Un año más, el día 8 los católicos nos gozaremos en celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen María. En este día no sólo renovamos nuestra fe en que ella fue concebida sin pecado original, sino que también proclamamos que no cometió ningún pecado a lo largo de toda su vida. Por eso, el pueblo le ha dedicado un nombre hermoso para definirla: la Purísima. Purísima fue, ciertamente, en su concepción. Purísima fue, del mismo modo, el resto de su vida. Cooperando con la gracia de Dios, María se mantuvo siempre unida al Señor. Una unión que no se limitó a un conformista “no hacer el mal”, sino que se transformó en una plenitud de bien. La que fue saludada por el ángel como “llena de gracia”, estuvo siempre “llena de amor”.
Si de Jesús dijo San Pedro que “pasó haciendo el bien”, algo parecido podemos decir de ella. Deberíamos meditar un poco más en este punto, para no conformarnos con no ser malos, sino entregarnos de lleno a la empresa de ser buenos. ¿Y qué es hacer el bien? Miremos a la Inmaculada, para comprenderlo. Ella, que es el consuelo de afligidos, nos muestra continuamente el camino. Si la imitáramos, si fuéramos “como María”, el mundo sería diferente, pues si las cosas van mal no es sólo por las acciones que llevan a cabo los malos, sino por la pasividad de los teóricamente buenos; unos “buenos” que se conforman con no hacer el mal, con instalarse en una cómoda neutralidad parecida a aquella tibieza que el Apocalipsis considera vomitiva. La Razón
Santiago Martín, sacerdote