El problema está en qué se entiende por bien y por mal. El señor Rodríguez Zapatero expresó muy bien su postura y la de los suyos cuando dijo aquello de: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». Es decir, como Dios no existe, somos nosotros los seres humanos, los que decidimos lo que está bien y está mal. Es la concepción relativista, positivista y subjetivista, en la que «lo que yo sinceramente tengo por bueno, eso es realmente bueno», lo que me erige en maestro supremo de moral, incluso si fuese abortista, pues nadie tiene autoridad superior para decirme «estás equivocado», salvo la mayoría parlamentaria en las cosas de su incumbencia, pero como ésta puede variar lo malo se puede volver bueno y lo bueno malo.
En cambio en la concepción cristiana, según el texto clásico del Concilio Vaticano II: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla»(Gaudium et Spes nº 16). Para nosotros está claro que: «la Ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» ( Catecismo de la Iglesia Católica nº 1954). El fundamento último de los derechos es la dignidad humana, dignidad basada en que hemos sido creados por Dios e, incluso, somos hijos suyos por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,5). El ser humano, por el hecho de serlo, tiene una serie de derechos intrínsecos propios de su naturaleza que los demás, incluido el Estado, deben respetar. La dignidad humana exige la fidelidad a unos principios fundamentales de la naturaleza, principios comprensibles por la razón. El considerar que estos derechos surgen de las leyes que se dan los hombres es una bofetada en toda su amplitud a los valores democráticos. Si a mí mis derechos no son propiamente míos, sino son una concesión del Estado, es indudable que el Estado puede en cualquier momento quitármelos. De ahí al totalitarismo no es que haya un paso, sino que ya estamos dentro del totalitarismo. Y es que la increencia, como indiqué en mi artículo anterior, nos lleva no sólo a la corrupción moral, sino a coincidir en muchas cosas con los nazis, como por ejemplo en la cuestión del aborto.
Por ello, cuando leí las declaraciones de Elena Valenciano, no pude por menos de pensar que se había equivocado y metido la pata hasta el fondo. En primer lugar, llamar terrorismo e intentar prohibir la difusión de unas fotos, sólo puede suponer reconocer que esas fotos representan una realidad mucho más horrible, en pocas palabras un crimen abominable, como califica al aborto el Concilio Vaticano II (GS nº 51); en segundo lugar que la conciencia existe en todos, y. por mucho que lo intentemos, de vez en cuando sale a la luz, y no podemos dejar de pensar que el aborto es terrorismo, con sus miles de víctimas humanas, y a quien piense lo contrario, me gustaría enseñarle la ecografía de mi primera sobrina biznieta cuando tenía dos meses de gestación. Negar que eso es un ser humano, sólo lo puede decir una sectaria profunda, porque es ya una evidencia.
Para terminar desear que en nuestro país y en el resto del mundo se termine con esa legislación criminal que permite la muerte de tantos seres humanos inocentes.
Pedro Trevijano, sacerdote