revelación es ya trascender la fenomenología, pero aquí todo queda reducido a una experiencia, y de ella quedamos prisioneros.
José Antonio Sayés