(Publicado en ABC de Sevilla, 10 de mayo)
El discurso de Rubalcaba sobre el aborto es sonrojante de puro demagógico: consiste en atribuir la largamente amagada (pero nunca materializada) reforma a «presiones de los obispos». ¿Realmente piensa el PSOE que el 51% de españoles que -según encuesta publicada en El País el 14 abril- consideran que el aborto debe ser legal en «ningún» o «sólo en algunos» supuestos (y que rechazan, por tanto, la actual ley de plazos) lo hacen por obediencia a los obispos? ¿No habíamos quedado en que España era un país muy secularizado? ¿De verdad piensa Rubalcaba que «los obispos» son capaces de modelar la opinión del 51% de los ciudadanos?
En realidad, presentar la reforma de la ley del aborto como una concesión a la Iglesia no es razonar: es pulsar la tecla visceral del anticlericalismo para eludir, precisamente, cualquier argumentación racional. La lógica del PSOE parece implicar que un Estado laico nunca puede legislar en una dirección que complazca a «los obispos»: hay que desmarcarse a cualquier precio de la moral católica. Sugiero a Rubalcaba que proponga cuanto antes la legalización del asesinato, el robo y la violación, pues los tres han sido condenados siempre por la Iglesia. Debe exigir también el cese inmediato de todas las prestaciones sociales, pues la Iglesia predica la caridad con los necesitados. ¡El mantenimiento del aparato asistencial constituye una intolerable concesión a los obispos!
El discurso del PSOE sobre el aborto es un insulto a la inteligencia. A la inteligencia de sus propios votantes, a los que considera contentables con pitracones de burda carnaza anticlerical. A la dignidad de los que se opongan al aborto por razones religiosas, que se ven tratados por Rubalcaba como españoles de segunda (¿por qué el ciudadano creyente –a diferencia de todos los demás- carecería del derecho a intentar influir sobre las leyes?). Y a la racionalidad en cuanto tal, al presuponer que sólo cabe oponerse al aborto por motivos religiosos o por sumisión a los temibles obispos. ¿Acaso es preciso creer en Dios para comprender que el feto es miembro de la especie, y que por tanto merece la protección de la ley? ¿Depende la dignidad humana del tamaño físico? ¿Tiene menos dignidad un recién nacido que un baloncestista de dos metros? ¿Tienen algo que ver con la religión estas consideraciones?
Pero enfrente encontramos a una derecha que, año y medio después, sigue sin derogar una sola de las leyes de ingeniería social que constituyen lo esencial del legado zapaterino: aborto, divorcio exprés, matrimonio gay, permisividad bioética, ideología de género, «memoria histórica»… En los primeros meses podía invocar la excusa de «estudiar bien las cosas»; pero, a estas alturas, su pasividad sólo puede ser interpretada como una irritante revalidación de la clásica actitud de sumisión cultural y complejo de inferioridad de la derecha frente a la izquierda. Una actitud que ya dejaba entrever aquel «la economía lo es todo» de Rajoy en campaña, pero que algunos intentamos ignorar. Por cierto, Rajoy tampoco ha arreglado esa economía tras la que se esconde para no desafiar a la izquierda en asuntos morales cruciales. En lo que se refiere a las necesarias reformas de reducción del tamaño del Estado (simplificación de la administración, eliminación de empresas públicas, fusión de ayuntamientos, liberalización de la economía, etc.), hace gala del mismo desesperante tancredismo que en el plano ideológico-cultural.
Cuando un partido tiene una visión propia del hombre, de los valores, de la sociedad, transmite señales inequívocas desde el momento en que llega al poder. Zapatero la tenía, y obró en consecuencia: apenas un año después de tomar posesión, impulsó las leyes de matrimonio gay y divorcio exprés. Las medidas con mayor carga ideológica deben ser adoptadas al principio de la legislatura, con la legitimidad democrática recién estrenada (una legitimidad que es mayor en el caso del PP, con la mayoría absoluta que Zapatero nunca tuvo). De esa forma, se le envía a la sociedad un mensaje claro que permite entender en qué creen y por qué valores apuestan los que gobiernan. Pero para eso hace falta creer en algo.
Mientras el PP vuelve por los fueros del tecnocratismo desideologizado (y, para colmo, ineficaz), en la laica Francia se produce una increíble movilización popular en contra del matrimonio gay, respaldada por la UMP de Copé. La derecha francesa ha entendido que la familia es un asunto nodal, en el que se juega el futuro de la sociedad. Ha asumido esa batalla cultural, y la libra de tú a tú con la izquierda, argumentando y explicando: el matrimonio está al servicio de la procreación y educación de niños; aceptar el gaymonio implica aceptar la homoparentalidad y, por tanto, sacrificar el principio de que lo mejor es que cada niño sea criado por el hombre y la mujer que lo engendraron. Y, una vez sacrificado el principio, la afectada es la sociedad entera, y no sólo los pocos niños que sean adoptados o engendrados artificialmente por homosexuales (todos los padres, no sólo los gays, hemos pasado a ser «progenitores A y B»). La marea pro-matrimonio en Francia muestra que «otra derecha es posible»: una derecha consciente de que los grandes desafíos en los que se juega la sostenibilidad de la sociedad se sitúan en el terreno moral y cultural.