No soy especialmente cinéfilo, suelo decir que voy al cine cuando me llevan (fundamentalmente, Roberto, mi amigo) y mucho menos suelo leer las críticas de cine. Hace una semana vimos Bella, la película de Eduardo Verástegui, del que ya hace un tiempo me impresionó su testimonio de conversión en EWTN. Esta película, en su primera semana de emisión, ha sido una de las diez producciones más vistas y ha conseguido el segundo mejor rendimiento por copia. Pero la crítica de los especialistas ha sido muy variada, desde quien la ha calificado de mala hasta quien ha dicho de ella es muy buena. En fin, no ha tenido una crítica unánime.
Yo no sé decir si el guión está bien hecho, bien o mal dirigida, si los personajes están logrados, si la fotografía es buena, mala o regular. Lo que sí me parece es que la película es un noble intento por traducir al lenguaje cinematográfico –el único que entiende mucha gente– los contenidos de la cultura de la vida. Aquella en la que se valora como positivo la vida de un niño concebido y no nacido, o en la que la familia es algo importante. En este sentido me ha impresionado de la película el personaje de la madre de familia, ella escucha y consuela a sus hijos, ella busca la armonía de la familia, ella es como dice la Escritura, la mujer hacendosa que es un tesoro. La vida y la familia, dos valores fundamentales de la de la cultura de la vida, son presentados con buena música, alegría, y color en una fabulosa escena de una comida familiar.
Pero volvamos a la dura realidad, a la de la cultura de la muerte, y la de algunas críticas que han calificado la película como “culebrón ultraconservador”. Aquí está el quid de la cuestión. Con muy buenas herramientas mediáticas se ha conseguido establecer un par de valores difícil de superar: familia/vida-ultraconservador. De tal modo que cuando uno habla de estos valores, en el imaginario colectivo ya se piensa en lo retrogrado, pasado de moda, gris, triste, etc. Desde mi punto de vista, en el nivel propio del anuncio de la cultura de la vida, es donde se debe insistir y conseguir vencer la ligación que la cultura de la muerte ha establecido en el imaginario social.
Tampoco soy especialista en comunicación, no conozco sus estrategias, pero me parece que por aquí es por donde se debe profundizar de algún modo. Por ejemplo, sustituyendo la expresión “defensa de la vida” por “cultura de la vida”: quien está a la defensiva siempre pierde; quien crea cultura siempre es visto como alguien interesante. Ante las noticias referentes a los juicios bioéticos, que a veces hace la Iglesia, no ser los cristianos, los primeros que utilizamos la expresión “condena”. Siempre que se hable de vida y familia, como bien hace Verástegui, rodearlo de color, música, alegría, belleza etc. Seguro que hay muchas más acciones y estrategias que a mi se me escapan. Ésta es tarea de los comunicadores cristianos como lo expresa Eduardo en una entrevista concedida a Diario Ya: “Por eso es muy importante evitar palabras como ataque, en contra, eliminar… que ya de entrada te encasillan en algo negativo, y aquí es lo opuesto: crear un ambiente positivo, un ambiente de amor, de luz, de servicio; crear un apostolado de amistad”.
Creo que este el camino: generar un lenguaje positivo para la cultura de la vida, pero ahora hay que recorrerlo empeñando nuestros mejores comunicadores y nuestros mejores esfuerzos.
Rafael Amo Usanos, sacerdote