El 23 de noviembre se celebra la festividad de Jesucristo, Rey del Universo. Esta festividad la instituyó el Papa Pío XI el 11 de marzo de 1925, a los 1.600 años del Concilio de Nicea. Posteriormente la fecha fue movida para que esta festividad cerrase el año litúrgico.
Los motivos: ante unas sociedades y Estados occidentales cada vez más alejados de Jesucristo, más ateos e incluso más opuesto y en declarada lucha contra Jesucristo, el Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que -por encima de cualquier institución política, económica, social o cultural- nos debemos a Jesucristo. Porque no tenemos más rey que Jesucristo. Además, al cerrar el año litúrgico, Cristo queda destacado como centro de toda la historia universal que, desde su encarnación, dejó de ser un círculo que siempre se repite para ser una línea -con más o menos sinuosidades- que va del Alfa al Omega.
¿Qué es este reino? ¿Cómo es? El propio Jesucristo nos habla de él en el capítulo 13 de Mateo, y el mismo evangelista nos cuenta qué ocurrirá cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono (Mt.25:31-46). Aunque sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace dos mil ocho años.
La Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su predicación y extensión debe ser el centro de nuestra vida tanto familiar, social o laboral como personal e íntima. Es así como se va instaurando el Reino de Cristo en el mundo. Sin embargo el Papa Pío XI vio como la sociedad y los estados occidentales cada vez se alejaban más de este objetivo de vida.
Durante aquellas primeras décadas del siglo XX el relativismo, el materialismo, el laicismo y el ateísmo se extendieron por todos los rincones del planeta. Las consecuencias fueron terribles: persecuciones contra la Iglesia y los católicos (Rusia, Méjico, España, la Segunda Guerra Mundial, el ascenso del comunismo en el mundo). Tras la reconstrucción, en la segunda mitad del siglo XX y en esta primera década del siglo XXI, los mismos males denunciados por Pío XI vuelven a enseñorearse de corazones y mentes.
Parece, hoy más que nunca, que las sociedades y Estados occidentales hubiesen expulsado a Jesucristo de sus vidas, creen posible prescindir de Dios. Han rebajado al cristianismo ante las demás religiones y filosofías para acabar identificándolo con una secta peligrosa porque denuncia a esta sociedad incrédula, escéptica y desconfiada; y porque denuncia al Estado que pretende erguirse en rey y ponerse en lugar de Jesucristo.
El Estado presente legisla y actúa contra Dios, a quien pretende sustituir. Nos machaca con arengas de mercantilización publicitaria para convencernos que le dejemos dominarlo todo y recibamos alegres su opresión y tiranía. Se nos asegura que el Estado nos salvará de todas las crisis, nos salvará de la ignorancia, nos salvará de la desdicha y del desconsuelo y nos colmará de bienes y derechos.
Y así, todos juntos de la mano del “nuevo dios” llegaremos a una Nueva Era universal de justicia y paz, de tolerancia y democracia, de bienestar y prosperidad que resplandecerá con una Nueva Arquitectura y un Nuevo Arquitecto. Y nos dirá que el oscurantismo de la Iglesia, del Papa, de los sacerdotes, de los púlpitos y confesionarios ha sido liquidado. Y proclamarán: sea el Estado, Nueva Arquitectura y, su cabeza, el Nuevo Arquitecto.
La Iglesia no ha sido ajena a esta machacona acción propagandística infiltrándose -en su seno- las mentalidades e ideas relativizadoras, materialistas, secularizadoras y laicistas, antiritualistas e incluso antilitúrgicas. Fue este proceso de infiltración el que llevó al Papa Pablo VI a determinar que:
"De una fisura el humo de satanás ha entrado en el templo de Dios: la duda, la incertidumbre, lo problemático, la inquietud, el descontento ocurre a diario (...) Nosotros hubiésemos creído que al día siguiente del Concilio hubiese sido un día de sol para la Iglesia. Pero encontramos nuevas tormentas. Nosotros buscamos cavar nuevos abismos en lugar de rellenarlos" (29 de Junio, 1972).
