Se acercan las vacaciones de verano. Y, como de costumbre en estas fechas, recibo consultas de personas que quieren aprovechar parte del magnífico tiempo libre para introducirse en el tema de las relaciones entre ciencia y fe. Me preguntan qué libro les recomendaría yo como primer paso, para hacerse con una visión general del tema.
Esta cuestión me ha puesto en aprietos durante bastantes años. Pues la sencilla lectura que se solicita no es nada sencillo conseguirla en nuestra lengua: Un libro introductorio tiene que ser breve −muy breve−, pero sin que la brevedad se logre al precio de condensar tanto el pensamiento que sólo los ya iniciados entiendan el discurso. O de hacerlo tan vago que no informe realmente de nada. Un libro introductorio tiene que ser además actual, y estar escrito con amenidad. Pero estas dos condiciones casi se excluyen entre sí: ya que los conocimientos actualizados están en manos de los especialistas, y los especialistas −en lo que sea− suelen ser de todo antes que amenos en el estilo. Hay excepciones, claro. Pero no muchas.
Pues bien, la editorial CEU-Ediciones acaba de publicar un libro que, sin duda, se convertirá desde este momento en mi primera recomendación a los que quieran emprender esa travesía veraniega por el archipiélago de las discusiones sobre ciencia, razón y fe. Se trata del ensayo «¿Es compatible Dios con la Ciencia? Evolución y Cosmología» escrito por el profesor Manuel Alfonseca, de la Universidad Autónoma de Madrid.
Por supuesto, si de alguien podía esperarse que afrontara con éxito, aquí y ahora, el reto de exponer con facilidad este complicado asunto, es de Manuel Alfonseca. Y es que ingenieros de telecomunicaciones hay algunos; que además sean informáticos, menos; pero que, sobre esto, y más allá de un número ingente de artículos de investigación publicados en las revistas internacionales más prestigiosas de su especialidad, aún consigan dedicar tiempo a escribir novelas, literatura juvenil y obras divulgativas verdaderamente legibles, ninguno... salvo Manuel Alfonseca.
Y, en efecto, el librito de apenas noventa y dos páginas sobre el que quiero llamarles la atención sale más que airoso del reto de reducir a lo esencial la historia de la influencia de los datos científicos en las discusiones sobre la existencia de Dios desde mediados del siglo XIX hasta el presente.
Una de las claves del éxito de este ensayo se halla en la nitidez de su estructura:
Tras una introducción general acerca de los diversos argumentos filosóficos que apuntan a la existencia de Dios, así como del alcance de los mismos, la obra se centra en dos temas fundamentales, en torno a los cuales han girado el grueso de las discusiones sobre Dios y la ciencia en el pasado siglo. A saber: la teoría de la evolución y las ideas cosmológicas.
Marcados estos límites, el texto se divide en tres partes, que responden a tres etapas bien diferenciadas de la controversia:
La primera parte presenta el estado de la cuestión durante la segunda mitad del siglo XIX y el inicio del siglo XX, es decir, en el momento en el que el pensamiento ateo logra extender en la conciencia colectiva de nuestras sociedades occidentales la idea que existe un conflicto entre la fe en Dios y el pensamiento científico. Es la época en la que se ponen en circulación ideas como estas:
«En todos los procesos evolutivos intervienen el azar y la selección natural. Luego es probable que Dios no exista». [p.30]
«Todo objeto físico tiene una causa. Pero el universo no es un objeto físico. Luego el universo no necesita una causa». [p.33]
«La hipótesis teísta ofrece una explicación del origen del mundo basada en dos entidades: Dios y el universo. La hipótesis atea sólo precisa de una única entidad: el universo. Luego la navaja de Occam favorece la explicación atea». [p.33].
La segunda parte del ensayo nos habla de cómo la biología y la cosmología del siglo XX introducirán nuevos elementos. Elementos que darán un giro radical a la discusión, situando cada vez más al ateísmo en una posición defensiva con respecto a los datos que proporciona la ciencia. Concretamente, y por lo que se refiere a la biología, la supuesta incompatibilidad entre azar y diseño resulta muy difícil de sostener a partir del desarrollo de las programaciones informáticas de procesos evolutivos, en las que azar y diseño son combinados con naturalidad. Y el despliegue de la física y la cosmología moderna abrirá también múltiples grietas en la argumentación materialista decimonónica: el final del determinismo, el posible origen temporal del universo, su carácter de objeto físico contingente, el ajuste fino de las leyes y las constantes naturales que hacen posible la vida, etc.
Los intentos recientes de respuesta por parte del materialismo ateo son resumidos y criticados en la tercera parte del libro, que concluye con un listado de indicios de la existencia de Dios derivables de la ciencia actual. Y todo esto, insisto, en menos de cien páginas escritas con la soltura de quien sabe moverse por igual en el ámbito de las letras que en el de las ciencias. ¿Hay quien dé más por menos?
Por eso, en lugar de recomendar vivamente la lectura del último ensayo de Alfonseca a quien me pregunte, me tomo la libertad de anticiparme por una vez a dicha consulta desde estas páginas. ¿Dios y la ciencia? Mucho se ha escrito sobre esto, pero no todo puede abarcarse en unas vacaciones de verano. El libro que comento sí. Y el lector sacará provecho, y tal vez se anime a adentrarse luego en otras lecturas más extensas. No lo lamentará.
Francisco José Soler Gil
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