El cardenal Virgilio Noé, responsable de la liturgia vaticana durante el pontificado del Pablo VI, en una entrevista al portal Roma Petrus, asegura que el Papa se refería a todos esos sacerdotes, obispos y cardenales que no adoran correctamente a Dios, debido a una interpretación equivocada del Concilio Vaticano II, queriendo distorsionar la figura y mensaje de Jesucristo, la liturgia y la moral y vida cristiana.
Ante esta situación los católicos debemos, más que nunca, proclamar que Jesucristo es Rey de reyes, Rey de las naciones, Rey de los pueblos, Rey de las instituciones, Rey de las sociedades, Rey de la organización política y económica, Rey de la ordenación social y cultural, Rey de todo lo visible e invisible.
Pueden ser multitud los que gritan “¡No tenemos más rey que el César!”, y quizás llegarán a ser legión, pero nosotros debemos declarar que no conseguirán destruir la tríada Dios-hombre-mundo, que no conseguirán diluir la religión católica a un vergonzante cúmulo de vaguedades laicizantes, materialistas y falsamente liberalizantes; que no conseguirán imponer teologías inventadas e ideadas para esclavizar al ser humano. Debemos decir alto y claro que este trueque fraudulento no triunfará.
Nosotros seguiremos pidiendo: “Venga a nosotros tu Reino”. Y sin duda está viniendo día a día, cada vez que un alma se convierte, cada vez que una persona acrecienta en piedad y santidad, cada vez que se hacen vivas las obras de misericordia, cada vez que nos saludamos y nos despedimos como hermanos en Dios.
“¿Eres Dios?” preguntó Caifás. Jesucristo respondió: “Tu lo dices”. Por su parte Pilato le inquirió a que declarase su realeza: “¿eres Rey?”. Jesucristo respondió: “Yo soy Rey, tú lo has dicho”. A las puertas de la muerte -que antecede a la Resurrección, que es el triunfo sobre el Mal- Jesucristo proclama públicamente, solemnemente, que Él es Rey. Su Reino está inserto en la Historia pasada, presente y futura de la Humanidad. Va con nosotros porque Él es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
Ya algunos pastores de Belén y seguidamente aquellos reyes, sabios o astrólogos que siguieron la Estrella; supieron ver en aquel bebé -acostado en un pesebre- al Rey del Universo. Y así lo reconocieron y proclamaron. Por eso le ofrecieron oro como Rey, incienso como Dios y mirra como hombre. Desde entonces son muchos los han seguido y siguen este ejemplo, y han declarado y declaran públicamente que Él es Rey. Y por esta declaración han sido y son insultados, ultrajados, desahuciados, heridos, asesinados, eliminados. Pero por eso mismo son modelo de fidelidad en Jesucristo, modelo de vida que la Iglesia pone a nuestra disposición para que tomemos ejemplo de ellos. Se llaman Mártires de la Fe.
Sí, Mártires, aunque haya muchos que -desde fuera e incluso desde dentro de la Iglesia- se avergüencen e incluso se burlen de ellos, o sencillamente quieran mirar y que miremos hacia otra parte y que no les reconozcamos. Y no reconocerles es no reconocer al propio Jesucristo. ¡Ay de aquellos que de Él se avergüenzan!, quien no le defienda delante de los hombres no le defenderá Él delante del Padre (Mt.10, 32-33).
Los ciudadanos y gobernantes cristianos no podemos actuar como si Cristo no estuviese presente en la historia y en nuestra vida cotidiana, o como si no fuese la clave de toda existencia. Se acerca la festividad de Cristo, Rey. Reconozcámosle, proclamémosle, adorémosle y recémosle como lo hicieron por primera vez los pastores de Belén, los sabios llegados de Oriente y tantos hombres, mujeres y niños que han entregado su vida por Él hasta el Martirio. Clamemos también nosotros: ¡Viva Cristo, Rey!
Antonio Ramón Peña Izquierdo, Dr. en Historia Moderna y Contemporánea.